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Después de apuntarse el nombre del hotel en que se alojaba, Poirot y Fournier se despidieron de ella.

—Está usted desencantado, mon vieux —comentó Fournier—. ¿Había usted concebido alguna idea acerca de esa muchacha? ¿Sospechó que podría ser una impostora, o acaso sigue usted sospechando que lo es?

Poirot meneó la cabeza con desaliento.

—No, no creo que sea una impostora. No plantean ninguna duda sus documentos. Pero es raro que me parezca haberla visto en alguna parte, o que me recuerde a alguien.

—¿Se parece a la difunta? —insinuó Fournier en tono de duda—. Seguramente es eso.

—No, no es eso. Me gustaría recordarlo. Estoy seguro de haber visto un rostro parecido al suyo.

Fournier se le quedó mirando lleno de curiosidad.

—Siempre le ha interesado a usted la hija abandonada.

—Claro está —contestó Poirot, enarcando las cejas—. De todas las personas a quienes puede beneficiar la muerte de Giselle, esta chica es la que sale más beneficiada, y de una manera muy concreta: con una enorme fortuna.

—Cierto, pero ¿adonde nos lleva todo esto?

Poirot permaneció en silencio durante unos instantes, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

—Amigo mío, esa muchacha hereda una gran fortuna. No le sorprenda si he pensado desde el principio que podría estar implicada. Tres mujeres viajaban en aquel avión. Una de ellas, Venetia Kerr, es hija de una familia tan conocida como respetable. Pero, ¿y las otras dos? Desde que Elise Grandier nos indujo a creer que el padre de la hija de madame Giselle fue inglés, se me metió en la cabeza que una de las dos mujeres podía ser la hija. Las dos eran aproximadamente de la misma edad. Lady Horbury era una corista de antecedentes bastante oscuros y que actuó en los escenarios bajo un seudónimo. La señorita Jane Grey, como me dijo una vez, se educó en un orfanato.

—¡Ah, ah! —exclamó el francés—. ¿Todo eso es lo que ha estado pensando? Nuestro amigo Japp diría que se pasa usted de listo.

—Lo cierto es que siempre me acusa de complicar las cosas.

—¿Ve usted?

—Pero, de hecho, eso no es cierto. Siempre procedo de la manera más sencilla que pueda imaginarse. Y nunca me niego a aceptar los hechos.

—Pero ¿está usted decepcionado? ¿Esperaba algo más de esa Anne Morisot?

Habían llegado al hotel de Poirot. Un objeto que reposaba sobre el mostrador de la recepción le recordó a Fournier algo que aquel había dicho aquella misma mañana.

—No le he dado las gracias por haberme apartado del error en que estaba. Tenía en cuenta las dos boquillas de lady Horbury y las pipas kurdas de los Dupont, y es algo imperdonable en mí que hubiera olvidado la flauta del doctor Bryant, aunque no sospechaba de él seriamente.

—¿No sospechaba usted?

—No. Nunca pensé que fuera el tipo de hombre capaz...

Se interrumpió. El hombre que estaba hablando con el conserje se volvió con el estuche de la flauta en la mano y, viendo a Poirot, se le alumbró el rostro en una sonrisa de reconocimiento.

Poirot se adelantó, mientras Fournier se retiraba discretamente a un lado para que el doctor Bryant no le viera.

—Doctor Bryant —saludó Poirot con una inclinación.

Se estrecharon la mano. Una dama que había estado junto a Bryant se alejó en dirección al ascensor. Poirot se limitó a echarle una breve mirada.

—Bien, monsieur le docteur, ¿se han resignado sus pacientes a quedarse sin sus cuidados por unos días?

El doctor Bryant sonrió con aquella atractiva sonrisa que el otro recordaba tan bien.

—Ya no tengo pacientes. —aclaró y acercándose a una mesita vecina, le ofreció—: ¿Un vaso de jerez, monsieur Poirot, o algún otro apéritif?

—Gracias.

Se sentaron y el doctor encargó las bebidas. Luego confirmó lentamente:

—No, ya no tengo enfermos. Me he retirado.

—¿Una decisión repentina?

Calló mientras les servían. Luego, levantando la copa, explicó:

—Una decisión necesaria. Abandono la carrera por mi propia voluntad, antes de que me echen del Colegio de Médicos. Todos llegamos a un punto decisivo de nuestra vida, monsieur Poirot, en que debemos tomar una decisión, al llegar a una encrucijada. Mi carrera me interesa enormemente y siento una pena, una gran pena al abandonarla. Pero me reclaman otras cosas. Se trata, monsieur Poirot, de la felicidad de un ser humano.

Poirot esperó en silencio que continuase.

—Es por una dama, una paciente mía, la quiero con toda mi alma. Tiene un marido que la hace desgraciada, que toma drogas. Si fuera usted médico sabría lo que esto significa. Como ella no tiene dinero, no puede abandonarle. He estado dudando mucho tiempo, pero por fin he tomado una determinación. Me la llevo a Kenia, donde empezaremos una vida nueva. Espero que al fin consiga un poco de felicidad. Ha sufrido tanto.

Se interrumpió de nuevo, para continuar apresuradamente:

—Le cuento esto, monsieur Poirot, porque pronto será del dominio público y, cuanto antes lo sepa usted, mejor.

—Comprendo —confirmó Poirot. Y, tras una breve pausa, añadió—: Veo que se lleva usted la flauta.

El señor Bryant sonrió.

—La flauta, monsieur Poirot, es mi mejor compañera. Cuando falla todo lo demás, siempre queda la música.

Pasó sus manos cariñosamente por el estuche. Luego, haciendo una inclinación, se levantó.

Poirot le imitó.

—Mis más sinceros deseos de felicidad, monsieur le docteur, en compañía de madame —se despidió Poirot.

Cuando Fournier se acercó a su amigo, Poirot se encontraba en el mostrador pidiendo una conferencia telefónica con Quebec.

Capítulo XXIV

Una uña rota

—Y ahora, ¿qué? —exclamó Fournier—. ¿Acaso está intrigado con la herencia? Es una verdadera idea fija en usted.

—De ningún modo. Pero en todo tiene que haber orden y método. Hay que acabar una cosa antes de empezar otra.

Se volvió para mirar a su alrededor.

—Aquí está mademoiselle Jane. ¿Y si empezasen ustedes le déjeuner? Enseguida me reuniré con ustedes.

Fournier accedió y entró con Jane en el comedor.

—¿Y qué? —preguntó Jane con curiosidad—. ¿Cómo es ella?

—Es de estatura algo más que regular, morena, de tez mate, barbilla saliente.

—Habla usted como un pasaporte. Las señas personales de mi pasaporte parecen un insulto. Se componen todas de tamaños medios y regulares. Nariz: media; boca: regular... ¡Vaya un modo de describir una nariz! Frente: regular; barbilla: regular...

—Pero los ojos no son regulares —observó Fournier.

—Son grises, que no es por cierto un color muy atractivo.

—¿Y quién le ha dicho que no es un color muy atractivo? —protestó Fournier, inclinándose sobre la mesa.

Jane se rió.

—Domina usted el inglés. Dígame algo más de Anne Morisot. ¿Es bonita?

Assez bien —confirmó Fournier con cautela—. Y además, ¡no es Anne Morisot, es Anne Richards! Está casada.

—¿Han visto también al marido?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque está en Canadá o en Estados Unidos.

Le explicó algunas circunstancias de la vida de Anne. Cuando ya estaba agotado el tema, se les unió Poirot, que parecía un poco desalentado.

—¿Qué hay, mon cher? —le preguntó Fournier.

—He hablado con la directora, con la madre Angélique. Es algo maravilloso el teléfono transatlántico. ¡Eso de poder hablar con alguien que está casi al otro lado del mundo!

—También es admirable el facsímil telegráfico. La ciencia es lo más maravilloso del mundo. Pero ¿qué iba usted a decir?

—Hablé con la madre Angélique. Me confirmó exactamente lo que la señora Richards nos ha dicho de las circunstancias de su educación en el Institut de Marie. Me habló francamente de la madre, que se fue de Quebec con un francés comerciante en vinos. Se sintió muy aliviada al saber que la chica no caería bajo la influencia de su madre. En su opinión, Giselle iba por mal camino. Enviaba regularmente el dinero, pero nunca manifestó deseos de ver a su hija.