– Hay otra cosa extraña.
– ¿Qué otra cosa, dottore? -preguntó Brunetti.
– Esa mujer creía que yo era de Milán.
– No entiendo. ¿A qué se refiere?
– Cuando dijo que me mataría, me llamó «milanese traditore», pero luego sólo me pegó. Gritaba que me mataría y me llamaba «milanese traditore». Es absurdo, no lo entiendo.
De pronto, Brunetti lo entendió.
– Vianello, ¿ha traído la lancha?
– Sí, señor.
– Miotti, llame a la questura y diga que envíen inmediatamente la Squadra Mobile al palazzo de Viscardi. Vamos, Vianello.
La lancha de la policía estaba amarrada a la izquierda del hospital, con el motor en marcha. Brunetti saltó a bordo seguido de Vianello.
– Bonsuan -señaló el comisario, contento de ver junto al timón al excelente piloto-, a San Stae, al nuevo palazzo que está al lado del palazzo Duodo.
Bonsuan no necesitó más indicaciones: el terror de Brunetti era contagioso. Conectó la sirena de dos tonos, empujó la palanca hacia adelante y, con un cerrado viraje, sacó la lancha al canal. Al llegar al extremo, giró por Rio San Giovanni Crisostomo, con la sirena aullando, hacia el Gran Canal. Minutos después, la embarcación salía disparada a las anchas aguas del Gran Canal, casi rozando una lancha-taxi y levantando olas que golpeaban las embarcaciones y los edificios. Pasaron rápidamente junto a un vaporetto que atracaba en San Stae, al que la estela lanzó contra el embarcadero haciendo tambalearse a más de un turista.
Junto al palazzo Duodo, Bonsuan acercó la lancha a la uva, y Brunetti y Vianello saltaron a tierra, dejando para el piloto la operación de atraque. Brunetti subió corriendo las escaleras, se paró un momento para orientarse tras esta llegada por agua y giró hacia la izquierda, donde estaba el palazzo.
Cuando vio que la pesada puerta del patio estaba abierta, comprendió que había llegado tarde: tarde para Viscardi y tarde para la signora Concetta. Encontró a ésta al pie de la escalera que arrancaba del patio, con los brazos sujetos a la espalda por dos de los invitados al almuerzo de Viscardi, uno de los cuales todavía llevaba la servilleta prendida del cuello de la camisa.
Eran hombres muy corpulentos los invitados del signor Viscardi, y a Brunetti le pareció que no era necesario que sujetaran a la signora Concetta con tanta fuerza. Por un lado, ya era tarde y, por otro lado, ella no ofrecía resistencia. Estaba tranquila, casi feliz, mirando lo que tenía a los pies. Viscardi había caído de bruces, y no se veían las heridas que la escopeta de caza le había abierto en el pecho; sólo se veía la sangre que se extendía por las losas de granito. Al lado del cuerpo, cerca de la signora Concetta, donde ella la había dejado caer, estaba la escopeta. La lupara de su difunto esposo había cumplido su misión de vengar el honor de la familia.
Antes de que Brunetti pudiera decir algo, en la puerta de lo alto de la escalera apareció un hombre que, al ver el uniforme de Vianello, preguntó:
– ¿Cómo han podido llegar tan pronto?
Brunetti no le contestó y se acercó a la mujer. Ella le miró y le reconoció, pero no sonrió: su cara hubiera podido ser una máscara de hierro. Brunetti dijo a los hombres:
– Suéltenla. -Ellos no se movieron y él repitió, todavía con voz neutra-: Suéltenla. -Ahora le obedecieron, soltaron los brazos de la mujer y se alejaron de ella prudentemente.
– Signora Concetta -dijo Brunetti-, ¿cómo se enteró? -No era necesario preguntarle por qué lo había hecho.
Lentamente, como si le dolieran, ella empezó a mover los brazos hasta cruzarlos sobre el pecho.
– Mi Peppino me lo contó.
– ¿Qué le contó, signora?
– Que esta vez ganaría suficiente dinero para que pudiéramos irnos a casa. A casa. Hace mucho tiempo que falto de allí.
– ¿Qué más le dijo, signora? ¿Le habló de los cuadros?
El hombre de la servilleta al cuello le interrumpió con voz atiplada e insistente.
– ¿Se puede saber quién es usted? Sepa que soy el abogado del signor Viscardi. Le advierto que está dando información a esta mujer. Yo he sido testigo del crimen, y nadie debe hablar con ella hasta que llegue la policía.
Brunetti miró al hombre y luego a Viscardi.
– Él ya no necesita abogados. -Se volvió hacia la signora Concetta-: ¿Qué le contó Peppino, signora?
Ella hizo un esfuerzo por hablar con claridad, prescindiendo del dialecto. Al fin y al cabo, era la policía.
– Yo lo sabía todo. Los cuadros. Todo. Sabía que mi Peppino iba a hablar con usted. Estaba muy asustado mi Peppino. Tenía miedo de este hombre -indicó señalando a Viscardi-. Encontró algo que le hizo sentir mucho miedo. -Su mirada fue de Viscardi a Brunetti-. ¿Puedo irme de aquí, dottore? Ya he terminado mi trabajo.
El hombre de la servilleta insistió:
– Usted está haciendo preguntas capitales a esta mujer, y yo he sido testigo de los hechos.
Brunetti extendió la mano y tomó del brazo a la signora Concetta.
– Venga conmigo, signora. -Hizo una seña a Vianello, que rápidamente se puso a su lado-. Vaya con este hombre, signora. Él la llevará en barco a la questura.
– En barco, no -dijo ella-. El agua me da miedo.
– Es un barco muy seguro -terció Vianello.
Ella miró a Brunetti:
– ¿Irá usted con nosotros, dottore?
– No, signora; yo he de quedarme.
Ella preguntó entonces a Brunetti, señalando a Vianello:
– ¿Puedo confiar en él?
– Sí, signora, puede confiar en él.
– ¿Me lo jura?
– Se lo juro.
– Va bene, iremos en el barco.
Empezó a andar, conducida por Vianello, que tenía que inclinarse para sujetarla por debajo del codo. Después de dar dos pasos, ella se paró y se volvió hacia Brunetti.
– Dottore…
– ¿Sí, signora Concetta?
– Los cuadros están en mi casa. -Se volvió y siguió andando hacia la puerta, al lado de Vianello.
Después, Brunetti se enteraría de que, tras veinte años de residir en Venecia, la mujer nunca había subido a un barco: al igual que muchos habitantes de las montañas de Sicilia, tenía pánico al agua, un pánico que no había podido vencer en veinte años. Pero antes se enteró de lo que había hecho ella con los cuadros. Aquella tarde, cuando la policía fue al apartamento, encontró las telas hechas trizas con las mismas tijeras con que había tratado de atacar a Brunetti. Esta vez no estaba allí Peppino para detenerla, y las había destruido por completo, dejando sólo pequeños retazos de lienzo de colores en la estela de su dolor. No sorprendió a Brunetti que mucha gente viera en esto la prueba concluyente de que estaba loca: cualquiera podía matar a un hombre, pero sólo una loca destruiría un Guardi.
Al cabo de dos días, después de cenar, Paola contestó al teléfono. Por el tono cariñoso de su voz y sus frecuentes risas, Brunetti dedujo que hablaba con sus padres. Casi media hora después, ella salió a la terraza y le dijo:
– Guido, mi padre quiere hablar un momento contigo.
Él entró en la sala y se puso al teléfono.
– Buenas noches -saludó.
– Buenas noches, Guido -dijo el conde-. Tengo una noticia para ti.