– ¿Y las mareas?
– Esta noche han sido flojas. No tenían mucha fuerza. Y un cuerpo se encalla, no se deja arrastrar fácilmente. Puede haber sido en cualquiera de estos dos sitios.
– ¿Algún otro?
– Cualquiera de las otras calles que salen a Rio Santa Marina, pero éstos son los mejores sitios, si no estuvo en el agua más que cinco o seis horas. -Parecía que Bonsuan había terminado de hablar, pero entonces agregó:
– A no ser que fuera en barco -dejaba que Brunetti adivinara que se refería al asesino.
– Cabe la posibilidad -convino Brunetti, aunque no le parecía probable. Un barco suponía un motor, y a altas horas de la noche, un motor provocaba airadas miradas en las ventanas de los que querían descubrir quién metía tanto ruido.
– Gracias, Danilo. ¿Podría decir a los buzos que echen una ojeada en esos dos sitios? Pueden esperar a mañana. Y que Vianello envíe a un equipo para ver si encuentran indicios de que el crimen se cometiera en uno de ellos.
Bonsuan se puso en pie con un crujido de rodillas, y asintió.
– ¿Quién hay abajo que pueda llevarme a Piazzale Roma y luego al cementerio?
– Monetti -respondió Bonsuan, nombrando a otro de los pilotos.
– Dígale que me gustaría salir dentro de diez minutos.
Y, con un movimiento de cabeza afirmativo y un «Sí, señor» dicho a media voz, Bonsuan se fue.
De pronto, Brunetti descubrió que estaba hambriento. Desde la mañana no había comido más que tres emparedados, y ni siquiera eso, porque uno se lo había zampado Orso. Abrió el cajón de abajo de la mesa, con la esperanza de encontrar algo, una bolsa de buranei, las galletas en forma de S que tanto le gustaban y que con frecuencia tenía que disputarse con sus hijos, un caramelo olvidado, cualquier cosa, pero el cajón seguía tan vacío como la última vez.
Tendría que conformarse con un café. Pero en tal caso debería pedir a Monetti que hiciese una parada. La irritación que le producía este pequeño problema daba una idea del hambre que sentía.
Entonces se acordó de las mujeres que trabajaban abajo, en Ufficio Stranieri; siempre que iba a mendigar comida encontraban algo que darle.
Salió del despacho, descendió a la planta baja por la escalera posterior y empujó las pesadas puertas de la oficina. Sylvia, menuda y morena, y Anita, alta rubia y espectacular, estaban sentadas a sus escritorios, frente a frente, hojeando los papeles que llegaban a sus mesas en un flujo aparentemente inagotable.
– Buona sera -le dijeron al verle entrar y volvieron a concentrarse en las carpetas verdes.
– ¿Tenéis algo para comer? -les preguntó con más hambre que diplomacia.
Sylvia sonrió y movió la cabeza negativamente; él sólo venía a pedir comida o a decirles que uno de sus solicitantes de permiso de residencia o de trabajo había sido arrestado y, por lo tanto, podían eliminarlo de sus listas y archivos.
– ¿No te dan de comer en tu casa? -preguntó Anita, pero mientras hablaba abrió un cajón de la mesa y sacó una bolsa de papel marrón. La abrió y extrajo una, dos y tres peras maduras que fue dejando en el borde de la mesa, al alcance de la mano de él.
Hacía tres años, un argelino al que se había negado el permiso de residencia perdió los estribos al serle comunicada la noticia, agarró a Anita por los hombros y empezó a tirar de ella por encima de la mesa mientras le gritaba histéricamente en árabe. En aquel preciso instante entró Brunetti a pedir un expediente y, al momento, el comisario pasó un brazo alrededor del cuello del hombre y se lo oprimió hasta obligarle a soltar a Anita, que cayó encima de la mesa, aterrada y sollozando. Ninguno de los dos había vuelto a hablar del incidente, pero el comisario sabía que en la oficina de Extranjeros siempre encontraría algo de comer.
– Grazie, Anita -dijo, tomando una de las peras. Le arrancó el rabo y le dio un mordisco: estaba madura y jugosa. En cinco bocados, la pera desapareció, y él tomó entonces la segunda. Menos madura, pero dulce y tierna. Con los dos húmedos corazones en la mano izquierda, agarró la tercera pera, volvió a dar las gracias a la mujer y salió de la oficina, con nuevas fuerzas para el viaje a Piazzale Roma y su encuentro con la doctora Peters. La capitán Peters.
CAPÍTULO IV
Brunetti llegó al puesto de carabinieri de Piazzale Roma a las siete menos veinte, después de dejar a Monetti en la lancha, esperando su regreso con la doctora. Descubrió, aunque reconocía que ello denotaba prejuicios, que prefería considerarla médico que capitán.
Había avisado por teléfono, y los carabinieri le esperaban. Eran, como la mayoría de sus colegas, hombres del sur, que al parecer nunca salían del puesto, saturado de humo de tabaco, cuya utilidad Brunetti no acertaba a descubrir. Los carabinieri no tenían nada que ver con tráfico, y en Piazzale Roma no había nada más que tráfico: turismos, caravanas, taxis y, especialmente en verano, interminables hileras de autocares que paraban el tiempo justo para soltar su carga de turistas. El verano último se había sumado a la gama un nuevo tipo de autocar, voluminoso, pesado y contaminante que, rodando de noche, llegaba de algún país de la Europa Oriental y del que emergían, entumecidos y aturdidos por el viaje y la falta de sueño, decenas de miles de turistas muy educados, muy pobres y muy robustos, que pasaban en Venecia un solo día y se marchaban deslumbrados por la belleza que habían contemplado.
Aquí descubrían su primer atisbo de un capitalismo triunfante que los impresionaba tan vivamente que no advertían que, en su mayor parte, no consistía sino en máscaras de cartón piedra hechas en Taiwan y encajes tejidos en Corea.
El comisario entró en el puesto e intercambió amistosos saludos con los dos oficiales de guardia.
– La capitana no ha llegado todavía -señaló uno, ahogando una risa despectiva ante la idea de que una mujer pudiera ser oficial. Al oírlo, Brunetti decidió dirigirse a ella por su graduación, por lo menos en presencia de estos dos, y mostrarle todo el respeto al que su rango la hacía acreedora. No era la primera vez que sentía una punzada de desagrado cuando veía manifestarse en otras personas sus propios prejuicios.
Intercambió varios comentarios banales con los carabinieri. ¿Qué posibilidades tenía el Nápoles de ganar este fin de semana? ¿Jugaría Maradona? ¿Caería el Gobierno? Miraba por la puerta vidriera las oleadas de tráfico que entraban en la piazzale. Los peatones danzaban sorteando coches y autobuses. Nadie prestaba la menor atención a los pasos de cebra ni a las líneas blancas que debían separar los carriles de circulación. A pesar de todo, el tráfico era fluido y rápido.
Un sedán verde claro cortó por el carril bus y paró detrás de los dos coches azul y blanco de los carabinieri. Era un vehículo casi anónimo, exento de marcas y de luz en el techo, y su único distintivo era una matrícula en la que se leía «AFI Official». Se abrió la puerta del conductor y apareció un soldado, que se inclinó, abrió una puerta trasera y la sostuvo mientras se apeaba una joven con uniforme verde oscuro. La mujer se irguió, se puso la gorra de uniforme, miró en derredor y se volvió hacia el puesto de carabinieri.
Sin despedirse de los hombres del puesto, Brunetti se dirigió hacia la recién llegada.
– ¿Doctora Peters? -preguntó al acercarse.
Al oír su nombre, la mujer levantó la mirada y dio un paso hacia el comisario, al que estrechó brevemente la mano al tiempo que se presentaba como Terry Peters.
Poco menos de treinta años, pelo rizado castaño oscuro, comprimido por la gorra, ojos castaños y una tez que conservaba restos de bronceado del verano. De haber sonreído, hubiera sido más bonita todavía, pero le miraba sin pestañear con los labios apretados en una línea tensa al preguntar: