– ¿Está aquí?
– Sí; ayer, cuando hablé con él, me dijo que hoy estaría en Venecia y que no tenía inconveniente en venir a mirar la fotografía otra vez. Como le digo, eso despejará cualquier duda.
– ¿Le parece que estará muy disgustado porque no hayamos recuperado los cuadros?
– Oh -hizo Patta, que era evidente que ya había pensado en ello-, naturalmente. Todo coleccionista ama profundamente sus cuadros. Hay personas para las que el arte es algo vivo. No sé si usted me comprende, Brunetti, pero le aseguro que es así.
– Imagino que eso es lo que Paola debe de sentir por ese Canaletto.
– ¿Ese qué?
– Canaletto. Era un pintor veneciano. Un tío de Paola nos regaló un cuadro suyo cuando nos casamos. No es muy grande, pero ella le tiene mucho cariño. Por más que le digo que deberíamos colgarlo en la sala, ella se empeña en tenerlo en la cocina. -Como venganza no era gran cosa, pero era mejor que nada.
Patta dijo, con un hilo de voz:
– ¿Su esposa tiene un cuadro de Canaletto colgado en la cocina?
– Sí. Me alegro de que también a usted le parezca un lugar poco apropiado. Se lo diré. -Patta estaba tan horrorizado que Brunetti decidió no decirle que también había tratado de convencer a su mujer de que en la cocina estaría mucho mejor el dibujo de las manzanas de aquel francés, por temor a la impresión que pudiera causar en Patta el nombre de Cézanne.
– Ahora bajaré a ver qué ha hecho Vianello. Le encargué varias cosas.
– Muy bien, Brunetti. Yo sólo quería felicitarle por un trabajo bien hecho. El signor Viscardi estaba muy satisfecho.
– Muchas gracias -dijo Brunetti dirigiéndose hacia la puerta.
– Es amigo del alcalde, ¿lo sabía?
– No, señor; no lo sabía. -Pero hubiera debido saberlo.
Encontró a Vianello sentado a su escritorio. Cuando llegó Brunetti, el sargento le sonrió.
– Dicen que hoy es usted un héroe.
– ¿Qué más había escrito en el papel que firmé anoche? -preguntó Brunetti sin preámbulos.
– Que usted pensaba que Ruffolo estaba complicado en la muerte del norteamericano.
– Eso es absurdo. Usted conocía a Ruffolo. Hubiera echado a correr con sólo que alguien le hubiera gritado.
– Había estado dos años en la cárcel. Quizá había cambiado.
– ¿De verdad lo cree así?
– Es posible.
– No le pregunto eso, Vianello. Le pregunto si cree realmente que lo hizo él.
– Si no lo hizo, ¿cómo fue a parar a su billetero la tarjeta de identidad del norteamericano?
– ¿Entonces lo cree?
– Sí. Por lo menos, lo considero posible. ¿Usted no?
A causa de la advertencia del conde -ahora Brunetti sólo podía interpretar sus palabras como lo que eran, una advertencia- acerca de la relación que existía entre Gamberetto y Viscardi, ahora veía también que la amenaza de Viscardi nada tenía que ver con la investigación que hacía Brunetti del robo perpetrado en el palazzo. Eran las pesquisas relacionadas con el asesinato de los dos norteamericanos lo que le había valido la amenaza de Viscardi, asesinatos con los que el pobre Ruffolo nada tenía que ver, asesinatos, ahora lo sabía, que quedarían impunes.
Su pensamiento fue de los dos norteamericanos a Ruffolo, que creía que por fin había dado un buen golpe, que se jactaba ante su madre de tener amigos importantes. Había robado en el palazzo, había hecho lo que el importante personaje le ordenaba, y le había atizado un poco, a pesar de que esto no era propio de Ruffolo. ¿Cuándo se había enterado Ruffolo de que el signor Viscardi estaba involucrado en algo mucho más grave que el robo de sus propios cuadros? Se había referido a tres cosas que interesarían a Brunetti -debían de ser los tres cuadros- y, no obstante, en su billetero sólo había una. ¿Quién la había puesto allí? ¿Se había apoderado Ruffolo de la tarjeta de identidad para utilizarla como moneda de cambio en su trato con Brunetti? O, peor, ¿había tratado de amenazar a Viscardi dando a entender que sabía lo que aquello significaba? ¿O, simplemente, había sido un infeliz ignorante, uno de tantos insignificantes peones del juego, lo mismo que Foster y Peters, que se utilizaban durante un tiempo y, cuando se enteraban de algo que comprometía a los jugadores importantes, eran destruidos? ¿Había puesto la tarjeta en su billetero la misma persona que lo había matado golpeándolo contra la roca?
Vianello seguía mirándole de un modo extraño, pero Brunetti no tenía una respuesta que darle, una respuesta plausible. Como era casi un héroe, subió a su despacho, cerró la puerta y estuvo mirando por la ventana durante cerca de una hora. Por fin, en el andamiaje de San Lorenzo habían aparecido varios hombres, pero a saber lo que estarían haciendo. Ninguno subía hasta el tejado, y las tejas seguían intactas. Tampoco parecían llevar herramientas. Recorrían los distintos pisos de andamios, subían y bajaban de uno a otro por las diversas escaleras, se reunían y conversaban, se separaban y volvían a trepar por las escaleras. Era como observar un ajetreo de hormigas: todo aquel movimiento parecía tener un objetivo, por lo menos, por la energía que se invertía en él, pero era un objetivo que ningún ser humano era capaz de comprender.
Sonó el teléfono, y Brunetti se volvió de espaldas a la ventana para contestar.
– Brunetti.
– Comisario Brunetti. Aquí el maggior Ambrogiani de la base norteamericana de Vicenza. Hace algún tiempo tuvimos ocasión de hablar a raíz de la muerte de aquel soldado ocurrida en Venecia.
– Ah, sí, maggiore -dijo Brunetti, después de marcar una pausa lo bastante prolongada como para dar a entender a quien estuviera escuchando la conversación que había tenido que hacer un esfuerzo para recordar al maggiore-. ¿En qué puedo servirle?
– Ya me ha servido, signor Brunetti, por lo menos, a mis colegas norteamericanos, al descubrir al asesino de aquel joven. Le llamo para expresarle mi agradecimiento personal y transmitirle el de las autoridades norteamericanas de la base.
– Ah, muy amable, maggiore. Le quedo muy reconocido. Por supuesto, todo cuanto podamos hacer por Estados Unidos, y muy especialmente por las agencias de su Gobierno, lo hacemos muy gustosos.
– Tiene razón, signor Brunetti. Así se lo comunicaré.
– Se lo agradezco, maggiore. ¿Puedo hacer algo más por usted?
– Sólo desearme suerte -dijo Ambrogiani con una risa forzada.
– Con gusto, maggiore, ¿y por qué, si me permite la pregunta?
– Por mi nuevo destino.
– ¿Y cuál es?
– Sicilia -le comunicó Ambrogiani con voz neutra.
– Ah, qué suerte, maggiore. Dicen que el clima es excelente. ¿Cuándo se va?
– Este fin de semana.
– ¿Tan pronto? ¿Y cuándo se reunirá su familia con usted?
– Eso, desgraciadamente, no será factible. Me han confiado el mando de una pequeña unidad de la montaña, a donde no nos es posible llevar a nuestras familias.
– Lo lamento de verdad, maggiore.
– Son gajes del servicio, imagino.
– Sin duda. ¿Podemos hacer por usted algo más desde aquí?
– No, comisario. De nuevo muchas gracias en mi nombre y en el de mis colegas norteamericanos.
– A sus órdenes, maggiore. Y buena suerte -dijo Brunetti, las únicas palabras sinceras que había pronunciado en toda la conversación. Colgó el teléfono y volvió a mirar el andamiaje. Ya no había hombres. Se preguntó si también los habrían enviado a Sicilia. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir en Sicilia un carabiniere? ¿Un mes? ¿Dos? Había olvidado cuánto tiempo le había dicho Ambrogiani que le faltaba para retirarse. Brunetti deseaba sinceramente que durase hasta entonces.