En lugar de responder, Vianello dijo:
– Él me tuvo dos años en robos de pisos, ¿no es cierto? A pesar de que me cansé de pedir el traslado. -Golpeó el papel con el índice-. Si usted lo firma, comisario, esto estará en su mesa mañana por la mañana.
Brunetti firmó el papel y lo dio a Vianello.
– Gracias, sargento. Diré a mi mujer que le llame si un día se olvida las llaves.
– A sus órdenes, comisario. Buenas noches.
CAPÍTULO XXV
Aunque no se había acostado hasta más de las cuatro, Brunetti ya estaba en la questura a las diez de la mañana. Encontró en su mesa notas que le informaban de que la autopsia de Ruffolo se haría aquella tarde, que se había comunicado a la signora Concetta la muerte de su hijo y que el vicequestor Patta deseaba ver en su despacho a Brunetti en cuanto llegara.
Patta, ¿en su despacho antes de las diez? Un prodigio digno de ser pregonado por los coros angélicos.
Cuando Brunetti entró en el despacho, Patta levantó la mirada y al comisario le pareció que le sonreía, una ilusión óptica causada sin duda por su falta de descanso.
– Buenos días, Brunetti. Siéntese, por favor. No debía llegar tan temprano, después de sus hazañas de anoche.
¿Hazañas?
– Muchas gracias. Es un placer verle por aquí tan temprano.
Patta hizo como si no le hubiera oído y siguió sonriendo.
– Ha llevado usted muy bien este asunto de Ruffolo. Me alegro de que finalmente lo viera del mismo modo que yo.
Brunetti no podía adivinar de qué le hablaba, y eligió la vía de menor riesgo.
– Muchas gracias.
– Eso lo aclara todo, ¿no? Es verdad que no tenemos una confesión, pero me parece que el procuratore convendrá con nosotros en que Ruffolo quería hacer un trato. Era tan tonto como para llevar encima la prueba, pero estoy seguro de que creía que ayer no harían más que hablar.
En la pequeña playa no había ningún cuadro, de esto Brunetti estaba seguro. Pero podía llevar, bien disimulada, alguna de las joyas de la signora Viscardi. Brunetti únicamente le había registrado los bolsillos, por lo que no podía descartar esta posibilidad.
– ¿Dónde la llevaba? -preguntó.
– En la cartera, Brunetti. No me diga que no la vio. Estaba en la lista de los objetos que llevaba encima cuando encontramos el cuerpo. ¿No se quedó usted a hacer la lista?
– El sargento Vianello se encargó de eso.
– Comprendo. -A la primera señal de lo que parecía un descuido de Brunetti, la actitud de Patta se hizo más afable todavía-. Entonces, ¿no lo vio?
– No, señor; lo lamento, debió de escapárseme. Allí había muy poca luz. -Empezaba a no entender nada. No había joyas en la cartera de Ruffolo, a no ser que hubiera vendido alguna de las piezas por veinte mil liras.
– Los norteamericanos nos enviarán a alguien a examinarlo, pero no creo que quepa la menor duda. Está el nombre de Foster, y dice Rossi que la foto parece suya.
– ¿Del pasaporte?
La sonrisa de Patta era condescendiente.
– El documento militar de identidad.
Claro. Las tarjetas de plástico que estaban en la cartera y que él había vuelto a guardar sin leer.
– Es la prueba concluyente de que lo mató Ruffolo -prosiguió Patta-. El norteamericano haría algún amago. Una estupidez, delante de un cuchillo. Y a Ruffolo, recién salido de la cárcel, debió de entrarle pánico. -Patta sacudió la cabeza, atónito por la temeridad de los criminales.
– Se da la coincidencia de que ayer por la tarde me llamó el signor Viscardi para decirme que era posible que el joven de la foto estuviera en su casa aquella noche. En aquellos momentos, la sorpresa le impidió pensar con claridad. -Patta frunció los labios con gesto de reprobación al agregar-: Y el trato que recibió de sus agentes, comisario, no le ayudó a recordar. -Mudó de expresión, y volvió a florecer la sonrisa-: Pero todo eso es agua pasada, y no parece guardarles rencor. Así pues, tenían razón esos turistas belgas y Ruffolo estaba entre los ladrones. Supongo que no debió de conseguir mucho dinero del norteamericano y pensó en montar una operación más provechosa.
Patta estaba muy comunicativo.
– Ya he hablado con la prensa. Les he dicho que desde el principio no tuvimos ni la menor duda. El asesinato del norteamericano fue fortuito. Ahora, a Dios gracias, así se ha demostrado. -Mientras oía a Patta atribuir tan lisa y llanamente el asesinato de Foster a Ruffolo, Brunetti comprendió que la muerte de la doctora Peters nunca se consideraría más que suicidio.
No tenía más remedio que desafiar al monstruo de la certidumbre de Patta.
– Pero, ¿por qué iba a correr el riesgo de llevar la tarjeta del norteamericano? No lo comprendo.
Patta lo arrolló.
– Él corría más que usted, comisario, de modo que no había peligro de que se la encontraran. O quizá olvidó que la llevaba.
– La gente no suele olvidarse de pruebas que los relacionan con un asesinato.
Patta hizo como si no le oyera.
– He dicho a la prensa que teníamos razones para sospechar de Ruffolo desde el principio, y que por eso quería usted hablar con él. Que probablemente él temía que sospecháramos y pensó que podía hacer un trato con nosotros acerca de un delito menor. O quizá iba a acusar a alguien más de la muerte del norteamericano. Que tuviera en su poder la tarjeta de identidad indica claramente que lo mató él. -Al fin y al cabo, que Brunetti hubiera estado seguro de ello disiparía cualquier duda al respecto-. Porque usted fue a verle por eso, ¿no? Para hablar del norteamericano. -Como Brunetti no respondiera, Patta repitió la pregunta-: ¿No era por eso, comisario?
Brunetti desestimó la pregunta con un movimiento de cabeza y preguntó, a su vez:
– ¿Ha dicho algo de esto al procuratore?
– Por supuesto. ¿Qué cree que he estado haciendo toda la mañana? Él piensa lo mismo que yo, que el caso está cerrado: Ruffolo mató al norteamericano al ir a robarle y después trató de sacar más dinero robando el palazzo Viscardi.
Brunetti hizo una última tentativa de razonamiento.
– Un atraco callejero y un robo de obras de arte son dos delitos completamente diferentes.
La voz de Patta subió de tono.
– Hay pruebas de que intervino en ambos delitos, comisario. Está el documento de identidad y están los testigos belgas. Antes usted estaba dispuesto a creer que los vieron la noche del robo. Y ahora el signor Viscardi cree recordar a Ruffolo. Me ha pedido ver otra vez la foto y, si lo reconoce, no habrá duda posible. Existen pruebas más que suficientes para mí y más que suficientes para convencer al procuratore.
Brunetti echó la silla hacia atrás y se puso en pie bruscamente.
– ¿Manda algo más?
– Creí que se alegraría, Brunetti -dijo Patta con verdadera sorpresa-. Esto cierra el caso del norteamericano, aunque hará más difícil encontrar los cuadros del signor Viscardi. En realidad, no es usted un héroe, ya que no detuvo a Ruffolo, pero estoy seguro de que lo hubiera detenido, si no llega a caerse de la pasarela.
Probablemente a Patta le hubiera resultado más fácil entregar a su primogénito que decir a Brunetti estas palabras. Habría que darse por satisfecho con el obsequio.
– Muchas gracias.
– Como puede suponer, dejé bien claro que seguía usted instrucciones mías y que yo sospeché de Ruffolo desde el principio. Al fin y al cabo, hacía apenas una semana que había salido de la cárcel cuando mató al norteamericano.
– Sí, señor.
– Es una lástima que no hayamos encontrado los cuadros del signor Viscardi. Trataré de ir a verle hoy mismo, si tengo un momento, para informarle personalmente.