Aquellos impuestos servían para pagar su sueldo, cierto. Pero eso había dejado de inquietarle, lo mismo, sospechaba, que a la mayoría de sus conciudadanos. En un país en el que la Mafia podía asesinar a su antojo, no pedir el comprobante del pago de una taza de café no era un delito que interesara a Brunetti.
Cuando volvió a su despacho, encontró en la mesa el recado de que llamara a Rizzardi. Así lo hizo y aún pudo encontrar al forense en su despacho de la isla del cementerio.
– Ciao, Ettore. Aquí Guido. ¿Qué puede decirme?
– Le eché una ojeada a la dentadura. Trabajo norteamericano. Seis empastes y un puente, a lo largo de varios años, pero no cabe duda sobre la técnica. Todo norteamericano.
Brunetti se guardó de preguntarle si estaba seguro.
– ¿Qué más?
– La hoja del arma criminal tenía dos centímetros de ancho y, por lo menos, quince de largo. La punta penetró en el corazón, tal como yo me figuraba. Pasó entre las costillas sin rozarlas siquiera, de modo que quien lo hiciera sabía que tenía que sostener la hoja perfectamente horizontal. Y el ángulo era perfecto. -El médico hizo una breve pausa y agregó-: Puesto que la herida está en el lado izquierdo, diría que el asesino es diestro o, por lo menos, utilizó la derecha.
– ¿Y de la estatura, puede decirme algo?
– Nada concreto. Pero tenía que estar cerca de la víctima, cara a cara.
– ¿Señales de lucha? ¿Tenía algo en las uñas?
– Nada. Pero tenga en cuenta que ha estado en el agua unas cinco o seis horas, de manera que lo que pudiera tener se habrá disuelto.
– ¿Cinco o seis horas?
– Sí. Yo diría que murió entre las doce y la una de la noche.
– ¿Algo más?
– Nada de particular. Estaba en buena forma física. Bien musculado.
– ¿Comida?
– Comió algo varias horas antes de morir. Probablemente, un bocadillo. Jamón y tomate. Pero no bebió nada, por lo menos nada alcohólico. No tenía alcohol en la sangre y, por el estado del hígado, yo diría que debía de beber poco o nada.
– ¿Cicatrices? ¿Operaciones?
– Tenía una pequeña cicatriz… -empezó Rizzardi, y Brunetti oyó roce de papel-…en la muñeca izquierda, en forma de media luna. Pudo producírsela cualquier cosa. No había sido operado de nada. Tenía vegetaciones y apéndice. Una salud perfecta. -Por el tono de voz de Rizzardi dedujo Brunetti que esto era todo lo que podía decirle el médico.
– Gracias, Ettore. ¿Me enviará un informe por escrito?
– ¿Quiere verlo «Su Superioridad»?
Brunetti sonrió al oír el título que Rizzardi daba a Patta.
– Me lo ha pedido, sí. Aunque no estoy seguro de que vaya a leerlo.
– Pues le pondré tanta jerga médica que, si quiere enterarse de lo que dice, va a tener que llamarme para que se lo descifre. -Tres años antes, Patta se había opuesto a la designación de Rizzardi para el puesto de forense, porque el hijo de un amigo que estaba terminando la carrera de medicina buscaba un empleo del gobierno. Pero Rizzardi, con quince años de experiencia en medicina forense, se había llevado la plaza, y desde entonces él y Patta libraban una batalla de guerrillas.
– Entonces espero leerlo -dijo Brunetti.
– No va a entender ni una palabra. Ni lo intente, Guido. Si tiene alguna duda, llámeme y con mucho gusto procuraré aclarársela.
– ¿Qué me dice de la ropa? -preguntó Brunetti, aunque sabía que ésta no era responsabilidad de Rizzardi.
– Llevaba vaqueros, Levi's. Y una zapatilla Reebok, número cuarenta y dos. -Antes de que Brunetti pudiera decir algo, Rizzardi agregó-: Ya sé, ya sé. Eso no quiere decir que fuera norteamericano. Hoy en día puedes comprar Levis y Reeboks en todas partes. Pero la ropa interior es norteamericana. Las etiquetas están en inglés y dicen: «Made in USA». -El tono de voz del médico cambió denotando una curiosidad insólita en él-: ¿Sus hombres han averiguado algo en los hoteles? ¿Alguna idea de quién era?
– No sé nada. Supongo que aún estarán haciendo llamadas.
– Espero que no tarden en descubrir quién es, para que podamos enviarlo a su casa. No es nada grato morir en un país extraño.
– Gracias por todo, Ettore. Haré todo lo que pueda por averiguar quién era. Y enviarle a su casa.
Brunetti colgó el teléfono. Norteamericano. No llevaba billetero, ni pasaporte, ni documentos de identidad, ni dinero, excepto aquellas monedas. Todo ello parecía indicar que había sido víctima de un atraco callejero, un atraco que se había torcido trágicamente y había acabado en asesinato en lugar de robo. Y el ladrón tenía un cuchillo y lo había utilizado con suerte o con habilidad.
Los delincuentes callejeros de Venecia tenían algo de suerte, pero rara vez tenían habilidad. Solían utilizar el método de robar y correr. En otra ciudad, este caso hubiera podido considerarse un atraco callejero que había acabado mal, pero aquí, en Venecia, no ocurrían estas cosas. ¿Habilidad o suerte? Si había sido habilidad, ¿quién era el habilidoso y por qué había sido necesaria tanta destreza?
Brunetti llamó a la oficina general para preguntar si los hombres habían averiguado algo en los hoteles. En los de primera y segunda categoría sólo faltaba un cliente, un hombre de más de cincuenta años que la noche anterior no había vuelto al Gabriele Sandwirth. Ya habían empezado a preguntar en los hoteles pequeños, en uno de los cuales dijeron que un cliente norteamericano se había marchado la pasada noche, pero la descripción no cuadraba.
Brunetti pensó entonces que quizá la víctima tuviera alquilado un apartamento. En tal caso, podían transcurrir varios días antes de que se denunciara su desaparición, y quizá ni llegara a echársele de menos.
El comisario llamó al laboratorio y preguntó por Enzo Bocchese, el técnico principal. Cuando éste se puso al teléfono, Brunetti preguntó:
– Bocchese, ¿puede decirme algo de las cosas que llevaba en los bolsillos? -No hacía falta especificar a qué bolsillos se refería.
– Hemos pasado el billete de tren por infrarrojos. Estaba tan deteriorado que creí que no sacaríamos nada. Pero algo sacamos.
A Bocchese, que se sentía muy orgulloso de su tecnología y de lo que podía conseguir con ella, le gustaba que le hiciesen preguntas y elogios.
– Bien. No sé cómo se las ingenia, pero siempre encuentra usted algo. -Ojalá fuera verdad esta vez-. ¿De dónde era el billete?
– De Vicenza. Ida y vuelta a Venecia. Comprado ayer. El trayecto de ida estaba validado. Va a venir un empleado de la estación, por si puede decirnos algo acerca del tachado; por ejemplo, en qué tren se hizo. Sin embargo, no estoy seguro de que sea posible.
– ¿De qué clase es el billete, primera o segunda?
– Segunda.