—En fin, que la conversación no ha sido más que una repetición de lo que hemos oído esta mañana.
—Prácticamente igual, pero con más pormenores. Anne Morisot dejó el Institut de Marie hace seis años para trabajar de manicura, después de lo cual se colocó como doncella de compañía y, en calidad de tal, salió de Quebec hacia Europa. No escribía con frecuencia, pero la madre Angélique tenía noticias de ella un par de veces al año. Cuando leyó en los periódicos la noticia sobre la encuesta judicial, sospechó que aquella Marie Morisot era con toda probabilidad la Marie Morisot que había vivido en Quebec.
—Y el marido ¿qué? —preguntó Fournier—. Ahora que sabemos que Giselle se casó, el marido podría ser un gran elemento.
—Ya he pensado en eso. Ha sido una de las razones de mi llamada. George Leman, el marido de Giselle, murió en los primeros días de la guerra.
Hizo una pausa y, de pronto, preguntó:
—¿Qué acabo de decir? No, mi última observación, la de antes. Me parece que, sin darme cuenta, he dicho algo de importancia.
Fournier repitió lo mejor que supo cuanto había dicho Poirot, pero el belga meneó la cabeza con disgusto.
—No, eso no. Bueno, no importa.
Volviéndose hacia Jane, entabló una animada conversación con ella.
Terminado el almuerzo, Poirot propuso tomar el café en el salón.
Jane se mostró de acuerdo enseguida y alargó la mano para coger sus guantes y su bolso. Pero, al hacerlo, dio un ligero respingo.
—¿Qué sucede, mademoiselle?
—¡Oh! Nada —rió Jane—. Que se me ha roto una uña. Tengo que limármela.
Poirot volvió a sentarse pausadamente, exclamando por lo bajo:
—Nom d'un nom d'un nom!
Sus compañeros lo miraron con sorpresa.
—Monsieur Poirot —exclamó Jane—. ¿Qué sucede?
—Es que de pronto he recordado por qué me resultaba familiar Anne Morisot —señaló Poirot—. ¡Como que la había visto antes... en el avión... el día del asesinato! Lady Horbury mandó a buscarla para pedirle una lima para las uñas. Anne Morisot era la doncella de lady Horbury.
Capítulo XXV
«Tengo miedo»
Tan inesperada revelación produjo una honda impresión en los tres comensales. Abría una nueva perspectiva para el caso.
Lejos de ser una persona ajena por completo a la tragedia, Anne Morisot estuvo presente en la escena del crimen. Los tres tardaron unos instantes en reponerse del efecto que aquello les causó.
Poirot agitaba frenéticamente las manos, con los ojos cerrados, como para ahuyentar una visión horrible.
—Un momento, un momento —rogó—. Necesito reflexionar, necesito ver cómo afecta esto a las ideas que tenía. Tengo que repasarlo. Debo recordar. ¡Maldito mil veces mi desgraciado estómago! ¡Solo me preocupaban las sensaciones internas!
—¿De modo que ella estaba en el avión? —preguntó Fournier —. Por fin, por fin empiezo a comprender.
—Recuerdo —señaló Jane— a una muchacha alta y morena. —Y cerró los ojos en un esfuerzo para refrescar su memoria—. Madeleine, la llamó lady Horbury.
—Eso es, Madeleine —confirmó Poirot—. Lady Horbury la mandó al fondo del avión a buscar un maletín, un neceser rojo.
—¿Quiere usted decir que esa muchacha pasó por detrás del asiento de su madre? —preguntó Fournier con vivo interés.
—Así fue.
—Ya tenemos el móvil y la ocasión —afirmó el inspector con un gran suspiro—. Sí, lo tenemos todo.
Luego, con una vehemencia que contrastaba con su carácter comedido y melancólico, descargó un puñetazo sobre la mesa, y exclamó:
—Parbleu! ¿Por qué nadie mencionó eso antes? ¿Por qué no se la incluyó entre los sospechosos?
—Ya se lo he dicho, amigo mío, ya se lo he dicho. Mi desgraciado estómago es el culpable.
—Sí, sí, eso se comprende, pero es que hay otros estómagos sanos: los camareros, los demás pasajeros...
—Tal vez se debiera —observó Jane— a que eso sucedió al principio, cuando apenas habíamos salido de Le Bourget, y Giselle se hallaba viva casi una hora después. Todo hace suponer que la mataron mucho después.
—Es curioso —comentó Fournier pensativo—. ¿No puede haber un efecto retardado del veneno? A veces esas cosas pasan.
Poirot dejó caer la cabeza entre sus manos.
—Tengo que pensar, debo pensar —gruñó—. ¿Es posible que todo lo que he imaginado hasta ahora sea un completo error?
—Mon vieux —le compadeció Fournier—, esas cosas suelen suceder. Me han pasado a mí. También es posible que le pasen a usted. A veces no hay más remedio que tragarse el propio orgullo y rectificar las ideas.
—Es cierto —aceptó Poirot—. Tal vez le haya dado demasiada importancia a algo que no la tenía. Esperaba hallar cierta pista y, al hallarla, lo articulé todo alrededor de ella. Pero si he estado equivocado desde el principio, si aquello estaba donde estaba solo por mero accidente, en ese caso, sí, tendré que admitir que estaba enteramente equivocado.
—No podemos cerrar los ojos al nuevo giro que toman ahora las cosas —observó Fournier—.Tenemos el móvil y la ocasión. ¿Qué más quiere?
—Nada. Debe de ser como usted dice. La acción retardada del veneno es sin duda algo tan extraordinario que, en la práctica, podríamos calificarla de imposible. Pero en cuestión de venenos, hasta lo imposible puede suceder. Hay que tener en cuenta la idiosincrasia de cada uno.
Su voz se apagó.
—Tenemos que trazar un plan de acción —propuso Fournier—. Por ahora, creo que sería imprudente despertar las sospechas de Anne Morisot. Ignora por completo que usted la ha reconocido. Hemos aceptado su buena fe. Sabemos en qué hotel se hospeda y podemos ponernos en contacto con ella por mediación de Thibault. Las formalidades legales pueden diferirse. Tenemos dos puntos bien establecidos: ocasión y móvil. Aún hay que probar que Anne Morisot dispusiese de veneno de serpiente. Está además la cuestión del norteamericano que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot. Podría muy bien ser el marido, Richards. Solo sabemos que está en Canadá porque ella así lo afirma.
—Como usted dice, el marido, sí, el marido. ¡Ah! ¡Espere, espere!
Poirot se oprimió las sienes con las manos.
—Todo está mal. No empleo adecuadamente mis células grises —murmuró—. No hago más que dar saltos hacia conclusiones. Acabo por creer, quizá, en lo que me gustaría creer. Y me vuelvo a equivocar. Si mi idea original era buena, no debo dejarme influir.
Se interrumpió.
—¿Cómo dice? —preguntó Jane.
Poirot no respondió durante unos instantes. Luego, apartó las manos de sus sienes, se irguió en su asiento y cambió de lugar dos tenedores y un salero que molestaban su sentido de la simetría.
—Razonemos —dijo por fin—: Anne Morisot es culpable del crimen o es inocente. Si es inocente, ¿por qué ha mentido? ¿Por qué ha ocultado el hecho de que era la doncella de lady Horbury?
—Sí, ¿por qué? —preguntó Fournier.
—De modo que diremos que Anne Morisot es culpable porque ha mentido. Pero espere. Supongamos que mi primera suposición fuese correcta. ¿Cuadraría eso con la culpabilidad de Anne Morisot, con el hecho de que mintiera? Sí, podría cuadrar, si damos por sentada una premisa. Pero en este caso y si la premisa es correcta, Anne Morisot no debería haberse hallado en el avión bajo ningún concepto.