– ¿Es el inspector de policía?
– Comisario Brunetti. Tengo una lancha que nos llevará a San Michele. -Al observar su extrañeza, explicó-: La isla del cementerio. Es a donde han llevado el cadáver.
Sin esperar respuesta, señaló el embarcadero y empezó a cruzar la calzada. Ella se paró un momento a decir algo a su conductor y le siguió. Al llegar al borde del agua, él señaló la lancha azul y blanca de la policía amarrada al muelle.
– Por aquí, doctora -dijo, mientras saltaba a cubierta. Ella le siguió, tomando la mano que él le tendía. La falda del uniforme le llegaba unos centímetros por debajo de las rodillas. Tenía buenas piernas, bronceadas y musculosas, y tobillos finos. La mujer le asió la mano sin vacilar, permitiendo que él la ayudara a embarcar. Cuando se hubieron instalado en la cabina, Monetti se apartó del muelle haciendo marcha atrás y viró por el Gran Canal. Pasaron rápidamente por delante de la estación del ferrocarril, con la luz azul parpadeando y torcieron hacia la izquierda por el Canale della Misericordia, a cuya salida estaba la isla cementerio.
Habitualmente, cuando llevaba a un forastero en la lancha de la policía, Brunetti señalaba los puntos de interés del recorrido. Pero esta vez se limitó a recurrir a la más formal de las introducciones.
– Confío en que haya tenido un viaje sin incidentes, doctora.
Ella miró la franja de alfombra verde que los separaba y murmuró algo que a él le pareció un «sí», pero eso fue todo. Brunetti observó que de vez en cuando ella aspiraba profundamente, como si hiciera esfuerzos por tranquilizarse, una actitud extraña en alguien que, al fin y al cabo, era médico.
Como si le hubiera leído el pensamiento, ella le miró, esbozó una bonita sonrisa y dijo:
– Es distinto cuando conoces a la persona. En la facultad, son desconocidos, y entonces es fácil adoptar una actitud profesional y distante. -Hizo una pausa larga-. Y no es mucha la gente que muere a mi edad.
Era muy cierto.
– ¿Hacía tiempo que trabajaban juntos? -preguntó Brunetti.
Ella asintió e iba a responder, pero antes de que pudiera decir algo la lancha se estremeció con una brusca sacudida. Ella asió el asiento con las dos manos y le miró asustada.
– Hemos salido a la laguna, aguas abiertas. No se alarme, no es nada.
– No soy buena marinera. Nací en Dakota del Norte, y allí no tenemos mucha agua. Ni siquiera sé nadar. -Su sonrisa era débil, pero había vuelto a aflorar.
– ¿Trabajaron juntos mucho tiempo usted y Mr. Foster?
– Sargento Foster -rectificó ella automáticamente-. Sí, desde que llegué a Vicenza, hará un año. En realidad, él lo llevaba todo. Sólo necesitan a un oficial para que figure al frente y firme papeles.
– ¿Para que cargue con las culpas? -preguntó él con una sonrisa.
– Sí, sí, supongo que podríamos decirlo así. Pero nunca ha habido problemas con el sargento Foster. Es muy competente. -Su voz era afectuosa. ¿Elogio a la labor profesional? ¿Afecto personal?
Debajo de ellos, el zumbido del motor se redujo a un ronroneo regular, y luego vino el golpe sordo, al rozar la lancha el muelle del cementerio. Brunetti se levantó y subió a cubierta, parándose en lo alto de la escalerilla para sostener la puerta basculante. Monetti estaba ocupado en atar los cables de amarre a uno de los postes de madera que emergía de las aguas de la laguna en un ángulo inverosímil.
Brunetti saltó a tierra. Ella apoyó la mano en el brazo que él le tendía y saltó a su vez. Él observó que la mujer no llevaba bolso ni cartera; quizá los había dejado en el coche o en la lancha.
El cementerio cerraba a las cuatro, por lo que Brunetti tuvo que llamar al timbre que había a la derecha de las grandes puertas de madera. A los pocos minutos, la hoja de la derecha se abrió y apareció un hombre con uniforme azul marino, al que Brunetti dio su nombre. El hombre acabó de abrir la puerta y la cerró cuando ellos hubieron entrado. Brunetti, que iba delante, se paró en la ventanilla del vigilante, al que dio su nombre y mostró la placa, y éste les indicó que siguieran por la galería abierta de la derecha. Brunetti asintió. Conocía el camino.
Cuando entraron en el edificio en el que estaba el depósito, Brunetti percibió un brusco descenso de la temperatura. Al parecer, la doctora Peters lo notó también, porque cruzó los brazos y bajó la cabeza. Al extremo de un largo corredor, encontraron a un empleado con uniforme blanco, sentado a una mesa de escritorio. Al acercarse ellos, el hombre se puso en pie, colocando cuidadosamente el libro que estaba leyendo boca abajo sobre la mesa.
– ¿El comisario Brunetti? -preguntó.
Brunetti asintió.
– La doctora de la base norteamericana -dijo, indicando con un movimiento de cabeza a la joven que estaba a su lado. Para quien ha mirado a la muerte a la cara tan a menudo, la aparición de una mujer joven con uniforme militar apenas era digna de atención, de modo que el empleado echó a andar rápidamente delante de ellos y abrió una pesada puerta de madera que estaba a su izquierda.
– Como sabía que vendrían ustedes, lo he sacado -señaló el empleado, llevándolos hacia una camilla metálica situada a un lado de la habitación. Los tres sabían lo que había debajo de la sábana. Cuando se acercaron, el joven miró a la doctora Peters. Ella movió la cabeza afirmativamente. El empleado levantó la sábana, ella miró al muerto y Brunetti la miró a ella. Durante unos segundos, la cara de la mujer permaneció absolutamente quieta e inexpresiva, luego cerró los ojos y se mordió el labio superior. Si trataba de reprimir las lágrimas fracasó, porque le inundaron los ojos y le resbalaron por las mejillas.
– Mick, Mick -susurró, y se volvió de espaldas al muerto.
Brunetti hizo una seña al empleado que volvió a cubrir la cara del joven.
Brunetti sintió entonces que la mano de ella le atenazaba el brazo con una fuerza sorprendente.
– ¿Qué lo ha matado?
Él dio un paso atrás, con intención de llevársela de la habitación, pero la presión de su mano se intensificó y ella repitió con insistencia:
– ¿Qué lo ha matado?
Brunetti puso su mano sobre la de ella y dijo:
– Salgamos de aquí.
Antes de que él pudiera adivinar lo que ella pretendía hacer, la mujer lo había apartado de un empujón y había tirado de la sábana que cubría el cuerpo, destapándolo hasta la cintura. La gigantesca incisión de la autopsia en forma de Y, que iba desde el ombligo hasta los hombros, estaba cerrada con grandes puntos. La pequeña línea horizontal, causa de la muerte, seguía abierta, y parecía inofensiva, comparada con la otra herida.
La voz de la mujer era ahora un quejido sordo que repetía:
– Mick, Mick… -alargándose en tono plañidero. Ella se mantenía extrañamente erguida y rígida al lado del cadáver, mientras de su garganta salía aquel sonido.
El empleado se adelantó presuroso y extendió la sábana cubriendo meticulosamente ambas heridas y después la cara.
Ella se volvió hacia Brunetti, y él vio que en los ojos tenía lágrimas y algo más, algo que parecía terror, simple terror animal.
– ¿Se encuentra bien, doctora? -preguntó en voz baja, teniendo buen cuidado en no hacer ademán de tocarla ni de acercarse a ella.
Ella asintió y aquella mirada se borró de sus ojos. Bruscamente, dio media vuelta y fue hacia la puerta del depósito. Antes de llegar a ella, se paró, miró en derredor como si la sorprendiera encontrarse allí y corrió hacia un lavabo instalado en la pared del fondo, en el que vomitó violentamente. Cuando los espasmos se calmaron, se enderezó y se quedó apoyada en el lavabo, con la cabeza inclinada, jadeando.
El empleado apareció de pronto a su lado y le dio una toalla de algodón. Ella asintió, la tomó y se enjugó la cara. Suavemente, el hombre la llevó del brazo hasta otro lavabo situado unos metros más allá, en la misma pared. Abrió el grifo del agua caliente, después el de la fría y puso la mano bajo el chorro hasta que el agua adquirió la temperatura deseada. Entonces alargó la mano y sostuvo la toalla mientras la doctora Peters se lavaba la cara y se enjuagaba la boca. Cuando ella hubo terminado, él volvió a darle la toalla, cerró los dos grifos y salió de la habitación por la puerta del otro lado.