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Monsieur Dupont

. Resultado: nulo.

Monsieur Jean Dupont

. Resultado: idéntico.

Mitchell

. Resultado: nulo.

Davis

. Resultado: nulo.

—¿Y cree que esto va a servirle de mucho? —preguntó Japp, escéptico—. No veo que poner tras cada nombre «No sé, no sé y no sé», lo haga mucho más fácil.

—Nos da una clasificación muy clara —explicó Poirot—. En cuatro casos, el señor Clancy, la señorita Grey, el señor Ryder, y creo que también lady Horbury, tenemos un resultado en el haber. En los casos del señor Gale y del señor Kerr, tenemos un resultado en el debe. En cuatro casos no hay ningún resultado, que sepamos, y en el del doctor Bryant, o bien no hay resultado o hay una gran ganancia.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Japp.

—Entonces, hay que seguir investigando.

—Con bien pocos elementos contamos para eso —afirmó Japp, enfurruñado—. Me parece que poco lograremos mientras no nos manden de París lo que precisamos. Es por la parte de Giselle en donde hay que encontrar la solución. Me parece que yo hubiera obtenido de su doncella más que Fournier.

—Lo dudo, amigo mío. Lo más interesante del caso es la personalidad de la víctima. Una mujer sin amigos, una mujer que en su tiempo fue joven, amó y sufrió, y para quien luego todo se acabó: ni una fotografía, ni un recuerdo, ni una baratija. Marie Morisot se convirtió exclusivamente en madame Giselle: una prestamista.

—¿Cree usted que hay una pista en su pasado?

—Es posible.

—Bien, deberíamos aprovecharla, porque del presente no tenemos ninguna.

—¡Oh! Sí, amigo mío, las hay.

—La cerbatana, desde luego.

—No, la cerbatana no.

—Pues sepamos qué pistas hay en este caso.

—Se las daré como títulos, como los que llevan los libros del señor Clancy: «La pista de la avispa». «La pista de las pertenencias de los viajeros». «La pista de las dos cucharillas de café».

—¿Qué es eso de las cucharillas de café?

—Madame Giselle tenía dos cucharillas en su plato.

—Eso significa boda, según dicen.

—En este caso —afirmó Poirot—, significó entierro.

Capítulo XXII

Jane acepta un nuevo empleo

Cuando Norman Gale, Jane y Poirot se reunieron para cenar la noche del chantaje, Norman se sintió aliviado al confirmarle que ya no se necesitarían más sus servicios como «el señor Robinson».

—El bueno del señor Robinson ha muerto —le aseguró Poirot, levantando la copa—. Brindemos a su memoria.

Requiescat in pace —exclamó Norman, riendo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Jane a Poirot.

El detective le dirigió una sonrisa.

—Pues que ya sé lo que quería saber.

—¿Estaba relacionado con Giselle?

—Sí.

—Eso se dedujo claramente de mi entrevista con ella.

—No lo niego —reconoció Poirot—, pero yo quería un relato más minucioso.

—¿Y lo obtuvo?

—Lo obtuve.

Los dos le dirigieron una mirada interrogadora, pero Poirot se puso a charlar de una manera provocativa de la relación que existe entre la carrera profesional y la vida.

—No hay tantos tipos que se sientan como peces fuera del agua, como podría creerse. Son muchos los que, a pesar de lo que os digan, eligen la ocupación que les dicta su secreto deseo. Oiréis decir a un oficinista: «Me gustaría ser explorador, vivir emociones en tierras lejanas». Pero descubriréis que lo que le gusta más es leer novelas de aventuras, y que realmente prefiere la seguridad y la comodidad de la silla de su oficina.

—Según su modo de pensar —dedujo Jane—, mi deseo de viajar por el extranjero no es sincero y mi verdadera vocación es peinar a las señoras. Pues bien, eso no es cierto.

Poirot sonrió.

—Usted aún es joven. Claro que uno intenta esto y lo otro y lo de más allá, pero llega el momento en que acomoda su vida a lo que prefiere.

—Supongo que prefiero ser rica.

—¡Ah! Eso ya es más difícil.

—No estoy de acuerdo con usted —objetó Gale—. Yo soy dentista por casualidad, no por vocación. Mi tío era dentista, deseaba que yo trabajara con él, pero yo no pensaba más que en aventuras y en ver mundo. Me burlé de los dentistas y me fui a Sudáfrica, a una granja. Pero, como me faltaba experiencia, aquello no me fue muy bien, y me vi obligado a aceptar el ofrecimiento de mi tío y ponerme a trabajar con él.

—Y ahora piensa usted en despreciar otra vez a los dentistas y largarse a Canadá. Tiene usted temperamento de pionero.

—Esta vez me veo obligado a hacerlo.

—Pero parece increíble que con tanta frecuencia nos obliguen las circunstancias a hacer lo que nos gusta.

—Nada me obliga a mí a viajar —señaló Jane—. ¡Ojalá!

Eh bien, ahora mismo le voy a proponer una cosa. La semana que viene voy a París. Si quiere, puede ser mi secretaría. Le pagaré un buen sueldo.

Jane meneó la cabeza.

—No puedo dejar la peluquería de Antoine. Es un buen empleo.

—También lo es el que le ofrezco.

—Sí, pero no es más que eventual.

—Le buscaré un empleo del mismo tipo.

—Gracias, pero no me atrevo a arriesgarme.

Poirot la miró, sonriendo enigmático.

Tres días después, le llamaron por teléfono.

—Monsieur Poirot —dijo Jane—, ¿todavía mantiene usted su oferta?

—Sí. Salgo hacia París el lunes.

—¿Hablaba usted en serio? ¿Puedo acompañarle?

—Sí. Pero, ¿qué le ha pasado para que cambie de idea?

—Me he peleado con Antoine. Francamente, he perdido la paciencia con una parroquiana. Era una perfecta... bueno, no puedo decirle lo que era por teléfono. Pero lo malo es que me puse nerviosa y, en vez de tragar saliva como era mi obligación, esta vez le he dicho a ella exactamente lo que pensaba.

—¡Ah! Haber dejado volar la imaginación por tierras de aventuras...

—¿Qué dice usted?

—Digo que dejó volar su mente.

—No fue mi mente, sino mi lengua la que se me soltó. Y disfruté mucho en decirle que sus ojos eran tan saltones como los de su asqueroso pequinés, como si fueran a caérsele. Supongo que tendré que buscarme otro empleo, aunque me gustaría ir con usted a París primero.

—Bien, de acuerdo. Durante el viaje le daré instrucciones.

Poirot y su nueva secretaria no viajaron en avión, por lo que Jane le estuvo secretamente agradecida, ya que la experiencia del último viaje le había desquiciado los nervios y no quería volver a recordar aquel cuerpo encogido y vestido de negro.

En el trayecto en tren de Calais a París tuvieron un compartimiento para ellos solos, y Poirot le dio a Jane alguna idea.

—En París tengo que visitar a mucha gente: al abogado Thibault, a monsieur Fournier, de la Sûreté, un señor melancólico e inteligente. A monsieur Dupont pére y monsieur Dupont hijo. Escuche, mademoiselle, mientras yo hable con el padre, usted se encargará del hijo. Es usted muy hermosa, muy atractiva. Creo que monsieur Dupont la recordará de haberla visto durante la encuesta judicial.

—Volví a verle después —comentó Jane, ruborizándose ligeramente.

—¿De veras? ¿Cómo fue eso?

Jane, más colorada aún, le explicó su encuentro en la Corner House.

—¡Magnífico! Tanto mejor. ¡Caramba! Ha sido una idea excelente traerla conmigo a París. Ahora escúcheme atentamente, mademoiselle Jane. En la medida en que le sea posible no hable del caso de Giselle, pero no rehuya la conversación si Jean Dupont lo trae a colación. Será preferible que dé usted la impresión, sin que con esto quiera yo decir nada, de que lady Horbury es la principal sospechosa del crimen. Puede usted decir que mi vuelta a París se debe a la conveniencia de hablar con Fournier y de indagar sobre las relaciones y negocios que lady Horbury pudo tener con la difunta.