—Sí, la policía cree que se trata de un suicidio.
—¿Y usted?
Poirot extendió los brazos en actitud muy expresiva.
—¿Qué otra cosa se puede creer?
—¿Por qué se suicidaría? ¿Por remordimiento o por miedo a ser detenida?
Poirot meneó la cabeza pensativo:
—¡Qué cosas más horribles tiene la vida! Se necesita mucho valor.
—¿Para matarse? Sí, supongo que sí.
—Y para vivir —remachó Poirot—, también para vivir se necesita valor.
Capítulo XXVI
Charla de sobremesa
Al día siguiente, Poirot dejó París. Jane se quedó allí con una lista de encargos que cumplir, la mayor parte de los cuales no tenían para ella el menor sentido, aunque procuró hacerlos lo mejor que pudo. Vio a Jean Dupont dos veces. Él le habló de la expedición en que ella debía tomar parte y Jane no osó desengañarle sin hablar antes con Poirot, de modo que siguió la charla lo mejor que supo, hasta poder cambiar de tema. Cinco días después, un telegrama la reclamó a Inglaterra.
Norman fue a esperarla a la estación Victoria y hablaron de los recientes sucesos.
Se había dado escasa importancia al suicidio. En los periódicos apareció una breve noticia dando cuenta del suicidio de una tal señora Richards, canadiense, en el expreso París-Boulogne. Y nada más. No se había mencionado ninguna relación con el asesinato en el avión.
Tanto Norman como Jane tenían el ánimo predispuesto al optimismo. Confiaban ciegamente en que todas sus inquietudes habrían terminado muy pronto. Aunque Norman no era tan entusiasta como Jane.
—Si sospechan que ella mató a su madre, ahora, tras el suicidio, probablemente no se molestarán en proseguir con el caso, y si no se cierra oficialmente, no sé qué va a ser de unos pobres diablos como nosotros. Para la opinión pública, seguiremos envueltos en sospechas como hasta ahora.
Y eso mismo le dijo a Poirot cuando lo encontró en Piccadilly unos días después.
Poirot sonrió.
—Es usted como todos. Me toman por un viejo chocho, incapaz de realizar nada de provecho. Oiga: ¿Por qué no viene a cenar esta noche conmigo? Vendrá Japp y también nuestro amigo el señor Clancy. Voy a hablar de cosas que pueden interesarle.
La cena transcurrió agradablemente. Japp estaba de buen humor y adoptó un aire protector. Norman se mostraba interesado. El señor Clancy estaba tan excitado como cuando identificó el dardo fatal.
Nadie hubiera dicho que Poirot trataba abiertamente de impresionar al escritor.
Después de la cena, tomado el café, Poirot se aclaró la garganta con cierto embarazo, aunque tampoco restase importancia al momento.
—Amigos míos —empezó diciendo—, el señor Clancy me ha expresado su interés por conocer lo que él llamaría mis métodos, Watson. C'est ça, n'est-ce-pas? Propongo, si no tiene que resultarles pesado... —hizo una pausa significativa, pero Norman y Japp se apresuraron a decir que no, que sería muy interesante—, darles un resumen de los métodos que he seguido en mis investigaciones en este caso.
Guardó silencio para consultar sus notas. Japp murmuró al oído de Norman:
—Se traga sus propias fantasías, ¿verdad? Pues no es vanidoso ni nada, este hombrecillo.
Poirot le dirigió una mirada de reproche al tiempo que se aclaraba la garganta:
—¡Ejem!
Tres rostros se volvieron cortésmente hacia él.
—Empezaré por el principio, amigos míos. Me situaré en el avión Prometheus el día del fatídico viaje París-Croydon. Les expondré las impresiones que recibí aquel día y las ideas que me sugirieron, pasando luego a explicarles si se confirmaron o no en virtud de futuras observaciones.
»Poco antes de llegar a Croydon, el camarero se acercó al doctor Bryant, y este le siguió para examinar el cadáver. Yo les acompañé, presintiendo que tal vez aquello pudiera interesarme personalmente. Quizá tenga yo un punto de vista excesivamente profesional, cuando se trata de asesinatos. Esos casos los divido en dos clases: los que me interesan y los que no. Y aunque estos últimos son infinitamente más numerosos, siempre que me hallo ante la víctima de un crimen me siento como un perro olfateando el aire.
»El doctor Bryant confirmó el temor del camarero respecto a la defunción de la viajera. Claro que, respecto a la causa de la muerte, no podía emitir su juicio sin examinar atentamente el cadáver. Y entonces fue cuando monsieur Jean Dupont sugirió que la muerte pudo producirse por un shock causado por la picadura de una avispa y, en apoyo de su hipótesis, nos mostró el insecto que acababa de matar.
»Era una conjetura que, por no carecer de fundamento, parecía muy aceptable. Podía verse la señal en el cuello de la difunta, señal muy semejante a la que deja el aguijón de una avispa y, además, estaba el hecho innegable de la presencia del insecto en el avión.
»Pero yo tuve la fortuna de descubrir en el suelo lo que a primera vista hubiera podido tomarse por otra avispa muerta, pero que en realidad era un dardo con un copito de seda amarilla y negra.
»Fue entonces cuando se acercó el señor Clancy y afirmó que aquello era un dardo como los que algunas tribus lanzan con cerbatana. Luego, como ustedes ya saben, se descubrió este artilugio.
»Cuando llegamos a Croydon, las ideas bullían en mi cerebro. Una vez que me vi en tierra, mi cerebro empezó a funcionar con su acostumbrada claridad.
—Siga, monsieur Poirot —sonrió Japp—. Prescinda de cualquier falsa modestia.
Poirot reanudó su discurso tras dirigirle una mirada.
—Una idea predominaba en mi cabeza (como a todos los demás), y era la audacia de un crimen cometido de aquel modo, y el hecho sorprendente de que nadie lo hubiera advertido.
»Otros dos puntos me interesaban además. Uno era la oportuna presencia de la avispa. El otro, el hallazgo de la cerbatana. Como tuve ocasión de hacer observar a mi amigo Japp, ¿por qué diablos no se desprendió de ella el asesino arrojándola por el hueco de la ventilación? El dardo por sí solo hubiera sido difícil de identificar, pero una cerbatana, que además conservaba aún vestigios de su etiqueta, ya era otra cosa.
»¿Cuál era la explicación? Obviamente que el asesino deseaba que se encontrase la cerbatana.
»Pero ¿por qué? Solo hay una respuesta lógica. Si se encontraba un dardo envenenado y una cerbatana, se supondría que el asesinato había sido cometido con un dardo disparado con ese chisme. Por consiguiente, el crimen no se había cometido de aquel modo.
»Por otra parte, como había de demostrar el análisis, la muerte la causó el veneno del dardo. Esto abrió mis ojos y me dio que pensar. ¿Cuál era la manera más segura de clavar un dardo en la yugular? Y la respuesta no ofrece dudas: con la mano.
»Inmediatamente se vio la necesidad de que se encontrara la cerbatana. Ésta sugería inevitablemente la idea de distancia. Si mis deducciones no eran erróneas, la persona que mató a Giselle se le acercó muy decidida y se inclinó sobre ella para matarla.
»¿Alguien pudo hacer algo así? Sí, dos personas. Los dos camareros pudieron acercarse a madame Giselle e inclinarse sobre ella sin que nadie notara nada anormal.
»¿Pudo hacer eso alguien más?
»Les diré que pudo hacerlo el señor Clancy. Era el único viajero que había pasado por detrás del asiento de madame Giselle, y recuerdo que fue el primero en llamar la atención sobre lo de la cerbatana y el dardo envenenado.
El señor Clancy se levantó de un brinco.
—¡Protesto! —exclamó—. ¡Protesto! ¡Esto es una infamia!
—Siéntese —le ordenó Poirot—. Aún no he terminado. Quiero exponerles paso a paso cómo llegué a mis conclusiones.
»Yo tenía ya tres presuntos autores del crimen: Mitchell, Davis y el señor Clancy. Ninguno de los tres me parecía un asesino, pero quedaba mucho camino por delante.