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—¿Cree que puede haber sido utilizado en este caso?

—Es un veneno muy fuerte y de efectos rápidos.

—Pero no es fácil de obtener, ¿verdad?

—No es fácil para un profano.

—Entonces, tendremos que registrarle a usted con sumo cuidado —advirtió Japp, que se complacía siempre con sus salidas—. ¡Rogers!

Médico y agente salieron juntos.

Japp echó hacia atrás la silla para mirar inquisitivamente a Poirot.

—¡Extraño caso! Demasiado sensacional para ser real. Quiero decir que eso de las cerbatanas y las flechas envenenadas en un avión es un insulto a la inteligencia.

—Amigo mío, esa es una observación muy profunda —comentó Poirot.

—Un par de hombres están registrando ahora el avión. He conseguido un fotógrafo y un perito en huellas dactilares. Creo que ahora tendríamos que interrogar a los camareros.

Dirigiéndose a la puerta, dio una orden. Los dos camareros entraron. El más joven había recobrado la normalidad y solo se mostraba algo excitado. El otro todavía se veía pálido y tembloroso.

—Hola, muchachos —los saludó Japp—. Siéntense. ¿Tienen los pasaportes? Bien.

Los examinó rápidamente.

—¡Ah! Aquí lo tenemos. Marie Morisot. Pasaporte francés. ¿Saben algo de ella?

—La había visto antes. Cruzaba el Canal con frecuencia —explicó Mitchell.

—¡Ah! Seguramente por negocios. ¿No sabe usted a qué se dedicaba?

Mitchell meneó la cabeza.

—Yo también la recuerdo —comentó el camarero más joven—. Solía verla en el vuelo que sale a las ocho de París.

—¿Quién de ustedes la vio por última vez viva?

—Él —apuntó el joven, indicando a su compañero.

—Es cierto —admitió Mitchell—. Cuando le serví el café.

—¿Qué aspecto tenía?

—No me fijé. Le tendí el azúcar y le ofrecí leche, pero la rehusó.

—¿Qué hora era?

—No lo sé exactamente. Volábamos entonces sobre el Canal. Sería poco más o menos sobre las dos.

—Más o menos —confirmó Albert Davis, el otro camarero.

—¿Cuándo la volvió a ver?

—Cuando recogí las cuentas.

—¿A qué hora?

—Un cuarto de hora más tarde. Imaginé que dormía. ¡Caramba! ¡Ya debía de estar muerta!

En la voz del camarero vibró el horror.

—¿No vio usted esto? —preguntó Japp, indicando el dardo que podía confundirse con una avispa.

—No, señor, no me fijé.

—¿Qué me dice usted, Davis?

—La última vez que la vi fue cuando serví las galletas para el queso. Estaba muy bien entonces.

—¿Qué sistema siguen para servir las comidas? —preguntó Poirot—. ¿Se cuida cada uno de ustedes de un compartimiento?

—No, señor, lo hacemos los dos juntos. La sopa, luego la carne, la verdura y las ensaladas, después los postres; por este orden. Generalmente servimos primero al compartimiento posterior y luego pasamos con nuevas fuentes al compartimiento delantero.

Poirot asintió.

—En el avión, ¿habló la señora Morisot con alguien, o dio muestras de reconocer a alguien? —preguntó Japp.

—No me fijé, señor.

—¿Y usted, Davis?

—Tampoco, señor.

—¿Dejó ella su asiento durante el viaje?

—No lo creo, señor.

—¿Ninguno de ustedes puede añadir algo que arroje alguna luz sobre este caso?

Los dos hombres, tras meditar unos instantes, lo negaron con sendos movimientos de la cabeza.

—Bien, ya basta por ahora. Luego volveremos a vernos.

Henry Mitchell comentó lacónico:

—Es un caso muy molesto, señor. No me gusta nada, teniendo en cuenta que yo era el responsable.

—Bien, no creo que pueda considerarse culpable en modo alguno —reconoció Japp—, pero admito que es un suceso enojoso.

E hizo un ademán de despedida. Poirot se adelantó.

—Permítame una pregunta.

—Hable usted, monsieur Poirot.

—¿Vieron ustedes volar una avispa por el avión?

Los dos menearon la cabeza.

—Que yo sepa, no había ninguna avispa —señaló Mitchell.

—Había una avispa —aseguró Poirot—. La vimos muerta en uno de los platos de los viajeros.

—Pues yo no la vi, señor —rechazó Mitchell.

—Yo tampoco —corroboró Davis.

—No importa.

Los camareros salieron de la habitación y Japp examinó los pasaportes.

—Veo que viajaba también una condesa. Debe de ser esa señora que se ha mostrado tan impaciente. Será mejor que la entrevistemos la primera, antes de que se salga de sus casillas y presente una interpelación a la Cámara de los Lores por los brutales métodos que usa la policía.

—Supongo que querrá usted registrar cuidadosamente las maletas y el equipaje de mano de los pasajeros del compartimiento posterior del avión.

Japp pestañeó alegremente.

—Pues claro, ¿qué imaginaba, monsieur Poirot? ¡Tenemos que encontrar esa cerbatana, si realmente existe y no estamos soñando! A mí todo esto me parece una pesadilla. ¿No se habrá vuelto loco ese tipo escritor y se le ha ocurrido realizar uno de sus crímenes personalmente, en vez de ponerlo en el papel? Eso del dardo envenenado parece cosa suya.

Poirot meneó la cabeza dubitativamente.

—Sí —continuó Japp—, todo el mundo tendrá que ser registrado, aunque se enfaden. Hemos de revisar todos los maletines y bolsos de mano, desde luego.

—Habría que hacer una relación minuciosa —propuso Poirot—, una relación de los objetos que se hallen en poder de cada uno de los viajeros.

Japp le dirigió una mirada de curiosidad.

—Podemos hacer eso, ya que usted lo sugiere, monsieur Poirot, pero no acabo de ver adonde quiere ir a parar. Ya sabemos lo que buscamos.

—Usted tal vez lo sepa, mon ami, pero yo no estoy tan seguro. Busco algo, pero no sé exactamente el qué.

—¡Otra vez con las mismas, monsieur Poirot! Siempre le ha gustado complicar un poco las cosas, ¿no? Vamos a ver qué dice su señoría antes de que quiera sacarme los ojos.

Pero lady Horbury dio muestras de una calma inesperada. Aceptó una silla y contestó las preguntas de Japp sin la menor vacilación. Se presentó como la esposa del conde de Horbury y dio sus señas en Horbury Chase, Sussex, y en el 315 de Grosvenor Square, Londres. Volvía a Londres desde Le Pinet y París. La difunta le era totalmente desconocida. Durante el viaje no había visto nada notable. En todo caso, iba sentada mirando en dirección opuesta, hacia la parte delantera del aparato, de modo que no podía haber visto nada de lo que ocurría detrás. No había abandonado su asiento en todo el viaje. No recordaba haber visto entrar a nadie en el compartimiento más que a los camareros. No hubiese podido asegurarlo, pero creía recordar que dos caballeros habían utilizado los servicios, aunque no estaba segura. No observó que nadie llevase nada parecido a una cerbatana.

—No —respondiendo a la pregunta de Poirot—, no vi ninguna avispa en el avión.

La declaración de la señorita Kerr fue muy semejante a la de su amiga. Se llamaba Venetia Anne Kerr y vivía en Little Paddocks, Horbury, Sussex. Regresaba del sur de Francia. No recordaba haber visto nunca a la víctima ni había notado nada durante el viaje. Sí, había visto que algunos pasajeros del compartimiento posterior ahuyentaban a una avispa. Creía recordar que uno de ellos la había matado. Esto fue poco después de que hubieran servido el almuerzo.

La señorita Kerr salió.

—Parece que le interesa a usted mucho esa avispa, monsieur Poirot.

—No es tan interesante como sugerente, ¿verdad?

—Si quiere usted saber mi opinión —Japp cambió de tema—, ¡esos dos franceses son los que están complicados en esto! Eran los más próximos a la señora Morisot, justo al otro lado del pasillo. Parecen unos descamisados. Y sus gastadas maletas llevan enganchadas muchísimas etiquetas extranjeras. No me sorprendería que hubiesen estado en Borneo o en América del Sur. No tenemos idea del motivo, claro está, pero nos lo averiguarán en París. Tendremos que pedir la colaboración de la Sûreté. Este asunto es más suyo que nuestro. Pero si quiere saber usted mi opinión, esos dos pájaros son nuestros nombres.