A pocos metros de la isla, se paró y llamó en voz baja:
– Ruffolo, soy Brunetti.
No hubo respuesta.
– Peppino, soy Brunetti.
Silencio. Era tan clara la luna que proyectaba sombras, y la parte de la pequeña isla que se encontraba debajo de la pasarela quedaba en la oscuridad. Se veía un pie, un pie calzado con un zapato marrón, y una pierna. Brunetti se asomó a la barandilla, pero seguía viendo sólo el pie y la pierna que desaparecía en la sombra de la pasarela. Escaló la barandilla y se dejó caer sobre el lecho de piedras, resbalando en las algas y amortiguando la caída con las manos. Al levantarse vio el cuerpo más claramente, pese a que la cabeza y los hombros seguían en la sombra. Pero no importaba, porque ya sabía quién era. El caído tenía un brazo extendido hacia el agua. Unas olas minúsculas le lamían delicadamente los dedos. El otro brazo estaba doblado debajo del cuerpo. Brunetti se agachó y le palpó la muñeca, pero no encontró el pulso. La piel estaba fría e impregnada de la humedad de la laguna. Se acercó un paso, situándose bajo la sombra, y puso una mano en el cuello del muchacho. No palpitaba. Cuando se enderezó y volvió a salir al claro de luna, Brunetti vio que tenía sangre en los dedos. Se agachó y agitó la mano rápidamente en el agua de la laguna, un agua sucia que habitualmente le repugnaba.
Se puso en pie y se secó la mano en el pañuelo, sacó del bolsillo una linterna lápiz y volvió a inclinarse bajo la pasarela. La sangre procedía de una gran herida que Ruffolo tenía en el lado izquierdo de la cabeza. Había una roca situada a la distancia justa para que pareciera que, al saltar de la pasarela, el muchacho había resbalado en las algas, caído de espaldas y se había abierto la cabeza. Brunetti estaba seguro de que en la roca habría sangre, sangre de Ruffolo.
Oyó una pisada ligera encima de su cabeza e, instintivamente, se escondió debajo de la pasarela. Al moverse, las piedras y cascotes rechinaron bajo sus pies de un modo que se le antojó ensordecedor. Se agachó con la espalda pegada al muro del Arsenale, cubierto de verdín. Volvió a oír pasos.
– ¿Brunetti?
La voz conocida le disipó el pánico.
– Vianello -exclamó Brunetti saliendo de debajo de la pasarela-, ¿qué diablos hace aquí?
La cabeza de Vianello apareció sobre la barandilla, mirando al lugar en el que estaba Brunetti, rodeado de escombros.
– He venido siguiéndole desde que pasó por delante de la iglesia, hará un cuarto de hora. -Brunetti no había visto ni oído nada, pese a estar convencido de que tenía los sentidos alerta.
– ¿Ha visto a alguien?
– No, señor. Me he quedado ahí abajo, en la parada del barco, leyendo el horario, para dar la impresión de que había perdido el último y no era capaz de averiguar cuándo pasaba el siguiente. Algún pretexto había de tener para estar aquí a estas horas. -Vianello enmudeció bruscamente, y Brunetti comprendió que acababa de ver la pierna que asomaba debajo de la pasarela.
– ¿Es Ruffolo? -preguntó, sorprendido. Era ya demasiado lo que esto se parecía a una película de Hollywood.
– Sí. -Brunetti se apartó del cadáver situándose debajo de Vianello.
– ¿Qué ha pasado?
– Está muerto. Da la impresión de que se ha caído. -Brunetti hizo una mueca al advertir la precisión de sus palabras. Ésta era exactamente la impresión.
El policía se arrodilló y tendió una mano a Brunetti.
– ¿Le ayudo a subir?
Brunetti levantó la cabeza y después bajó la mirada a la pierna de Ruffolo.
– No, Vianello, me quedaré aquí abajo con él. En la parada de Celestia hay teléfono. Pida que nos manden un barco.
Vianello se alejó rápidamente, y Brunetti se asombró del estrépito con que sus pasos resonaban debajo de la pasarela. Con qué sigilo habría llegado, para que Brunetti no le oyera hasta que lo tuvo mismamente encima.
Cuando se quedó solo, Brunetti volvió a sacar la linterna y se inclinó sobre el cuerpo de Ruffolo. El joven llevaba un jersey grueso, sin chaqueta, y no tenía más bolsillos que los del pantalón vaquero. En el de atrás llevaba un billetero que contenía lo habituaclass="underline" documento de identidad (Ruffolo no tenía más que veintiséis años), permiso de conducir (como no era veneciano, lo había sacado), veinte mil liras y las consabidas tarjetas de plástico y trozos de papel con números de teléfono. Después los repasaría. Llevaba reloj, pero no tenía monedas sueltas en los bolsillos. Brunetti se metió de nuevo la cartera en el bolsillo y se volvió de espaldas al cuerpo. Dirigió la mirada a lo lejos sobre el agua reluciente, hacia las luces de Murano y Burano. El reflejo de la luna estaba quieto en el agua tersa de la laguna sin barcos. Era una lámina plateada que unía el continente a las islas. Recordó algo que Paola le había leído una vez, la noche en que le dijo que estaba embarazada de Raffaele, algo que hablaba de una fina hoja de oro. No; no era fina: era etérea. Así era su amor. Entonces no acabó de entenderlo, emocionado como estaba por la noticia. Pero ahora recordó la imagen, al ver el reflejo de la luna en la laguna: etérea hoja de plata. Mientras Ruffolo, el desdichado Ruffolo, estaba a sus pies, muerto.
El barco empezó a oírse desde muy lejos, pero al poco salía zumbando por Rio di Santa Giustina con la luz azul girando en la cabina de proa. Brunetti hizo señales con la linterna, para guiar al piloto hacia la pequeña playa. El piloto se acercó cuanto pudo. Dos policías se calzaron botas altas y llegaron a la orilla andando. Dieron otro par a Brunetti, que se las puso encima de los zapatos y del pantalón. Esperó a que llegaran los otros, atrapado en la pequeña playa con Ruffolo, la presencia de la muerte y el olor a algas putrefactas.
Cuando hubieron hecho las fotografías del cuerpo, levantado el cadáver y llegado a la questura para hacer el informe, ya eran las tres de la madrugada. Brunetti se disponía a irse a casa cuando entró Vianello y le puso encima de la mesa un papel pulcramente mecanografiado.
– Si me hace el favor de firmarlo -dijo-, yo me encargaré de hacerlo llegar a su destino.
Brunetti miró el papel y vio que era un informe detallado de su plan para reunirse con Ruffolo, escrito en tiempo futuro. Miró la parte superior de la hoja y vio que llevaba fecha de la víspera y estaba dirigida al vicequestore Patta.
Una de las normas que Patta había implantado en la questura cuando se hizo cargo de su jefatura hacía tres años era que, antes de las siete treinta de la tarde, los tres comisarios debían dejar encima de su mesa el informe completo del trabajo realizado durante el día y el plan del día siguiente. Puesto que a Patta nunca se le veía en la questura tan tarde ni antes de las diez de la mañana, hubiera sido fácil dejarle el papel encima de la mesa, de no ser porque sólo había dos llaves del despacho de Patta. Una la llevaba él colgada con una cadena de oro del último ojal del chaleco de su terno inglés. De la otra era depositario el teniente Scarpa, un siciliano de Palermo con cara de pocos amigos, ciegamente fiel a su superior. Scarpa estaba encargado de cerrar el despacho a las siete y media de la tarde y abrirlo a las ocho y media de la mañana. También repasaba los papeles que había en la mesa de su superior cuando abría el despacho.
– Se lo agradezco, Vianello -dijo Brunetti, cuando hubo leído los dos primeros párrafos del informe, que explicaba detalladamente los motivos de su entrevista con Ruffolo y por qué consideraba conveniente que Patta estuviera al corriente. Sonrió con cansancio y tendió la hoja a Vianello, sin molestarse en acabar de leer-. Pero me parece que no hay manera de impedir que descubra que hice esto por mi cuenta y riesgo y que no tenía intención de informarle.
Vianello no se movió.
– Usted firme, comisario, que yo me encargaré del resto.
– Vianello, ¿qué piensa hacer con este papel?