– Buon giorno, signor commissario -dijo Puccetti cuadrándose con más viveza y marcialidad de las que, en opinión de Brunetti, eran propias de la hora.
El comisario correspondió al saludo de su subalterno agitando la mano y echó a andar por la estrecha calle. La lancha de la policía, con la luz azul parpadeando rítmicamente, estaba amarrada al embarcadero. Al volante vio a Bonsuan, un piloto que llevaba en las venas la sangre de una infinidad de generaciones de pescadores de Burano, sangre mezclada sin duda con el agua de la laguna, lo que le infundía un conocimiento instintivo de las mareas y corrientes que le hubiera permitido navegar por los canales de la ciudad con los ojos cerrados.
Bonsuan, fornido y barbudo, hizo a la llegada de Brunetti un movimiento de la cabeza, en el que se combinaban saludo y alusión a la hora. Puccetti saltó a cubierta, donde se reunió con otros dos agentes de uniforme. Uno de ellos soltó el cable del amarre y Bonsuan hizo retroceder rápidamente la embarcación hasta el Gran Canal, donde, describiendo un cerrado viraje, puso proa al puente de Rialto. Después de cruzar por debajo del puente, torció a la derecha por un canal de una sola dirección. Poco después, cortaron hacia la izquierda y luego otra vez hacia la derecha. Brunetti estaba de pie en cubierta, con el cuello subido para protegerse del viento fresco de la madrugada. Las embarcaciones amarradas a uno y otro lado de los canales cabeceaban a su paso y otras, que venían de Sant' Erasmo cargadas de frutas y verduras, se arrimaban a los edificios al ver parpadear la luz azul.
Al fin, entraron en el Rio dei Mendicanti, el canal que discurría por el lado del hospital y desembocaba en la laguna, justo enfrente del cementerio. Probablemente, la proximidad del cementerio al hospital era fortuita; pero, para la mayoría de los venecianos, especialmente los que habían sobrevivido a un tratamiento en el hospital, el emplazamiento del cementerio era un elocuente comentario acerca de la competencia del personal sanitario.
A la mitad del canal, en la orilla derecha, Brunetti vio un pequeño grupo de personas. Bonsuan paró la lancha a unos cincuenta metros de la gente, en lo que Brunetti sabía ya que sería un vano intento para preservar cualquier indicio que pudiera haber en el lugar de los efectos de su llegada.
Uno de los agentes se acercó a la embarcación y tendió la mano a Brunetti para ayudarle a desembarcar.
– Buon giorno, signor commissario. Lo hemos sacado del agua, pero, como puede ver, ya tenemos compañía. -Señaló con un ademán a nueve o diez personas congregadas alrededor de algo que estaba en la acera y que sus cuerpos ocultaban a Brunetti.
El agente fue hacia el grupo exclamando mientras caminaba:
– Hagan el favor, retírense. Policía. -La gente retrocedió cuando se acercaron los dos hombres y no al oír la orden.
En la acera, Brunetti vio el cuerpo de un hombre joven, tendido de espaldas, con los ojos abiertos a la luz de la mañana. Estaban a su lado dos policías, con los uniformes empapados hasta los hombros. Los dos hicieron a Brunetti el saludo militar. Cuando bajaron la mano, cayeron al suelo algunas gotas de agua. Les conocía: Luciani y Rossi, buenos elementos los dos.
– ¿Y bien? -preguntó Brunetti mirando al muerto.
Contestó Luciani, el más veterano:
– Estaba flotando en el canal cuando llegamos, dottore. Nos avisó un hombre que vive en esa casa -añadió, señalando un edificio ocre del otro lado del canal-. Lo vio su mujer.
Brunetti se volvió y miró a la casa. «Cuarto piso», puntualizó Luciani. Brunetti levantó la mirada y alcanzó a ver una figura que se retiraba de la ventana. Paseó la mirada por aquella casa y las de cada lado y distinguió sombras oscuras en las ventanas. Algunas se apartaron cuando él miró, otras, no.
Brunetti se volvió hacia Luciani y movió la cabeza de arriba abajo, para instarle a proseguir.
– Estaba cerca de la escalera, pero hemos tenido que meternos en el agua para sacarlo. Yo lo tendí de espaldas, para ver si podíamos reanimarlo. Pero no había ninguna posibilidad. Parece que lleva muerto mucho tiempo -lo decía contrito, casi como si su fallido intento de insuflar vida en el joven hubiera puesto aún más de manifiesto su muerte.
– ¿Han examinado el cuerpo?
– No, señor. Cuando hemos visto que no podíamos hacer nada, nos ha parecido preferible dejar eso para el doctor.
– Está bien -dijo Brunetti en voz baja. Luciani se estremeció, quizá de frío o quizá al reconocer su fracaso, y sobre la acera cayeron algunas pequeñas gotas.
– Ustedes dos váyanse a casa. Tomen un baño, coman y beban algo que les quite el frío. -Los dos hombres sonrieron al oírlo, agradeciendo la sugerencia-. Bonsuan les llevará en la lancha.
Los hombres le dieron las gracias y se abrieron paso por entre la multitud que, durante los minutos que llevaba allí Brunetti, había crecido. El comisario hizo una seña a uno de los hombres que habían venido con él en la lancha y le dijo:
– Haga retroceder a esa gente y anote el nombre y la dirección de todos. Pregúnteles desde cuándo están aquí y si han visto u oído algo extraño esta mañana. Luego envíelos a casa. -Aborrecía a los morbosos que se congregan en los escenarios de la muerte y no comprendía la fascinación que ésta ejercía en muchos de ellos, especialmente en sus manifestaciones más violentas.
Volvió a mirar la cara del joven que yacía en el suelo, ahora objeto de tantas miradas curiosas. Era bien parecido, con el pelo corto y rubio, oscurecido por el agua que aún chorreaba al suelo. Tenía los ojos de un azul claro y límpido, unas facciones regulares y la nariz afilada.
A su espalda, Brunetti oía las voces de los agentes, que empezaban a hacer retroceder a la gente. Llamó a Puccetti, haciendo caso omiso del saludo que volvió a dedicarle el joven.
– Puccetti, vaya a esas casas del otro lado del canal y pregunte si alguien oyó o vio algo.
– ¿A qué hora, comisario?
Brunetti reflexionó, pensando en la luna. Dos noche antes, fue luna nueva, por lo que las mareas no podían haber sido lo bastante fuertes como para arrastrar el cuerpo muy lejos. Tendría que preguntar a Bonsuan por las mareas de esa noche. El muerto tenía las manos muy blancas y arrugadas, señal clara de que había estado mucho tiempo en el agua. Una vez supiera cuánto tiempo hacía que el joven había muerto, pediría a Bonsuan que calculara la distancia que podía haber recorrido. Y desde dónde. Entretanto, que Puccetti indagara.
– A cualquier hora de la noche. Ponga barreras. Y a ver si consigue que esa gente se vaya a su casa. -Sabía que las probabilidades eran escasas. Venecia ofrecía a sus habitantes pocos acontecimientos de esta índole; iba a costar mucho echarlos de allí.
Oyó acercarse una embarcación. Otra lancha blanca de la policía, con la pulsación de la luz azul giratoria, entró en el canal y paró frente al mismo amarre que había utilizado Bonsuan. También en ésta venían tres hombres de uniforme y uno de paisano. Las caras de la multitud, como un campo de girasoles, se volvieron hacia los hombres que saltaban de la lancha y se acercaban.
Venía a la cabeza el doctor Ettore Rizzardi, forense de la ciudad. Indiferente a las miradas que recibía, el doctor Rizzardi se acercó a Brunetti y le estrechó la mano con cordialidad.
– Buon di, Guido, ¿qué hay?
Brunetti se hizo a un lado para que Rizzardi pudiera ver lo que tenían a los pies:
– Estaba en el canal. Luciani y Rossi lo han sacado, pero no han podido hacer nada por él. Luciano lo intentó pero ya era tarde.
Rizzardi asintió con un gruñido. La arrugada piel de las manos le decía lo muy tarde que era para hacer algo por aquel hombre.
– Parece que ha estado mucho tiempo en el agua, Ettore. Pero eso podrá decirlo usted mejor.
Rizzardi aceptó el cumplido sin comentarios y concentró la atención en el cadáver. Cuando el médico se agachó, los susurros de la muchedumbre se hicieron más sibilantes. Él, sin darse por enterado de la expectación que despertaba, dejó cuidadosamente el maletín en un sitio seco cerca de la víctima y se dispuso a examinar el cadáver.