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—Nada.

—¿Está seguro?

—Completamente.

—¿No abandonó su asiento nadie más?

—El individuo que estaba delante de mí. Pasó por mi lado y se dirigió a la cola.

—¡Protesto! —terció el señor Clancy, levantándose del asiento que ocupaba—. ¡Eso fue antes, mucho antes, a la una!

—Haga el favor de sentarse —ordenó el juez—. Luego podrá hablar. Siga usted, señor Ryder. ¿Notó usted si ese caballero llevaba algo en la mano?

—Creo que llevaba una estilográfica. Y cuando volvió, sujetaba un libro de color naranja.

—¿Y esa fue la única persona que cruzó el avión hacia la cola? ¿Usted no se levantó?

—Sí. Fui al servicio, pero no llevaba ninguna cerbatana en las manos.

—Adopta usted un tono poco apropiado. Siéntese.

El señor Norman Gale, dentista, prestó declaración en sentido negativo. Luego se acercó al estrado el indignado señor Clancy.

El señor Clancy era para los periodistas un personaje de menor interés, inferior en varios grados a una aristócrata.

«Autor de novelas policíacas presta declaración. Célebre escritor confiesa la compra del arma mortal. Causa sensación en el jurado.»

Pero lo de la sensación quizá era un poco prematuro.

—Sí, señor —declaró el señor Clancy con voz estridente—, compré una cerbatana y, es más, la he traído hoy aquí. Protesto con toda mi alma contra la suposición de que la cerbatana con que se cometió el crimen fuera la mía. Aquí está la que yo compré.

Mostró la cerbatana con aire de triunfo.

Los periodistas anotaron: «Una segunda cerbatana en el tribunal».

El juez se portó severamente con el señor Clancy. Le dijo que estaba allí para ayudar a la justicia y no para rebatir cargos imaginarios contra él. Luego le preguntó sobre lo ocurrido en el Prometheus durante el vuelo, pero con escasos resultados. El señor Clancy, según explicó él, con toda clase de pormenores innecesarios, había estado demasiado enfrascado en un excéntrico horario de trenes extranjeros y las dificultades que le presentaban los horarios en formato de veinticuatro horas, para fijarse en nada de lo que sucedía a su alrededor. Aunque hubiesen atacado con dardos envenenados a todo el pasaje, maldito si se hubiera dado cuenta de lo que sucedía.

La señorita Jane Grey, oficiala de peluquería, no alteró el ritmo de las plumas de los periodistas.

Siguieron los franceses.

Monsieur Armand Dupont declaró que viajaba a Londres para dar una conferencia en la Royal Asiatic Society. Él y su hijo estaban absortos en una discusión técnica y se habían fijado muy poco en lo que sucedía a su alrededor. No había advertido la presencia de la víctima hasta que atrajo su atención el revuelo general que produjo el descubrimiento de su muerte.

—¿Conocía usted a madame Morisot o madame Giselle?

—No, monsieur, nunca la había visto.

—Pero es un personaje muy conocido en París, ¿verdad?

—No lo sé. En cualquier caso, no he estado apenas en París últimamente.

—¿Debo deducir que ha regresado usted de Asia recientemente?

—Exactamente, monsieur; de Irán.

—Han viajado mucho por esos mundos de Dios, usted y su hijo, ¿verdad?

Pardon?

—¿Han estado en países exóticos?

—Así es, señor.

—¿Ha estado usted en alguna parte del mundo donde los nativos usen dardos envenenados con veneno de serpiente?

Hizo falta que se lo tradujeran y, cuando entendió la pregunta, monsieur Dupont meneó la cabeza enérgicamente.

—Nunca, nunca me he encontrado con nada parecido.

Luego le tocó el turno a su hijo, cuya declaración se ajustó en todo a la de monsieur Armand. No había notado nada. Creyó posible que la muerte de la señora se debiera a la picadura de una avispa, porque él mismo se vio molestado por una, a la que logró matar, por cierto.

Los Dupont eran los últimos testigos.

El juez se aclaró la garganta y se dirigió al jurado.

Dijo que era el caso más sorprendente e increíble que se le había presentado desde que presidía aquel tribunal. Una mujer había muerto (y podía descartarse la idea de suicidio o de accidente) en el aire, en un espacio muy reducido. Era inimaginable que el autor del crimen fuera alguien ajeno al avión. El asesino tenía que ser necesariamente uno de los testigos que acababan de escuchar. No debían perder de vista aquel hecho, por terrible y espantoso que fuese. Una de las personas allí presentes había mentido descaradamente.

Las circunstancias del crimen eran de una audacia incomparable. A la vista de los diez testigos, o doce contando a los camareros, el asesino se había llevado la cerbatana a los labios y lanzado el dardo sin que nadie hubiera observado el hecho. Parecía francamente increíble, pero existía la prueba de la cerbatana, del dardo hallado en el suelo, de la señal dejada en el cuello de la difunta y del dictamen del médico, que demostraba que aquello, increíble o no, había sucedido.

A falta de pruebas para acusar a una persona determinada, solo podía aconsejar al jurado que emitiese un veredicto de «asesinato cometido por una o varias personas desconocidas». Todos los presentes habían negado conocer a la víctima. A la policía le tocaba descubrir las ocultas relaciones entre los testigos y la víctima. Desconociéndose el motivo del crimen, solo podía aconsejar el veredicto indicado.

Uno de los miembros del jurado, de rostro anguloso y ojos suspicaces, se adelantó, respirando fatigosamente.

—¿Se me permite una pregunta, señoría?

—Claro, diga.

—Nos han dicho ustedes que la cerbatana se encontró bajo uno de los cojines de un asiento. ¿Quién se sentaba en él?

El juez consultó sus notas. El sargento Wilson se acercó al miembro del jurado y explicó:

—¡Ah, sí! El asiento de que se trata era el número 9, ocupado por monsieur Hércules Poirot. Monsieur Poirot es un detective privado muy conocido y respetable que ha colaborado muchas veces con Scotland Yard.

El miembro del jurado dirigió su mirada a Hércules Poirot y su rostro mostró la escasa aceptación que los bigotes de este le producían.

¡Extranjeros!, dijeron sus ojos. No hay que fiarse de los extranjeros, aunque sean colaboradores de la policía.

Añadió en voz alta:

—¿No fue ese monsieur Poirot quien encontró el dardo?

—Sí.

El jurado se retiró a deliberar. Al cabo de poco tiempo volvió, y el presidente entregó una papeleta al juez.

—¿Pero qué es esto? —murmuró ceñudo este al leerlo—. ¡Tonterías! No puedo aceptar un veredicto en estos términos.

Al poco rato, el veredicto volvió debidamente enmendado:

«Dictaminamos que la víctima murió envenenada, aunque no haya pruebas que demuestren de forma irrebatible quién administró el veneno».

Capítulo V

Después de la encuesta

Al salir del tribunal, una vez emitido el veredicto, Jane encontró a Norman Gale a su lado.

—Me gustaría saber qué decía aquel papel que el juez no quiso aceptar bajo ningún concepto —comentó Gale.

—Creo que puedo satisfacer su deseo —dijo una voz detrás de ellos.

La pareja se volvió para encontrarse con la mirada vivaracha de monsieur Hércules Poirot.

—Era un veredicto de culpabilidad de asesinato contra mí.

—¡Oh! ¿Es posible? —exclamó Jane.

Poirot asintió satisfecho.

Mais oui. Al salir he oído que un hombre le comentaba a otro: «Ese extranjero, fíjese bien en lo que le digo. ¡Es el autor del crimen!». Los del jurado piensan lo mismo.

Jane no sabía si condolerse o echarse a reír. Se decidió por lo último y Poirot rió también contagiado por su risa.

—Comprenderán que debo ponerme a trabajar sin pérdida de tiempo para probar mi inocencia.