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– ¿Qué preguntas le hicieron? -inquirió Brunetti.

– Uno, que si sabía qué cuadros eran. Como si yo pudiera no saber eso. Y, el otro, que si reconocía al hombre de la foto, y cuando le dije que no, pareció que no acababa de creerme.

– Pero eso ya está aclarado -dijo Brunetti-. Ese chico no tuvo nada que ver con el robo.

– ¿Y no hay más sospechosos?

– Desgraciadamente, no -respondió Brunetti, preguntándose por qué Viscardi estaría tan deseoso de descartar al joven de la foto-. Ha dicho usted que le han disgustado varias cosas, signor Viscardi, y ésa es sólo una. ¿Cuáles son las otras, si me permite la pregunta?

Viscardi se llevó la copa a los labios, la bajó sin beber y dijo:

– Me he enterado de que se han hecho ciertas preguntas acerca de mi persona y mis negocios.

Brunetti abrió mucho los ojos fingiendo sorpresa:

– Confío que no sospechará que yo haya estado indagando en su vida privada, signor Viscardi.

Bruscamente, Viscardi dejó la copa, casi llena todavía, en el mostrador y dijo con vehemencia:

– Qué asco. -Al advertir la sorpresa de Brunetti, explicó-: El vino, por supuesto. Me parece que la elección del bar no ha sido muy afortunada.

– Muy bueno no es, desde luego -reconoció Brunetti, dejando la copa vacía en el mostrador, al lado de la de Viscardi.

– Insisto, comisario, se ha preguntado acerca de mis asuntos. Nada bueno podrá conseguirse con esas preguntas. Si siguen invadiendo mi esfera privada, lamentándolo mucho, tendré que pedir ayuda a ciertos amigos.

– ¿A qué amigos, signor Viscardi?

– Sería presunción por mi parte dar sus nombres. Sólo puedo decir que son lo bastante importantes como para impedir que se me haga víctima de acoso burocrático. Llegado el caso, estoy seguro de que intervendrían para poner coto.

– Eso suena a amenaza, signor Viscardi.

– No sea melodramático, dottor Brunetti. Mejor llamémosle sugerencia. Y es una sugerencia que apoya su suegro. Sé que hablo en su nombre cuando digo que será más prudente no hacer esas preguntas. Repito, nada bueno puede resultar para el que las haga.

– No estoy seguro de que pueda resultar algo bueno de cualquier cosa que tenga que ver con sus negocios, signor Viscardi.

Con un brusco ademán, Viscardi se sacó del bolsillo varios billetes sueltos y los dejó caer en el mostrador, sin molestarse en preguntar cuánto costaba el vino. Sin decir nada a Brunetti, dio media vuelta y fue hacia la puerta del bar. Brunetti le siguió. Había empezado a llover, el viento del otoño sacudía una cortina de agua. Viscardi se paró en la puerta, pero sólo lo justo para subirse el cuello de la gabardina. Sin decir nada ni mirar a Brunetti, salió a la lluvia y desapareció rápidamente por una esquina.

Brunetti se quedó en la puerta un momento. Por fin, se decidió a desenrollar La Repubblica mostrando todo el paraguas. Dobló el periódico de forma más manejable y echó a andar. Oprimió el botón de apertura y, al levantar la mirada, vio extenderse sobre su cabeza el círculo de plástico con los elefantes que bailaban alegremente. Con el agrio sabor del vino en la boca, se encaminó con rapidez hacia su casa y su almuerzo.

CAPÍTULO XXIV

Brunetti volvió a la questura por la tarde, no sin antes exigir a Chiara la devolución de su paraguas negro. Estuvo contestando correspondencia durante una hora aproximadamente, pero se marchó temprano, diciendo que tenía una cita, a pesar de que para la cita con Ruffolo aún faltaban más de seis horas. Cuando llegó a casa, habló a Paola de su cita de medianoche, y ella, recordando anteriores conversaciones sobre Ruffolo, coincidió con su marido en considerarlo un capricho, una pincelada melodramática claramente inspirada por la mucha televisión que había mirado durante su última estancia en la cárcel. Brunetti no había visto a Ruffolo desde la última vez que había testificado contra él, y esperaba encontrarlo como siempre: amigable, orejudo y atolondrado, con prisa por seguir quemando su vida.

A las once, salió a la terraza y se quedó mirando las estrellas. Media hora después, salía de casa después de decir a Paola que probablemente a la una ya estaría de vuelta y que no le esperase levantada. Si Ruffolo se entregaba, tendría que llevarlo a la questura, tomarle declaración y hacérsela firmar, y podría tardar horas. Dijo que, en tal caso, trataría de llamarla, pero sabía que ella estaba acostumbrada a que su marido estuviera fuera de casa a cualquier hora y probablemente dormiría tan profundamente que no oiría el teléfono. Por otra parte, no quería despertar a los niños.

El barco 5 dejaba de circular a las nueve, por lo que forzosamente tenía que ir andando. No le molestaba y, menos, en esta espléndida noche de luna. Como de costumbre, caminaba maquinalmente, dejando que sus pies, entrenados por décadas de recorrer la ciudad, buscaran el itinerario más corto. Cruzó Rialto, atravesó Campo Santa Marina y bajó hacia San Francesco della Vigna. Como era habitual a esta hora, la ciudad estaba prácticamente desierta. Se cruzó con un vigilante nocturno que metía por las rejas de ballesta de las tiendas pequeños rectángulos de papel naranja, para dejar constancia de su ronda. Al pasar por delante de un restaurante, vio a los camareros de chaqueta blanca agrupados alrededor de una mesa, tomando la última copa antes de ir a casa. Y gatos. Sentados, tumbados, enroscados junto a las fuentes, paseando. Estos gatos no iban de caza, pese a que abundaban las ratas. Ni se dignaban mirarle, ya que conocían bien el horario de los que venían a darles de comer y sabían que este desconocido no era uno de ellos.

Pasó por el lado derecho de la iglesia de San Francesco della Vigna, cortó hacia la izquierda y se dirigió a la parada del vaporetto de Celestia. Vio ante sí la nítida silueta de la pasarela con su barandilla metálica y su escalera, por la que ahora subió. Una vez arriba, en el punto de arranque de la pasarela, miró hacia el puente -en forma de joroba de camello- que se alzaba en el hueco del muro del Arsenale que permitía al barco 5 atravesar la isla e ir a salir al bacino de San Marco.

El puente estaba desierto, lo veía claramente. Ni el mismo Ruffolo sería tan imprudente como para situarse en un lugar visible desde cualquier barco, sabiendo que la policía lo buscaba. Probablemente habría saltado a la pequeña playa que quedaba al otro lado del puente. Brunetti echó a andar hacia el puente, cediendo a una momentánea irritación por encontrarse aquí, deambulando con el frío de la noche, en lugar de estar en casa, en la cama, como una persona sensata. ¿Por qué se habría empeñado el chiflado de Ruffolo en hablar con una persona importante? Si quería ver a una persona importante, que fuera a la questura y hablara con Patta.

Al pasar sobre la primera de las pequeñas playas, de apenas unos metros de largo, Brunetti bajó la mirada, buscando a Ruffolo. Al pálido resplandor de la luna, la vio desierta, sembrada de cascotes cubiertos por una capa de algas cenagosas. El signorino Ruffolo estaba muy equivocado si creía que Brunetti iba a saltar a una de estas playas pringosas para charlar con él. Esta semana ya había perdido un par de zapatos, y no perdería ahora otro. Si Ruffolo quería hablar con él, que subiera a la pasarela o que gritara desde abajo para hacerse oír.

Subió la escalera de un lado del puente de cemento, se quedó un momento arriba y bajó por el otro lado. Frente a él vio la otra pequeña playa. Su parte más alejada quedaba oculta por un saliente del grueso muro de ladrillo del Arsenale que se levantaba a la derecha de Brunetti, hasta una altura de diez metros sobre su cabeza.