Brunetti empujó la puerta que guardaba Rossi. Al otro lado, la escena era muy similar a la del pasillo: grupos que charlaban y comentaban. Pero aquí todos llevaban la bata blanca del personal del hospital. Hasta él llegaban palabras y frases sueltas: «impazzita», «terribile», «che paura», «vecchiaccia». Ello confirmaba lo que había dicho Rossi, pero no daba a Brunetti una idea de lo sucedido.
Fue hacia la puerta de las salas de reconocimiento. Al verle, un enfermero se separó del grupo en el que estaba hablando y le cerró el paso.
– No puede entrar ahí. Está la policía.
– Yo soy de la policía -informó Brunetti, disponiéndose a pasar por su lado.
– No puedo dejarle entrar si no se identifica -insistió el hombre poniendo la mano en el pecho de Brunetti.
La oposición del enfermero volvió a desatar en Brunetti toda la cólera que había sentido ante Viscardi; echó el brazo hacia atrás, cerrando la mano involuntariamente en un puño. El hombre retrocedió, y este movimiento bastó para hacer reaccionar a Brunetti. Abrió la mano, sacó la cartera del bolsillo y mostró su credencial al enfermero. Aquel hombre estaba haciendo su trabajo.
– Sólo trato de cumplir con mi obligación, señor -se disculpó abriendo la puerta a Brunetti.
– Gracias -aceptó el comisario mientras pasaba por delante de él sin mirarle a los ojos.
Dentro vio a Vianello y a Miotti al otro extremo de la habitación. Se inclinaban sobre un hombre que estaba sentado en una silla apretándose la cabeza con una toalla. Vianello tenía la libreta en la mano y parecía estar interrogándole. Cuando se acercó Brunetti, los tres le miraron. Entonces Brunetti reconoció al que estaba sentado: era el doctor Ottavio Bonaventura, el ayudante de Rizzardi. El joven médico le saludó con un movimiento de cabeza, dobló el cuello hacia atrás y cerró los ojos sin apartar la toalla de la frente.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Brunetti.
– Es lo que tratamos de averiguar, comisario -respondió Vianello señalando a Bonaventura con un movimiento de cabeza-. Hace media hora, nos ha llamado una enfermera de ahí fuera -señaló, refiriéndose a la recepción-. Ha dicho que una loca había atacado a un médico y hemos venido inmediatamente. Al parecer, los enfermeros no podían sujetarla, a pesar de ser dos.
– Tres -concretó Bonaventura sin abrir los ojos.
– ¿Qué ha pasado?
– Aún no lo sabemos, comisario. Estamos tratando de averiguarlo. Cuando hemos llegado, ella ya no estaba, pero ignoramos si se la han llevado los enfermeros. Aún no sabemos nada -terminó, sin hacer nada por disimular la irritación. ¿Tres hombres no habían podido con una anciana?
– Dottor Bonaventura -preguntó Brunetti-, ¿puede usted explicarnos lo ocurrido? ¿Se encuentra bien?
Bonaventura asintió ligeramente. Retiró la toalla de la cabeza, y Brunetti vio que tenía un corte profundo que partía del pómulo y desaparecía entre el pelo encima de la oreja. El médico dobló la toalla de manera que quedara a la vista una parte limpia y se la aplicó a la herida.
– Yo estaba sentado a esa mesa -empezó, sin molestarse en señalar la única mesa de la habitación-, despachando papeles, cuando de repente, no sé de dónde, ha aparecido esa mujer, gritando como una loca. Se me ha echado encima agitando algo que traía en la mano, no sé qué, quizá sólo el bolso. Gritaba, pero yo no entendía lo que decía. Quizá de la sorpresa. O del susto. -Volvió a dar la vuelta a la toalla; la herida no dejaba de sangrar.
– Se ha acercado a la mesa, me ha golpeado y se ha puesto a romper papeles. Entonces han entrado los enfermeros, pero estaba frenética, histérica. Ha tirado al suelo a uno y el otro ha tropezado con él. No sé qué ha pasado entonces porque me ha entrado sangre en el ojo. Cuando he vuelto a mirar, ella ya no estaba. Había dos enfermeros en el suelo, y ella se había ido.
Brunetti miró a Vianello, que respondió.
– No, señor. No está ahí fuera. Ha desaparecido. He hablado con dos de los enfermeros, pero no saben nada de ella. Hemos llamado a la casa di riposo, pero no falta ningún residente. Como era la hora del almuerzo han podido contarlos fácilmente.
Brunetti miró otra vez a Bonaventura.
– ¿No tiene idea de quién pudiera ser, dottore?
– No la había visto nunca. Ni me explico cómo ha podido entrar.
– ¿Estaba usted con algún paciente?
– No; como le he dicho, estaba escribiendo.
Con aquel revuelo y el confuso relato de Bonaventura, Brunetti había olvidado su furor. Ahora, bruscamente, quedó paralizado, helado hasta los huesos, pero no por un sentimiento de cólera.
– ¿Cómo era esa mujer, dottore?
– Era, sencillamente, una mujer vieja y gruesa, vestida de negro.
– ¿Qué era lo que usted escribía, doctor?
– Ya se lo he dicho, un informe. De la autopsia.
– ¿Qué autopsia? -preguntó Brunetti, aunque no tenía necesidad de preguntar.
– La de ese chico que trajeron anoche. ¿Cómo se llamaba… Rigetti, Ribelli?
– No, dottore; Ruffolo.
– Eso es. Acababa de terminar. Ya está cosido. La familia tenía que venir a recogerlo a las dos, pero terminé temprano y trataba de hacer el informe antes de empezar con el siguiente.
– ¿Recuerda algo que ella dijera, dottore?
– Ya le he dicho que no se la entendía.
– Se lo ruego, trate de recordar -solicitó Brunetti esforzándose por mantener la voz serena-. Podría ser importante. Una palabra. Una frase. -Bonaventura no contestaba, y Brunetti apuntó-: ¿Hablaba italiano, doctor?
– Algo parecido. Algunas palabras eran italianas, pero el resto era dialecto, el más cerrado que he oído en mi vida. -Ya no había zonas limpias en la toalla de Bonaventura-. Me parece que vale más que vaya a que me curen esto -añadió.
– Sólo un momento, dottore. ¿Entendió usted alguna palabra?
– Alguna sí, claro. Gritaba: «Bambino, bambino», pero no creo que ese chico fuera su bambino. Esa mujer debía de tener más de sesenta años. -No los tenía, pero Brunetti no creyó necesario sacarlo de su error.
– ¿Entendió algo más, dottore? -insistió.
Bonaventura cerró los ojos bajo el peso combinado del dolor y el esfuerzo por recordar.
– Decía «Assassino», pero supongo que me lo decía a mí. Me amenazaba con matarme, pero sólo me ha golpeado. Es inconcebible. De su boca no salían palabras, sólo ruido, como de un animal. Me parece que entonces llegaron los enfermeros.
Brunetti se volvió y señaló con un movimiento de cabeza la puerta del depósito.
– ¿El cadáver está ahí?
– Sí; como ya le he dicho, se ha avisado a la familia para que vengan a recogerlo a las dos.
Brunetti fue hasta la puerta y la empujó. Dentro, a pocos metros, en una camilla metálica, estaba el cuerpo de Ruffolo, desnudo. La sábana estaba en el suelo, arrugada, como si la hubieran arrojado violentamente.
Brunetti se acercó unos pasos y contempló al joven. Al ver la gran oreja, cerró los ojos un momento. El cuerpo tenía la cabeza vuelta hacia un lado, por lo que Brunetti podía ver la herida de la trepanación que había hecho Bonaventura para examinar los daños del cerebro. La gran incisión en forma de mariposa cruzaba tórax y abdomen, la misma línea horrible que había surcado el cuerpo joven y fuerte del norteamericano. El círculo de la muerte se cerraba como trazado con un compás, situando a Brunetti otra vez en el punto de partida.
Andando hacia atrás, se alejó de los restos de Ruffolo y volvió al despacho. Ahora había otro hombre con bata blanca que se inclinaba sobre Bonaventura, manipulando delicadamente en la herida. Brunetti hizo una seña a Vianello y Miotti, pero antes de que ellos pudieran moverse, Bonaventura dijo, mirando a Brunetti: