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Los ojos de Poirot brillaron ligeramente.

—Eso que usted dice es posible, pero se equivoca en un punto, amigo mío. Esos dos señores no son rufianes ni asesinos, como usted quiere dar a entender. Son, por el contrario, dos arqueólogos muy distinguidos y doctos precisamente.

—¿Me está tomando el pelo?

—En absoluto. Conozco su reputación. Son los Dupont, padre e hijo, que han vuelto hace poco de dirigir unas importantes excavaciones en Irán, no lejos de Susa.

—¡Venga ya!

Japp le arrebató uno de los pasaportes.

—Tiene razón, monsieur Poirot. Pero convendrá usted conmigo en que no parecen gran cosa.

—Los personajes más célebres de este mundo rara vez lo parecen. ¡Si incluso a mí, moi, qui vous parle, me han tomado por un peluquero!

—No me diga —exclamó Japp con una sonrisa—. Bueno, veamos a esos distinguidos arqueólogos.

Monsieur Dupont pére declaró que la difunta le era totalmente desconocida. No se había fijado en nada de lo que pasaba durante el viaje porque estuvo comentando con su hijo un tema apasionante. No se ausentó para nada de su asiento. Efectivamente, después del almuerzo los importunó una avispa. Su hijo la mató.

Jean Dupont confirmó esta declaración. No observó nada de lo que pasó en el avión. Le molestaba la avispa y la mató. ¿Que cuál era el tema que comentaban con su padre? La cerámica prehistórica de Oriente Próximo.

El señor Clancy, que entró a continuación, pasó un rato muy desagradable. Desde el punto de vista del inspector Japp, el novelista sabía demasiado sobre cerbatanas y flechas envenenadas.

—¿Ha tenido usted una cerbatana alguna vez?

—Bien... yo... bueno, pues sí.

El inspector Japp se concentró en aquel punto.

—¡Vaya!

El señor Clancy dio muestras de una leve agitación.

—No vaya a malinterpretarlo. Mis intenciones eran de lo más inocentes. Puedo explicárselo.

—Sí, señor. Tal vez será mejor que me lo explique.

—Pues, mire usted: me hallaba escribiendo una novela en que se cometía un crimen por ese procedimiento.

—¡Vaya!

De nuevo aquel tono amenazador. El señor Clancy añadió precipitadamente:

—Todo era cuestión de huellas dactilares. Supongo que me entiende. Hacía falta una ilustración que pusiera en claro este punto. Quiero decir las huellas y su posición sobre la cerbatana. Tiene que comprenderlo. Vi uno de esos objetos, fue en Charing Cross, hará un par de años. Así que compré la cerbatana y un amigo la dibujó con las huellas dactilares para ilustrar mi punto de vista. Puedo remitirle a mi libro El caso del pétalo escarlata; y también darle las señas de mi amigo.

—¿Guarda usted la cerbatana?

—Sí, sí, creo que la guardé.

—¿Dónde la tiene?

—Bueno, supongo que debo tenerla en alguna parte.

—¿Qué quiere decir usted con eso de «alguna parte»?

—Que no sé concretamente dónde estará. No soy muy ordenado.

—¿No la llevará usted encima por casualidad?

—Nada de eso. Hace más de seis meses que no he visto ese objeto.

El inspector Japp le dirigió una mirada suspicaz antes de seguir con el interrogatorio:

—¿Abandonó su asiento en el avión?

—No, ciertamente que no, al menos... bueno, sí, lo dejé.

—¿Ah, sí? ¿Y para ir adonde?

—A buscar la guía de ferrocarriles Bradshaw que llevaba en el bolsillo de mi gabardina, que se hallaba entre un montón de maletas y mantas, junto a la entrada posterior del avión.

—Así pues, pasaría usted cerca de la difunta.

—No... al menos... bueno, sí, debí de pasar. Pero fue mucho antes de que sucediese. Creo que solo había tomado la sopa.

Al formularle nuevas preguntas, obtuvieron respuestas negativas. El señor Clancy no había notado nada sospechoso, ocupado como estaba en perfeccionar una coartada a través de Europa.

—Una coartada, ¿eh? —observó el inspector siniestramente.

Poirot intervino interesándose por lo de las avispas.

Sí, el señor Clancy había visto una avispa que le atacó. Tenía miedo de las avispas. ¿Cuándo? Poco después de haberle servido el camarero el café. La espantó y el insecto se alejó.

Tras tomarle los datos, se le permitió marchar, cosa que hizo con muestras de gran alivio.

—A mí me parece sospechoso —comentó Japp—. Posee uno de esos objetos, y fíjese en su actitud: parece hecho polvo.

—Eso se debe a la severidad oficial que ha usado usted en el interrogatorio, mi buen Japp.

—Nadie tiene nada que temer si dice la verdad —sentenció el hombre de Scotland Yard lacónico.

Poirot lo contempló con cierta lástima.

—En realidad, me parece que cree usted eso sinceramente.

—¿Por qué no he de creerlo, si es cierto? Pero veamos qué nos dice ese Norman Gale.

Norman Gale dio sus señas de la Shepherd Avenue, número 14, Muswell Hill. Era odontólogo de profesión. Volvía de unas vacaciones pasadas en Le Pinet, en la Costa Azul francesa. Se había detenido un día en París para examinar nuevos modelos de instrumental profesional.

Nunca antes había visto a la difunta, ni notó nada sospechoso durante el viaje. En todo caso, estaba de espaldas a su asiento, de cara hacia la parte delantera del avión. Solo abandonó un momento su asiento para ir al servicio. Volvió enseguida a su sitio y no se acercó para nada a la parte trasera del avión. No vio ninguna avispa.

Después de él declaró James Ryder, un tanto nervioso y brusco. Regresaba de una visita de negocios en París. No conocía a la difunta. Sí, ocupó el asiento inmediato delante de ella, pero no podía verla sin levantarse y asomar la cabeza por encima del respaldo. No había oído nada, ni grito ni exclamación alguna. Nadie se había acercado a aquella parte del aparato más que los camareros. Sí, los dos franceses ocupaban asientos vecinos al suyo, al otro lado del pasillo. Estuvieron charlando durante todo el viaje. El más joven mató una avispa poco después de terminar el almuerzo. No, no se había fijado antes en el insecto. No tenía la menor idea de lo que era una cerbatana. Nunca había visto ese artilugio, por lo que no podía asegurar haberlo visto durante el viaje.

En aquel punto de la declaración, llamaron a la puerta. Un agente entró con un gesto triunfal.

—El sargento acaba de encontrar esto, señor. Ha pensado que le gustaría verlo enseguida.

Depositó el objeto sobre la mesa y lo liberó con mucho cuidado del pañuelo con que estaba envuelto.

—No hay huellas dactilares, señor, según dice el sargento, pero me ha pedido que tuviera usted mucho cuidado.

El objeto destapado resultó ser indudablemente una cerbatana de manufactura indígena.

Japp contuvo el aliento.

—¡Dios mío! ¿Entonces será cierto? ¡A fe mía que no lo creía posible!

El señor Ryder estiró el cuello para ver el objeto.

—¿Esto es lo que usan los nativos de América del Sur? He leído alguna cosa al respecto, pero nunca había visto ninguna. Bueno, ahora puedo contestar a su pregunta. Jamás vi a nadie manejar nada semejante.

—¿Dónde la encontró? —preguntó Japp con vivo interés.

—Oculto debajo de los cojines de un asiento, señor.

—¿Qué asiento?

—El número nueve.

—Muy divertido —comentó Poirot.

Japp se volvió hacia él.

—¿Qué es lo que le parece tan divertido?

—Pues que el número nueve era mi asiento precisamente.

—¡Hombre, qué casualidad que sea el suyo! —comentó el señor Ryder.

Japp frunció el ceño.

—Gracias, señor Ryder, esto es todo.