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—Seguro.

—Albert Davis.

El más joven de los camareros se acercó al estrado.

—¿Es usted Albert Davis, con domicilio en Croydon, el 23 de Barcome Street y está empleado en la Universal Airlines, Ltd.?

—Sí, señor.

—¿Estaba usted de servicio en el Prometheus como segundo camarero el pasado martes?

—Sí, señor.

—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?

—El señor Mitchell me explicó su temor de que le hubiese ocurrido algo grave a uno de los pasajeros.

—¿Había visto usted esto antes?

La cerbatana pasó a manos de Davis.

—No, señor.

—¿No la vio usted en manos de algún pasajero?

—No, señor.

—¿Observó usted algo que pueda arrojar alguna luz sobre este asunto?

—No, señor.

—Está bien, puede usted retirarse.

—Doctor Roger Bryant.

El doctor Bryant dio su nombre y dirección y se presentó a sí mismo como especialista en enfermedades de garganta y oído.

—¿Puede usted, a su modo, contarnos lo que sucedió exactamente el pasado martes día dieciocho?

—Poco antes de llegar a Croydon, se me acercó el camarero y me preguntó si era médico. Al contestarle afirmativamente, me dijo que una de las viajeras se hallaba indispuesta. Al ir a reconocerla, vi que la mujer en cuestión se hallaba caída en su asiento. Llevaba muerta algún tiempo.

—¿Cuánto tiempo en su opinión, doctor Bryant?

—Diría que más de media hora. Yo pondría entre media hora y una hora.

—¿Hizo usted alguna conjetura sobre la causa de su muerte?

—No. Hubiera sido imposible sin un detenido examen.

—¿Pero vio usted un pequeño pinchazo en el cuello?

—Sí, señor.

—Gracias, puede retirarse. Doctor James Whistler.

El doctor Whistler era un hombre flacucho y menudo.

—¿Es usted el médico forense de este distrito?

—Sí, señor.

—¿Tiene la bondad de declarar lo que crea pertinente?

—El martes, día dieciocho, poco después de las tres, me llamaron del aeropuerto de Croydon, donde me mostraron el cadáver de una mujer de mediana edad postrado en uno de los asientos del avión Prometheus. Su muerte había ocurrido, según mis cálculos, una hora antes aproximadamente. Observé que tenía una punzada a un lado del cuello, precisamente en la yugular. Aquella señal podía haber sido causada por el aguijón de una avispa o por la incisión de un dardo igual al que me mostraron. Ordené el trasladó del cadáver al depósito, donde le hice un detenido examen.

—¿A qué conclusión llegó usted?

—Llegué a la conclusión de que la muerte se debió a la introducción de una violenta toxina en la sangre. La muerte se produjo por una parálisis aguda del corazón y debió de ser prácticamente instantánea.

—¿Puede decirnos qué clase de toxina era?

—Una toxina que hasta entonces me era desconocida.

Los periodistas, que escuchaban atentamente, apuntaron: «Veneno desconocido».

—Gracias, puede retirarse. ¡El señor Winterspoon!

El señor Winterspoon era un hombre alto, de rostro bondadoso. Parecía un buen tipo, aunque algo bobo. Causó inesperada sorpresa conocer que era el director del Laboratorio Oficial de Análisis y una autoridad en venenos raros.

El juez le alargó el dardo fatal y le preguntó si lo reconocía.

—Sí —contestó el señor Winterspoon—. Me lo mandaron para su análisis.

—¿Quiere decirnos el resultado del análisis?

—Con mucho gusto. En mi opinión, la punta fue untada tiempo atrás con una preparación de curare. Y este es el tipo de flecha envenenada que usan algunas tribus.

Los periodistas anotaban todo aquello embelesados.

—¿Cree usted, pues, que la muerte se produjo por el curare?

—¡Oh, no! No quedaban más que vestigios insignificantes del veneno original. Según mi análisis, la punta estaba impregnada con veneno de la Dispholidus typus, una serpiente conocida vulgarmente como boomslang o serpiente de árbol.

¿Boomslang? ¿Qué es esto?

—Una serpiente del sur de África, una de las más venenosas que existen. Sus efectos en las personas no son conocidos, pero si queremos tener una idea de su intensa virulencia, bastará con decir que se inyectó el veneno a una hiena y esta murió antes de que se pudiera retirar la aguja hipodérmica. Un chacal murió como alcanzado por un disparo. El veneno produce una hemorragia aguda bajo la piel y ataca el corazón, paralizando su funcionamiento.

Los periodistas escribieron: «Crimen sensacional. Veneno de serpiente administrado en pleno vuelo. De efectos más mortíferos que el de la cobra».

—¿Sabe usted si se ha usado ese veneno en otro caso de envenenamiento intencionado?

—Nunca. Eso es lo más interesante.

—Gracias, señor Winterspoon.

El sargento de policía Wilson declaró sobre el hallazgo de la cerbatana debajo de uno de los cojines de un asiento. No había huellas dactilares. Se habían realizado experimentos con la flecha y el artilugio, comprobando que podía ser arrojada con eficacia hasta una distancia de unos diez metros.

—¡Monsieur Hércules Poirot!

Se produjo una ligera agitación, aunque la declaración de monsieur Poirot fue muy comedida. No había observado nada extraordinario. Él fue quien encontró la diminuta flecha en el piso del avión. El lugar en que se halló parecía indicar que pudo desprenderse del cuello de la mujer difunta.

—¡Condesa de Horbury!

Un reportero escribió: «La esposa de un noble de Inglaterra presta declaración en el misterioso crimen aéreo». Otro anotó: «... en el misterio del veneno viperino».

Entre los que escribían para la prensa del corazón, uno relató: «Lady Horbury llevaba uno de esos sombreritos de estudiante que se han puesto de moda». Y otro: «Lady Horbury, que es una de las más elegantes damas de nuestra ciudad, vestía de negro con uno de esos sombreritos de colegiala». Y otro más: «Lady Horbury, de soltera señorita Cicely Brand, vestía de negro, muy elegante, con uno de esos nuevos sombreritos...».

Todos destacaban la elegancia y hermosura de la joven dama, cuya declaración fue de las más breves. No había observado nada y nunca había visto a la difunta.

Venetia Kerr, que declaró después, aportó menos emoción aún. Los infatigables proveedores de las revistas del corazón afirmaron: «La hija de lord Cottesmore llevaba una chaqueta de magnífico corte y una falda a la última moda». Y como título, la frase: «Damas de la buena sociedad prestan declaración».

—¡James Ryder!

—¿Es usted James Bell Ryder y vive en el 17 de Blainberry Avenue, N.W.?

—Sí, señor.

—¿Cuál es su profesión?

—Soy director gerente de Ellis Vale Cement Co.

—¿Tiene la bondad de examinar esta cerbatana? ¿La había visto antes?

—No.

—Durante el vuelo en el Prometheus, ¿no vio usted este objeto en manos de alguna persona?

—No.

—¿Ocupaba el número 4, delante de la víctima?

—¿Y qué pasa si así fuera?

—Haga el favor de no adoptar ese tono conmigo. Ocupaba usted el número 4. Desde su asiento podía usted ver casi todo lo que sucedía en el compartimiento.

—No, señor. No podía ver nada, porque los respaldos son muy altos.

—Pero si alguien se levantara y se colocara en el pasillo en condiciones de poder disparar una cerbatana contra la interfecta, ¿lo habría visto usted?

—Ciertamente.

—¿Y no vio usted tal cosa?

—No.

—¿Vio usted levantarse a alguno de los pasajeros que ocupaban asientos delante de usted?

—Sí, un pasajero que se sentaba dos filas ante mí, que fue a los servicios.

—¿Alejándose de usted y de la difunta?

—Sí.

—¿No se acercó para nada a la cola del avión?

—No, volvió a su asiento directamente.

—¿Llevaba algo en la mano?