Выбрать главу

– ¿Es sobre el vertedero?

– ¿El vertedero? -repitió el conde, consiguiendo imprimir en su voz un tono de perplejidad.

– El del lago Barcis.

– Ah, te refieres a los terrenos para la nueva construcción. Un transportista particular estuvo allí a principios de semana. El terreno ha sido despejado y cubierto de tierra.

– ¿Terrenos para la nueva construcción?

– Sí; el ejército ha decidido realizar pruebas sobre emanaciones de gas radón en aquella zona. La cerrarán y edificarán una especie de laboratorio de pruebas. Completamente robotizado, desde luego.

– ¿Qué ejército, el de ellos o el nuestro?

– El nuestro, por supuesto.

– ¿Adonde han llevado la carga?

– Tengo entendido que los camiones iban a Génova. Pero el amigo que me lo dijo no estaba seguro.

– Usted sabía que Viscardi estaba involucrado, ¿verdad?

– Guido, no me gusta ese tono de acusación -espetó el conde ásperamente. Brunetti no se disculpó, y el conde prosiguió-. Yo sabía muchas cosas del signor Viscardi, Guido, pero estaba fuera de mi alcance.

– Ahora está fuera del alcance de todos -puntualizó Brunetti, pero no le producía la menor satisfacción decirlo.

– Traté de advertirte.

– No imaginaba que fuera tan poderoso.

– Lo era. Y su tío -el conde dio el nombre de un ministro del Gobierno- sigue siéndolo. ¿Entiendes?

Entendía más de lo que le hubiera gustado entender.

– Tengo que pedirle otro favor.

– He hecho mucho por ti esta semana, Guido. Sacrificando mis propios intereses.

– No es para mí.

– Guido, los favores siempre son para nosotros. En especial cuando pedimos algo para otras personas. -Brunetti callaba, y el conde preguntó-: ¿De qué se trata?

– Un oficial de carabinieri, Ambrogiani. Acaban de trasladarlo a Sicilia. ¿Podría ocuparse de que no le ocurra nada mientras está allí?

– ¿Ambrogiani? -preguntó el conde, como si le interesara no saber nada más que el nombre.

– Sí.

– Veré qué puedo hacer, Guido.

– Le estaré muy agradecido.

– Y también el maggior Ambrogiani, imagino.

– Gracias.

– De nada, Guido. La semana próxima estaremos en casa.

– Bien. Que tengan felices vacaciones.

– Las tendré, sí. Buenas noches, Guido.

– Buenas noches. -Al colgar el teléfono, Brunetti reparó de pronto en un detalle de la conversación y se quedó como petrificado, mirándose la mano, incapaz de soltar el teléfono. El conde conocía la graduación de Ambrogiani. Él le había hablado de un oficial, pero el conde había dicho «maggior Ambrogiani». El conde conocía a Gamberetto. Tenía negocios con Viscardi. Y, ahora, sabía cuál era la graduación de Ambrogiani. ¿Qué más sabía el conde? ¿Y en qué otros asuntos estaba implicado?

Paola había ocupado su sitio en la terraza. Él abrió el balcón y se puso a su lado, rodeándole los hombros con el brazo. El oeste del cielo despedía la última luz del crepúsculo.

– El día se acorta -dijo ella.

Él le oprimió los hombros y asintió.

Así estuvieron un rato. Empezaron a oírse campanadas; primero, las de San Polo, ligeras; después, desde el otro lado de la ciudad, los canales y los siglos, llegó el son majestuoso y potente de San Marco.

– Guido, me parece que Raffi está enamorado -murmuró ella, confiando en que éste fuera el momento oportuno para hablar de ello.

Brunetti, al lado de la madre de su único hijo varón, pensaba en el amor que los padres sienten por los hijos. Como pasaba el tiempo y no decía nada, ella se volvió a mirarle.

– Guido, ¿por qué lloras?

DONNA LEON

***