Brunetti dio media vuelta y se acercó a las personas que ahora se encontraban en primera fila.
– Si ya han dado su nombre y dirección a los agentes, pueden marcharse. No hay nada más que ver. Pueden irse, pueden irse todos. -Un viejo de barba canosa dobló el cuerpo hacia la izquierda para mirar por el lado de Brunetti lo que hacía el médico-. He dicho que pueden irse. -Brunetti hablaba ahora al viejo. El hombre se irguió, contempló un momento a Brunetti sin el menor interés y volvió a ladear el cuerpo, atento sólo a lo que hacía el médico. Una anciana dio un brusco tirón a la correa de su foxterrier y se alejó, visiblemente indignada por esta nueva demostración de la brutalidad policial. Los agentes de uniforme circulaban con calma entre la gente invitándola a dispersarse con una palabra o una ligera presión de la mano en el hombro. El último en retirarse fue el viejo de la barba, que sólo retrocedió hasta la verja que rodeaba la base de la estatua de Colleoni, en la que se quedó apoyado, y se negó a dejarse expulsar, invocando sus derechos de ciudadano.
– Guido, ¿puede venir un momento? -solicitó Rizzardi.
Brunetti volvió junto al médico que, arrodillado en el suelo, había desabrochado la camisa del muerto. A unos doce centímetros por encima de la cintura, Brunetti vio una línea horizontal de bordes irregulares y de un extraño tinte gris azulado. El comisario se arrodilló al lado de Rizzardi, en un frío charco, para examinar de cerca la herida, tan larga como su dedo pulgar y, probablemente a causa de la larga inmersión del cadáver, curiosamente limpia de sangre, a pesar de estar abierta.
– No es un turista borracho que cayera al canal, Guido.
Brunetti asintió en silencio.
– ¿Qué pudo hacerle eso? -preguntó, señalando la herida con un movimiento de la cabeza.
– Un cuchillo de hoja ancha. Y el que lo manejaba o sabía muy bien dónde clavarlo o tuvo suerte.
– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.
– No quiero hurgar ahora, prefiero esperar a la autopsia -dijo Rizzardi-. Pero, si el ángulo es el apropiado, y todo parece indicarlo así, el arma no habrá encontrado obstáculo hasta el corazón. No hay costillas en el camino. Nada. Bastaría empujar un poco, casi sin hacer presión, y muerto. Ése sabía lo que se hacía o tuvo suerte -repitió Rizzardi.
Brunetti sólo veía el orificio de la herida, no podía adivinar la trayectoria que había seguido el arma.
– ¿No puede haber sido otra cosa? Me refiero a si ha tenido que ser un cuchillo.
– No podré estar seguro hasta que examine el tejido interno, pero dudo que fuera otra cosa.
– ¿Y si se hubiera ahogado? Si el arma no le llegó al corazón, ¿no podría haberse ahogado?
Rizardi se sentó sobre los talones, recogiéndose la gabardina, para que no rozara el suelo mojado.
– No; no lo creo. Si el arma no le hubiera llegado al corazón, la herida no le habría impedido salir del agua. Fíjese en esa palidez. A mí me parece que le asestaron una buena cuchillada, con el ángulo preciso. La muerte habrá sido casi instantánea.
Se puso en pie y las palabras que entonces pronunció serían lo más parecido a una oración que el joven iba a recibir aquella mañana:
– Pobre muchacho. Guapo y en excelente forma física. Un atleta o, por lo menos, alguien que se cuidaba. -Volvió a inclinarse sobre el cuerpo y, con un ademán que parecía curiosamente paternal, pasó la mano por los ojos del muerto, en un intento de cerrárselos. Uno se resistió. El otro se cerró un momento y después se abrió lentamente y volvió a mirar al cielo. Rizzardi farfulló entre dientes, sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y tapó la cara del muchacho.
– Cubrid su faz. Ha muerto joven -murmuró Brunetti.
– ¿Cómo?
Brunetti se encogió de hombros.
– Es algo que Paola recita a veces. -Desvió la mirada de la cara del joven y contempló un instante la fachada de la basílica, buscando paz en su simetría-. ¿Cuándo podrá decirme algo con exactitud, Ettore?
Rizzardi lanzó una rápida mirada a su reloj.
– Si sus hombres lo llevan ahora al cementerio, podré examinarlo esta misma mañana. Llámeme después del almuerzo. Entonces ya sabremos con exactitud cuál ha sido la causa de la muerte. Pero me parece que no hay lugar a dudas, Guido.
El médico titubeó, porque no le gustaba decir a Brunetti cómo tenía que hacer su trabajo:
– ¿No va a registrarle los bolsillos?
Era algo que había tenido que hacer muchas veces, pero a Brunetti seguía repugnándole esta primera invasión de la intimidad de los muertos, esta primera terrible intromisión del Estado. Aborrecía tener que registrar cajones, leer diarios y cartas y hurgar en sus ropas.
Pero, dado que el cadáver ya no estaba donde había sido hallado, no había razón para no tocarlo antes de que el fotógrafo registrara su posición en el momento de la muerte. Se puso en cuclillas e introdujo la mano en un bolsillo del pantalón del joven. En el fondo, encontró unas monedas que puso al lado del cuerpo. En otro bolsillo había un aro metálico con cuatro llaves. Sin necesidad de que se lo pidieran, Rizzardi se agachó y ayudó al comisario a girar el cuerpo para registrarle los bolsillos de atrás. En uno había un rectángulo de cartulina amarilla, evidentemente empapado, y un billete de tren; en el otro, una servilleta de papel. Brunetti hizo una seña a Rizzardi y entre los dos volvieron a dejar el cadáver boca arriba.
El comisario mostró al doctor una de las monedas.
– ¿Qué es? -preguntó Rizzardi.
– Dinero norteamericano. Veinticinco centavos. -Parecía extraño encontrar eso en el bolsillo de un muerto, en Venecia.
– Ah, eso debe de ser -dijo el médico-. Norteamericano.
– ¿Qué?
– La razón por la que está en tan buena forma -respondió Rizzardi, sin advertir la triste incongruencia del presente de indicativo-. Eso podría explicarlo. Están siempre en forma, siempre sanos. -Los dos hombres miraron el cuerpo, el liso abdomen que asomaba bajo la camisa desabrochada.
– Si es norteamericano -prosiguió Rizzardi-, sus dientes lo dirán.
– ¿Cómo?
– El trabajo dental. Sus dentistas utilizan técnicas diferentes, mejor material. Si le han hecho algún tipo de intervención, esta misma tarde podré decirle si era norteamericano.
Si Brunetti hubiera sido otro, quizá hubiera pedido a Rizzardi que lo mirase ahora, pero no tenía prisa ni quería volver a violentar aquella cara joven.
– Gracias, Ettore. Enviaré un fotógrafo para que saque unas cuantas fotos. ¿Cree que podrá cerrarle los ojos?
– Por supuesto. Procuraré que quede lo más natural posible. Pero querrá que en las fotos tenga los ojos abiertos, ¿no?
Brunetti estuvo a punto de contestar que no quería volver a ver aquellos ojos abiertos, pero rectificó:
– Sí, sí, claro.
– Y envíe también a alguien a tomarle las huellas dactilares, Guido.
– Sí.
– Bien. Llámeme a eso de las tres.
Los dos hombres intercambiaron un rápido apretón de manos y el doctor Rizzardi agarró el maletín. Sin decir adiós, cruzó el campo en dirección al portalón abierto del hospital con dos horas de adelanto respecto a su horario de trabajo habitual.
Mientras el médico y el comisario examinaban el cadáver, habían llegado más agentes; ahora eran ocho y habían formado un semicírculo a unos tres metros de la víctima, de espaldas a ella.
– Sargento Vianello -gritó Brunetti, y uno de los hombres se salió de la formación y se reunió con él-. Que dos hombres lo suban a la lancha y lo lleven al cementerio.
Mientras se cumplía la orden, Brunetti reanudó su contemplación de la fachada de la basílica y sus esbeltos capiteles. Luego, sus ojos cruzaron el campo y se posaron en la estatua de Colleoni, quizá testigo del crimen.