—¿Y no podía pagarle?
—No.
—De modo que su muerte fue para usted providencial.
—¡Me pareció una coincidencia maravillosa! —exclamó Cicely muy seria.
—Realmente fue demasiado maravillosa. ¿Y no le alteró aquello los nervios?
—¿Nervios?
—Después de todo, señora, era usted la única persona del avión que tenía algún motivo para desear su muerte.
Ella respiró profundamente.
—¡Ah, sí! Fue horrible. Su muerte me dejó aturdida.
—En especial después de haberla visto en París la noche anterior y de haber tenido una escena con ella.
—¡La vieja bruja! No quiso rebajarme ni un céntimo. ¡Creo que gozaba viéndome sufrir, suplicar! ¡Era una arpía! Me trató como a un trapo.
—Pero usted en el sumario declaró que no había visto nunca a aquella mujer.
—¡Claro! ¿Qué otra cosa podía decir?
Poirot la observó pensativo.
—Usted, señora, no podía decir otra cosa.
—¡Es espantoso no poder decir más que mentiras, mentiras y más mentiras! Ese terrible inspector ha estado aquí dos o tres veces, aturdiéndome a preguntas. Aunque me sentí a salvo. Observé que no sabía nada, que solo trataba de sonsacarme.
—Para adivinar las cosas hay que estar muy seguro.
—Y además —exclamó siguiendo el hilo de sus pensamientos—, me dije que si hubiesen podido descubrir algo, ya lo hubiesen hecho. Me sentía a salvo hasta que recibí ayer esa maldita carta.
—¿Y no estaba usted atemorizada durante todo este tiempo?
—Claro que lo estaba.
—Pero ¿de qué? ¿De verse descubierta o de que la detuviesen por asesinato?
Las mejillas de Cicely perdieron su color.
—¿Por asesinato? Yo no fui. ¡No me diga que piensa usted eso! Yo no la maté. ¡No fui yo!
—Usted deseaba su muerte.
—Sí, pero no la maté. ¡Oh! ¡Tiene usted que creerme! Yo no me moví de mi asiento. Yo...
Enmudeció, fijando en él su mirada implorante.
—La creo a usted, señora, por dos razones. Primera: porque es una mujer. Segunda, porque había una avispa.
Ella abrió más los ojos, sorprendida.
—¿Una avispa?
—Exacto. Ya veo que no tiene ningún sentido para usted. Bueno, volvamos al objeto de mi visita. Yo me las arreglaré con el señor Robinson. Le doy mi palabra de que no volverá usted a verle, ni a oír hablar de él. Pondré a raya a ese sinvergüenza. Y a cambio de mis servicios, tendrá que permitirme usted un par de preguntas. ¿Estaba el señor Barraclough en París la víspera del crimen?
—Sí, almorzamos juntos, pero le pareció preferible que fuese yo sola a ver a la prestamista.
—¡Ah! ¿De veras? Permítame otra pregunta, milady: en el teatro, antes de casarse, a usted se la conocía con el nombre de Cicely Brand. ¿Era este su verdadero nombre?
—No, mi verdadero nombre es Martha Jebb. Pero el otro...
—Quedaba mejor en los carteles. ¿Y dónde nació usted?
—En Doncaster. Pero ¿por qué?
—Mera curiosidad. Perdone. Y ahora, si me permite darle un consejo: ¿por qué no arregla un divorcio discreto con su marido?
—¿Para que se case con esa mujer?
—Para que se case con esa mujer. Tiene usted buen corazón, señora. Por otra parte, se verá usted a salvo, vivirá tranquila y su marido le pasará una renta.
—No suficientemente buena.
—Eh bien, una vez libre, puede casarse con un millonario.
—Ya no hay millonarios en nuestros días.
—¡Ah! No lo crea, señora. Los que antes poseían tres millones, ahora tienen dos. Eh bien, con eso basta.
Cicely se echó a reír.
—Es usted muy persuasivo, monsieur Poirot. ¿Está usted seguro de que ese hombre no volverá a molestarme?
—Palabra de Hércules Poirot —aseguró solemnemente.
Capítulo XX
En Harley Street
El inspector de policía Japp, que caminaba a buen paso por Harley Street, se detuvo ante un portal. Preguntó por el doctor Bryant.
—¿Tiene usted cita, señor?
—No, le escribiré una nota.
En una tarjeta oficial, escribió:
Le agradecería que me concediese unos minutos. No le entretendré.
Metió la tarjeta en un sobre, lo cerró y se lo dio al mayordomo, quien le condujo a la sala de espera, donde aguardaban dos señoras y un caballero. Japp tomó asiento, tras coger una revista atrasada con la que matar el tiempo.
El mayordomo cruzó la sala y le dijo en un tono discreto:
—Si tiene usted la bondad de esperar un poco, señor, el doctor le recibirá, aunque está muy ocupado esta mañana.
Japp asintió. Lejos de molestarle, la espera le satisfacía. Las dos señoras empezaron a conversar. Indudablemente, tenían la mejor opinión de las dotes profesionales del doctor Bryant. Llegaron más pacientes. No podía negarse que el doctor Bryant era un médico en alza.
Debe de ganar mucho dinero, se dijo el inspector. A juzgar por lo que veo, no parece que necesite pedir dinero prestado, aunque eso pudo ocurrir tiempo atrás. En todo caso, es obvio que trabaja mucho. Un escándalo bastaría para estropearlo todo. Es lo peor que le podría pasar a un médico.
Un cuarto de hora después, se le acercó el mayordomo para decirle:
—El doctor le recibirá ahora.
Japp entró en el despacho del doctor Bryant, una sala al fondo del piso, con una gran ventana. El médico se levantó para recibirle, estrechándole la mano. Ofrecía un aspecto fatigado, pero no manifestó la menor sorpresa por la visita del inspector.
—¿En qué puedo servirle, señor inspector? —preguntó, volviendo a sentarse detrás de su mesa e indicándole al otro una butaca.
—Ante todo, he de rogarle que me perdone si he venido a molestarle en horas de consulta, pero no le entretendré mucho tiempo.
—Perfectamente. Supongo que viene por lo de la muerte en el avión.
—Ni más ni menos, señor. Aún estamos trabajando en el caso.
—¿Algún resultado?
—No avanzamos tanto como sería de desear. He venido a hacerle algunas preguntas sobre el método empleado. Es el asunto ese del veneno de serpiente lo que no llego a descifrar, por más que lo intento.
—Ya sabe usted que yo no soy toxicólogo —puntualizó el doctor Bryant, sonriendo—. No entiendo de esas cosas. Consulte a Winterspoon.
—¡Ah! Pero vea usted, doctor, lo que ocurre. Winterspoon es un técnico, y ya sabe usted lo que son los técnicos. Hablan de un modo que los profanos no pueden entender. Pero, según tengo entendido, hay una rama de la medicina dedicada a estas materias. ¿Es cierto que a veces a los epilépticos se les inyecta veneno de serpiente?
—Tampoco soy especialista en epilepsia, pero sé que en el tratamiento de esa enfermedad se ha inyectado a los pacientes veneno de cobra con excelentes resultados. Aunque ya le he dicho que no es este mi campo.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero el caso es que usted se ha interesado mucho en el asunto por encontrarse en el avión y he pensado que, a lo mejor, podría sugerirme alguna idea aprovechable. ¿De qué sirve ir a un técnico si no sabe uno lo que debe preguntarle?
El doctor Bryant sonrió.
—Algo hay de cierto en lo que usted dice, inspector. Probablemente, no hay nadie capaz de permanecer indiferente después de haberse visto involucrado en un asesinato. Confieso que me interesa todo este asunto y que le he dedicado largas reflexiones.
—¿Y qué piensa usted, señor?
—Me parece una cosa tan inverosímil, si me permite decirlo así, que me hallo confuso y trastornado. ¡Vaya procedimiento más asombroso para un crimen! No había ni una probabilidad entre cien de que el criminal pasara inadvertido. Debe ser una persona que desconoce la sensación de peligro.
—Muy cierto, señor.
—Y el uso del veneno es igual de sorprendente. ¿Cómo pudo conseguir el asesino algo así?