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Cuando Ryder hubo desaparecido, se volvió a Poirot con una sonrisa.

—¿Así que fue usted, viejo buitre?

Mon ami —contestó Poirot con toda dignidad—, cuando cometa un asesinato, no lo haré con una de esos dardos envenenados de los indios americanos.

—Es algo demasiado elemental —concedió Japp—, aunque parece haber funcionado.

—Eso es lo que me desconcierta.

—Cualquiera que haya sido, ha debido de correr el más increíble de los riesgos. ¡Dios! Sin duda se trata de un loco de atar. ¿A quién nos falta preguntar? Solo queda una muchacha. Oigámosla y acabemos de una vez. Jane Grey. Parece el título de una novela rosa.

—Es una joven muy bonita —admitió Poirot resueltamente.

—¿De veras, viejo zorro? De modo que no ha pasado usted el vuelo durmiendo todo el tiempo, ¿verdad?

—Es muy bonita y estaba algo nerviosa —dijo Poirot.

—Nerviosa, ¿eh? —repitió Japp alerta.

—¡Por Dios, amigo mío! Cuando una muchacha está nerviosa suele significar que anda cerca un muchacho, no un crimen.

—Bueno, bueno, supongo que tiene usted razón. Aquí está.

Jane contestó a las preguntas que se le hicieron con bastante claridad. Se llamaba Jane Grey y estaba empleada en el establecimiento de peluquería para señoras de monsieur Antoine, en Bruton Street. Su domicilio era el 10 de Harrogate Street, N.W.5. Volvía a Londres desde Le Pinet.

—¡Le Pinet, hum!

Nuevas preguntas le llevaron a contar la historia del billete de lotería.

—Esas loterías de Irlanda deberían declararse ilegales —gruñó Japp.

—Yo creo que son maravillosas —afirmó Jane—. ¿No ha apostado usted nunca media corona a un caballo?

Japp enrojeció muy confuso.

Siguió el interrogatorio. Jane negó haber visto durante el vuelo la cerbatana que le mostraban ahora. No conocía a la difunta, pero se había fijado en ella en Le Bourget.

—¿Por qué se fijó especialmente en ella?

—Porque era muy fea —contestó Jane con toda sinceridad.

Como no le sacaron nada que valiese la pena, dejaron que se fuera. Japp se ensimismó contemplando la cerbatana.

—Esto puede conmigo —profirió—. Este caso es una intrincada novela policíaca llevada a la realidad. Vamos a ver: ¿a quién debemos buscar ahora? ¿A un viajero que proceda del mismo lugar que este chisme? ¿Y de dónde procede esto exactamente? Habría que ser un experto. Lo mismo puede ser malayo que sudamericano o africano.

—Si tuviéramos que deducir su origen, tendría toda la razón —indicó Poirot—. Pero si se fija usted bien, amigo mío, verá un pedacito de papel casi microscópico adherido a la boquilla. A mí me parece que son los restos de una etiqueta. Me figuro que este chisme habrá llegado de las selvas a una tienda de objetos raros. Tal vez este detalle facilite la investigación. Permítame una sola pregunta.

—Adelante.

—¿Piensa usted mandar hacer esa relación detallada de las pertenencias de cada pasajero?

—Ya no lo considero tan necesario, pero puede hacerse de todos modos. ¿Tiene usted mucho interés en conseguirla?

Mais oui. Estoy confundido, muy confundido. Si hallase algo que me ayudase...

Japp no escuchaba. Estaba examinando el papel adherido a la cerbatana.

—Clancy confesó que había comprado una cerbatana. Esos autores de novelas policíacas ridiculizan siempre a la policía y sus procedimientos. Si yo dijese a mis superiores lo que ellos ponen en boca de los inspectores, me vería expulsado inmediatamente del cuerpo sin contemplaciones. ¡Esos escritores son unos ignorantes! Y nuestro caso parece uno de esos asesinatos estúpidos que se inventan esos chupatintas creyendo que serán capaces de burlar a la policía.

Capítulo IV

La encuesta judicial

La encuesta judicial sobre la muerte de Marie Morisot se celebró cuatro días después. El método empleado para el asesinato, tan sensacionalista, despertó el interés del público y la sala del tribunal se hallaba atestada.

En primer lugar se llamó a declarar a un francés alto y maduro, de barba gris, monsieur Alexander Thibault. Habló en inglés, lento y preciso, con un ligero acento, aunque dominando los giros idiomáticos.

Después de pedirle su nombre y sus señas, el juez de primera instancia le preguntó:

—Vio el cadáver de la víctima. ¿La reconoció usted?

—Sí, señor. Era una buena clienta mía: Marie Angélique Morisot.

—Ese es el nombre que figura en el pasaporte de la difunta. ¿Se le conocía con algún otro nombre?

—Sí, señor, con el de madame Giselle.

Se produjo en el auditorio un rumor sordo. Los periodistas trabajaban frenéticamente con sus lápices. El juez prosiguió:

—¿Puede usted decirnos con mayor precisión quién era madame Morisot o madame Giselle?

—Madame Giselle, para llamarla con el nombre que usaba en el mundo de los negocios, era una de las más conocidas prestamistas de París.

—¿Desde dónde dirigía su negocio?

—Desde la rue Joliette, número 3, que era también su domicilio.

—Creo que hacía frecuentes viajes a Inglaterra. ¿Extendía hasta este país sus relaciones comerciales?

—Sí, señor. Tenía muchos clientes ingleses. Era muy conocida entre cierto sector de la sociedad inglesa.

—¿Cómo definiría usted con exactitud ese sector de la sociedad inglesa?

—Su clientela estaba compuesta en su mayor parte de aristócratas y profesionales liberales, personas a quienes interesaba mucho que mantuviera sus asuntos en la mayor discreción.

—¿Tenía fama de ser discreta?

—Extremadamente discreta.

—¿Me permite preguntarle si tenía usted un íntimo conocimiento de las transacciones en que consistían sus negocios?

—No. Mi relación con ella era puramente profesional, pero madame Giselle era una mujer de negocios de primera clase, capaz de atender por sí sola a sus asuntos con la mayor competencia. Todo lo dirigía ella personalmente. Si me permite, añadiré que era una mujer con un carácter muy original y un personaje muy conocido por el público.

—¿Sabe usted si era rica cuando ocurrió su muerte?

—Extraordinariamente rica.

—¿Sabe si tenía enemigos?

—Que yo sepa, no.

Monsieur Thibault fue a sentarse y llamaron a Henry Mitchell.

—¿Se llama usted Henry Charles Mitchell y reside en Wandsworth, en el 11 de Shoeblack Lane?

—Sí, señor.

—¿Está usted empleado en la compañía Universal Airlines Ltd.?

—Sí, señor.

—¿Es usted el más antiguo de los dos camareros del avión Prometheus?

—Sí, señor.

—El pasado martes, día dieciocho, estaba usted de servicio en el Prometheus durante el vuelo del mediodía de París a Croydon, el vuelo que tomó también la víctima. ¿Había visto usted antes a la difunta?

—Sí, señor. Seis meses antes yo hacía el vuelo de las ocho cuarenta y cinco, y la vi en él dos o tres veces.

—¿Sabía usted su nombre?

—Debía de figurar en la lista, señor, pero, a decir verdad, no me fijé de un modo especial.

—¿Ha oído usted alguna vez el nombre de madame Giselle?

—No, señor.

—Haga el favor de contarnos a su modo lo que ocurrió el pasado martes.

—Después de servir el almuerzo, repartí las cuentas. Creí que la difunta estaba durmiendo y decidí no despertarla hasta que faltaran cinco minutos para llegar. Pero entonces descubrí que había muerto o que estaba gravemente enferma. Averigüé que llevábamos a bordo un médico y él me dijo...

—El doctor Bryant declarará a continuación. Tenga la bondad de examinar esto.

Mitchell cogió cautelosamente la cerbatana que le alargaba.

—¿Había visto usted eso alguna vez?

—No, señor.

—¿Está seguro de no haberlo visto en manos de algún pasajero?