—¡Bravo! ¡Bravo! Razona usted igual que yo.
—Así que me dije: el dardo envenenado sí, pero no la cerbatana. Por lo tanto, para lanzar la flecha se utilizó alguna otra cosa, algo que tanto un hombre como una mujer podía llevarse a los labios de la manera más natural y sin llamar la atención. Y me acordé de lo mucho que insistió usted en tener una lista completa de los objetos que se hallaran en los equipajes y los que llevasen encima los viajeros. Lady Horbury llevaba dos boquillas, y sobre la mesa de los Dupont había una serie de pipas kurdas.
Monsieur Fournier hizo una pausa para mirar a Poirot. Este guardó silencio.
—Estas cosas podían llevarse a los labios sin que nadie se fijase. ¿Tengo o no razón?
Poirot dudó un momento antes de hablar:
—Está usted en la verdadera pista, pero va demasiado lejos. Y no hay que olvidarse de la avispa.
—¿La avispa? —repitió Fournier, haciendo una pausa—. No, no le sigo a usted por ahí. No veo que la avispa tenga nada que ver con esto.
—¿No lo ve? Pues es por ahí que...
Le interrumpió el timbre del teléfono. Cogió el receptor.
—Diga, diga. ¡Ah! Buenos días. Sí, yo mismo, Hércules Poirot —y en un aparte dijo—: Es Thibault. Sí, sí, no faltaba más. Muy bien. ¿Y usted? ¿Monsieur Fournier? De primera. Sí. Ya ha llegado. Aquí está en estos instantes.
Apartando el aparato, le explicó a Fournier:
—Ha ido a verle a usted a la Sûreté y le han dicho que había venido a verme aquí. Será mejor que hable con él. Parece muy excitado.
Fournier cogió el auricular.
—Diga, diga... Sí, Fournier al habla... ¿Qué...? ¿Qué...? ¿Habla usted en serio... ? Sí, ya lo creo... Sí... Sí, estoy seguro que querrá. Vamos al instante.
Dejó el aparato y miró a Poirot.
—Es la hija. La hija de madame Giselle.
—¡Cómo!
—Sí, ha aparecido para reclamar su herencia.
—¿De dónde ha salido?
—De América, creo. Thibault le ha rogado que volviese a las once y media. Y propone que vayamos a verle.
—¡No faltaba más! Vamos enseguida. Dejaré una nota para mademoiselle Grey.
Escribió:
Un acontecimiento inesperado me obliga a salir. Si Jean Dupont viene o llama por teléfono, sea usted amable con él. Háblele de calcetines y de botones, pero aún no de prehistoria. ¡La admira a usted, pero es inteligente!
Au revoir,
HÉRCULES POIROT
—Ahora no perdamos tiempo, amigo mío —comentó levantándose—. Esto es lo que estaba esperando, que entrase en escena un personaje misterioso cuya presencia presentía. Pronto... pronto quedará todo muy claro.
Monsieur Thibault recibió a Poirot y a Fournier con gran afabilidad. Tras un cambio de frases corteses y después de contestar algunas preguntas, el abogado pasó a tratar el asunto referente a la heredera de madame Giselle.
—Ayer recibí una carta suya y esta mañana ha venido ella a visitarme.
—¿Qué edad tiene mademoiselle Morisot?
—Mademoiselle Morisot, o mejor dicho, la señora Richards, pues está casada, tiene exactamente veinticuatro años.
—¿Trae documentos que demuestren su identidad? —preguntó Fournier.
—Sí, ciertamente.
Cogió una carpeta y la abrió.
—Aquí está esto, para empezar.
Era una copia del certificado de matrimonio entre George Leman, soltero, y Marie Morisot, ambos de Quebec, con fecha de 1910. También había un certificado de nacimiento correspondiente a Anne Leman Morisot y otros varios documentos.
—Esto arroja cierta luz sobre el pasado de madame Giselle —señaló Fournier.
Thibault asintió.
—Según lo que he podido deducir, Marie Morisot era niñera o costurera cuando conoció a Leman.
—Imagino que debió ser un buen tunante que la dejaría poco después de casarse con ella, y por eso volvió a usar el nombre de soltera.
—La niña fue admitida en el Institut de Marie en Quebec y allí se educó. Marie Morisot o Leman abandonó luego Quebec, supongo que con un hombre, y se vino a Francia. De vez en cuando enviaba allí algunas sumas de dinero y, finalmente, mandó una cantidad importante para que se la entregasen a su hija cuando cumpliera los veintiún años. Por aquel tiempo, Marie Morisot, o Marie Leman, llevaba una vida irregular, y le pareció preferible cortar toda relación personal.
—¿Cómo supo la muchacha que era heredera de una fortuna?
—Hemos publicado discretos anuncios en varios periódicos y parece ser que uno de ellos llegó a conocimiento de la directora del Institut de Marie, que escribió o telegrafió a la señora Richards, que estaba en Europa, pero a punto de regresar a Estados Unidos.
—¿Quién es Richards?
—Creo que un yanqui de Detroit o un canadiense. Es un fabricante de instrumentos quirúrgicos.
—¿No acompaña a su mujer?
—No, aún está en América.
—¿Podrá la señora Richards arrojar alguna luz sobre los posibles móviles del asesinato de su madre?
—No sabe nada de ella —el abogado rechazó la idea—. Aunque la directora le habló alguna vez de su madre, ignoraba hasta su nombre de soltera.
—Parece —comentó Fournier— que su aparición en escena va a sernos de poca ayuda para resolver el problema del asesinato. Aunque admito que no me había hecho ilusiones al respecto. Mis investigaciones, que van por otro camino, se reducen a tres personas.
—Cuatro —puntualizó Poirot.
—¿Cree usted que son cuatro?
—Yo no digo que sean cuatro, pero teniendo en cuenta la idea que usted me expuso, no puede limitarse a tres personas. Tenemos dos boquillas, las pipas kurdas y una flauta. No olvide usted la flauta, amigo mío.
Fournier lanzó una exclamación, pero en aquel momento se abrió la puerta y un viejo empleado anunció:
—La dama ha vuelto.
—¡Ah! —exclamó Thibault—. Ahora conocerán ustedes a la heredera. Adelante, madame. Permita que le presente a monsieur Fournier de la Sûreté, encargado aquí de las investigaciones encaminadas a esclarecer la muerte de su madre. Monsieur Poirot, a quien quizá conozca usted de nombre y que ha tenido la amabilidad de prestarnos su colaboración. Madame Richards.
La hija de Giselle era una agraciada morena que vestía con elegante sencillez.
Saludó a cada uno de los hombres, alargándoles la mano y pronunciando unas palabras de saludo.
—Me temo, messieurs, que apenas siento los sentimientos de una hija. A todos los efectos, no he sido más que una huérfana.
En respuesta a las preguntas de Fournier, habló con caluroso agradecimiento de la madre Angélique, la directora del Institut de Marie.
—Ella sí fue siempre muy buena conmigo.
—¿Cuándo dejó usted el orfanato, madame?
—A los dieciocho años, monsieur. Entonces empecé a ganarme la vida. Trabajaba como manicura. Estuve también en un establecimiento como modista. En Niza conocí a mi marido, que regresaba a Estados Unidos. Volvió en viaje de negocios a Holanda y nos casamos en Rotterdam hace un mes. Desgraciadamente, tuvo que volver a Canadá. Yo tuve que quedarme, pero ahora voy por fin a reunirme con él.
Anne Richards hablaba un francés correcto y fácil. Se comprendía, al oírla, que era más francesa que inglesa.
—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?
—Lo leí en los periódicos, pero no sabía... es decir, no podía imaginar que la víctima fuese mi madre. Luego recibí en París un telegrama de la madre Angélique, dándome las señas del abogado Thibault y recordándome el nombre de soltera de mi madre.
Fournier meneó la cabeza pensativo.
Siguieron conversando un buen rato, pero se hizo evidente que la señora Richards podría ser de poca utilidad para sus indagaciones. Nada sabía de la vida de su madre ni de lo relativo a sus negocios.