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»Recapacité luego sobre las posibilidades que ofrecía la avispa. ¡Qué interesante era esa avispa! En primer lugar, nadie se había fijado en ella hasta que se sirvió el café. Esta circunstancia era ya muy curiosa. En mi opinión, el asesino se propuso dar al mundo dos soluciones distintas de la tragedia. Según la primera y más sencilla, madame Giselle sufrió una picadura de avispa y sucumbió a un infarto. El éxito de esta solución dependía de que el asesino pudiera recoger el dardo. Japp convino conmigo en que esto podía hacerse fácilmente, en tanto nadie sospechara que sucedía algo irregular. Además, yo no tenía la menor duda de que habían cambiado el color original de la seda para simular la apariencia de una avispa.

»El asesino, pues, se acercó a su víctima, le clavó el dardo ¡y dejó en libertad la avispa! El veneno es tan activo que produce la muerte al instante. Si Giselle gritara, con el ruido del motor nadie la oiría. Pero, para el caso de que alguien la oyese, ya estaba zumbando la avispa por el avión para justificar el grito. El insecto, se diría, había picado a la pobre mujer.

»Ese era, como digo, el plan número uno. Pero suponiendo, como realmente ocurrió, que se descubriera el dardo envenenado antes de que el criminal pudiera recogerlo, la situación del asesino sería muy comprometida. La muerte natural sería inaceptable. En vez de arrojar la cerbatana por el hueco de la ventilación, habría que esconderla donde se la pudiera encontrar cuando se registrase el avión y, enseguida, surgiría la idea de que aquella era el arma del crimen. La atmósfera adecuada para un disparo a distancia estaba creada y, cuando se encontrara la cerbatana, se encaminarían las sospechas en una determinada dirección.

»Ya tengo, pues, mi teoría del crimen, y mis sospechas contra tres personas, que pueden extenderse a una cuarta:

»Monsieur Jean Dupont, que atribuyó la muerte a una picadura de avispa, era quien se sentaba más cerca de Giselle y podía levantarse sin que nadie se fijase. Pero, por otra parte, no me atrevía a admitir que se hubiera arriesgado tanto. Concentré mis pensamientos en el problema de la avispa. Si el asesino llevaba encima una avispa para soltarla en el momento psicológico, debió traerla encerrada en una cajita o algo por el estilo.

»De aquí mi interés por saber lo que llevaban los pasajeros en sus bolsillos y en su equipaje.

»Y he aquí que llegué a un resultado totalmente inesperado. Encontré lo que buscaba, pero no en la persona que esperaba. En el bolsillo del señor Norman Gale había una cajita de cerillas vacía. Pero, según todos declaraban, el señor Gale no se había acercado a la cola del avión. Solo fue al servicio y volvió luego a su sitio.

»Y, a pesar de todo, aunque parezca imposible, había una manera por la que el señor Gale hubiera podido cometer el crimen, como mostraba el contenido de su maletín.

—¿Mi maletín? —preguntó Norman Gale entre alegre y sorprendido—. Ni yo mismo recuerdo las cosas que llevaba.

Poirot le dirigió una amable sonrisa.

—Espere un poco. Ya hablaremos de eso. Ahora estoy exponiendo mis primeras impresiones. Como iba diciendo, cuatro eran las personas que podían haber cometido el crimen desde el punto de vista de las posibilidades: los dos camareros, Clancy y Gale. Luego estudié el caso desde otro ángulo: el del motivo. Si el motivo coincidía con la posibilidad, tendría al asesino. ¡Pero, ay, no llegué a un resultado satisfactorio! Mi amigo Japp me acusó de complicar las cosas, pero les confieso que en la investigación del motivo procedí de la manera más sencilla del mundo. ¿A quién aprovecharía la desaparición de madame Giselle? Desde luego a su hija, ya que ella heredaría una fortuna. Había otras personas que estaban en poder de madame Giselle, o así lo parecía, por lo que sabíamos. Fue un trabajo de eliminación. Solo uno de los pasajeros del avión se hallaba complicado en los negocios de Giselle, y ese pasajero era lady Horbury.

»Lady Horbury tenía evidentes motivos para desear la muerte de Giselle. La noche anterior la había visitado en París. Se hallaba en una situación apurada y tenía un amigo, un joven actor, que podía muy bien ser el norteamericano que compró una cerbatana y sobornó al empleado de la compañía aérea para obligar a Giselle a tomar el vuelo de las doce.

»El problema se desdoblaba en dos. No veía yo la posibilidad de que lady Horbury hubiese cometido el crimen, ni el motivo que pudieran tener los camareros, ni el señor Clancy y el señor Gale para cometerlo.

»Pero siempre, en el fondo de mi mente, bullía el problema que me ofrecía la hija y heredera, aún desconocida, de Giselle. ¿Estaba casado alguno de mis cuatro sospechosos y, en ese caso, podía ser su esposa Anne Morisot? Si su padre era inglés, ella debió criarse en Inglaterra. Pronto descarté a la mujer de Mitchell, que era un tipo clásico de Dorset. Davis tenía relaciones con una muchacha cuyos padres viven. El señor Clancy era soltero. El señor Gale estaba evidentemente enamorado de la señorita Jane Grey.

»Debo decir que examiné cuidadosamente los antecedentes de la señorita Grey, sabiendo por ella, por lo que dijo en el transcurso de unas charlas, que se crió en un orfanato cerca de Dublín. Pero pronto me convencí de que la señorita Grey no era la hija de Giselle.

»Confeccioné un cuadro con los resultados obtenidos. Los camareros ni ganaban ni perdían con la muerte de madame Giselle, dejando aparte el evidente shock que sufrió Mitchell. El señor Clancy planeaba una novela inspirada en ese asunto, y esperaba ganar algún dinero con ella. El señor Gale perdía la clientela. Poco adelantaba con esto en mis investigaciones.

»Y, no obstante, estaba convencido de que el señor Gale era el asesino, por la caja de cerillas vacía y por el contenido de su maletín. Aparentemente, en vez de ganar algo con la muerte de Giselle, había salido perdiendo, pero las apariencias pueden engañar.

»Decidí cultivar su amistad. Sé por experiencia que cualquiera que hable mucho tiende a delatarse antes o después. Todos acaban por hablar de sí mismos.

»Procuré ganarme la confianza del señor Gale. Fingí fiarme de él y hasta solicité su ayuda para hacer un falso chantaje a lady Horbury. Y entonces fue cuando cometió su primera equivocación.

»Le propuse que se caracterizase un poco y se dispuso a representar su papel como un ridículo mamarracho. Aquello fue una farsa. Nadie, estoy seguro, hubiera representado el papel tan mal como él se proponía hacerlo. ¿Qué razón tenía para aquello? Pues que, sabiéndose culpable, temía manifestarse como un buen actor. Pero cuando yo enmendé su exagerado disfraz, quedó de manifiesto su habilidad artística. Representó su papel a las mil maravillas y lady Horbury no le reconoció. Entonces me convencí de que podía haberse presentado en París como un norteamericano y de que en el Prometheus podía haber representado también su papel.

»Y empezó a preocuparme seriamente mademoiselle Grey. O estaba complicada en el asunto o era inocente y, en este caso, se convertiría en víctima, ya que un buen día podía despertar como esposa de un asesino. Para impedir un matrimonio lamentable, me llevé a mademoiselle conmigo a París en calidad de secretaria.

»Y, mientras estábamos allí, se presentó la desconocida heredera a reclamar la fortuna. Me intrigó en ella una semejanza que no podía concretar. Hasta que al fin la identifiqué, aunque demasiado tarde.

»El hecho de que se encontrara en el avión y de que hubiera mentido al respecto, desbarataba todas mis teorías. Ella era, sin ningún género de dudas, la culpable que buscábamos.

»Pero si era culpable, tenía un cómplice en el hombre que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot.

»¿Quién era ese hombre? ¿Su marido?

»Y, de pronto, se me ofreció la verdadera solución, es decir, la verdadera si se podía comprobar un punto.

»Para que mis deducciones fuesen correctas, Anne Morisot no debía haber volado en aquel avión. Telefoneé a lady Horbury y me contestó satisfactoriamente. Su doncella, Madeleine, viajó en el avión por un capricho de última hora de su señora.