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– ¿Algo más? ¿Calcetines? ¿Cinturón?

– ¿Le ha dicho algo Rizzardi de la ropa?

– Sí. Dice que la ropa interior es norteamericana.

– De eso no cabe duda. El cinturón… podía haberlo comprado en cualquier sitio. Piel negra, hebilla de latón. Los calcetines son sintéticos. Hechos en Taiwan o en Corea. Los venden en todas partes.

– ¿Algo más?

– Nada más.

– Buen trabajo, Bocchese, pero me parece que no necesitamos nada más que el billete para estar seguros.

– ¿Seguros de qué, comisario? -preguntó Bocchese.

– De que era norteamericano.

– ¿Por qué? -preguntó el técnico, con audible sorpresa.

– Porque es ahí donde están los norteamericanos -explicó Brunetti.

Todos los italianos de la zona conocían la base de Vicenza, Caserma «No sé cuántos», la base en la que todavía ahora, cincuenta años después del fin de la guerra, vivían miles de soldados norteamericanos con sus familias. Si él estaba en lo cierto, sin duda se levantaría el espectro del terrorismo y habría cuestiones de jurisdicción. Los norteamericanos tenían su propia policía, y en el momento en que alguien pronunciara la palabra «terrorismo» podrían intervenir la OTAN, la Interpol y hasta la misma CIA.

Brunetti hizo una mueca al pensar en cómo se pavonearía Patta con el revuelo que se formaría a la llegada de los agentes norteamericanos. Brunetti ignoraba qué impresión producían los actos de terrorismo, pero éste no daba la impresión de ser un caso de terrorismo. Un cuchillo es un arma muy vulgar; no llama la atención sobre el crimen. Y nadie había reivindicado el asesinato. Aún podía llamar alguien para atribuírselo, pero ya sería tarde y el embuste se notaría demasiado.

– Claro, claro -dijo Bocchese-. Debí pensar en ello. -Hizo una pausa, para dar a Brunetti ocasión de decir algo y, en vista de que el comisario no hacía comentarios, preguntó-: ¿Desea algo más?

– Sí. Cuando haya hablado con el empleado del ferrocarril, comuníqueme si ha podido decirle qué tren tomó la víctima.

– Dudo que pueda decírnoslo. Es sólo una muesca en el billete. No creo que podamos identificar el tren. De todos modos, se lo confirmaré. ¿Algo más?

– Nada más. Muchas gracias, Bocchese.

Después de colgar, Brunetti se quedó mirando fijamente la pared que tenía delante del escritorio, mientras sopesaba la información y las posibilidades. Un joven, en perfecta forma física, llega a Venecia con un billete de ida y vuelta, procedente de una ciudad en la que hay una base militar norteamericana. Tenía trabajo dental norteamericano y llevaba monedas norteamericanas en el bolsillo.

Brunetti descolgó el teléfono y marcó el número de la centralita.

– Póngame con la base militar norteamericana de Vicenza.

CAPÍTULO III

Mientras esperaba la comunicación, a Brunetti le parecía volver a ver aquella cara joven con los ojos desorbitados por la muerte. Podría haber sido cualquiera de las caras que había visto en las fotos de los soldados norteamericanos de la Guerra del Golfo: fresca, rasurada, inocente, con el lustre de esa salud extraordinaria característica de los norteamericanos. Pero la cara del muchacho del muelle tenía una extraña solemnidad, se distinguía de las de aquellos soldados compatriotas suyos por obra del misterio de la muerte.

– Brunetti -dijo el comisario en respuesta al zumbido del intercomunicador.

– Estos norteamericanos son difíciles de encontrar -dijo el agente de la centralita-. En la guía telefónica de Vicenza no se encuentra nada por Base, por OTAN ni por Estados Unidos. Pero hay un número de Policía Militar. Un momento, señor. Estoy llamando.

Era extraño, pensó Brunetti, que una presencia tan poderosa fuera casi imposible de encontrar en la guía telefónica. Se quedó escuchando los chasquidos que acompañan las comunicaciones interurbanas, la señal de llamada y, luego, una voz masculina que decía:

– Puesto de la Policía Militar, ¿en qué puedo servirle?

– Buenas tardes -dijo Brunetti en inglés-. Aquí el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia. Deseo hablar con la persona que esté al frente de su policía.

– ¿Puede decirme de qué se trata, señor?

– Asunto policial. ¿Puedo hablar con el responsable?

– Un momento, por favor.

Una pausa, voces en sordina y:

– Sargento Frolich. Dígame…

– Buenas tardes, sargento. Comisario Brunetti, de la policía de Venecia. Deseo hablar con su oficial superior.

– ¿Podría decirme de qué se trata, señor?

– Como ya he explicado a su compañero -respondió Brunetti, manteniendo la voz neutra-, se trata de un asunto policial y deseo hablar con su oficial superior. -¿Cuántas veces tendría que repetir la fórmula?

– Lo lamento, pero en este momento no está en el puesto.

– ¿Cuándo volverá?

– No lo sé, señor. ¿Podría indicarme de qué asunto se trata?

– De un soldado desaparecido.

– ¿Cómo dice?

– Me gustaría saber si se les ha informado de la desaparición de algún soldado.

La voz preguntó entonces en tono más grave:

– ¿Quién ha dicho que llamaba, señor?

– Comisario Brunetti. Policía de Venecia.

– ¿Podemos llamarle a algún número?

– Pueden llamarme a la questura de Venecia. El número es 5203222 y el prefijo de Venecia es el 041, pero seguramente querrán comprobarlo en la guía. Esperaré su llamada. Brunetti. -Colgó el teléfono, seguro de que comprobarían el número y le llamarían. El cambio en el tono de voz del sargento indicaba interés, no alarma, por lo que probablemente no habría ningún parte de desaparición de un soldado.

Al cabo de unos diez minutos, sonó el teléfono, y el operador le anunció que le llamaban de la base norteamericana de Vicenza. «Brunetti», dijo.

– Comisario Brunetti -empezó una voz distinta-, le habla el capitán Duncan, de la Policía Militar de Vicenza. ¿Podría decirme qué desea saber?

– Deseo saber si tienen noticia de la desaparición de un soldado. Unos veinticinco años. Pelo rubio. Ojos azules. -Hizo una pausa, calculando la estatura en pies y pulgadas-. Unos cinco pies y nueve pulgadas.

– ¿Por qué le interesa este hombre a la policía de Venecia? ¿Ha tenido algún problema?

– Ya lo creo, capitán. Esta mañana hemos encontrado el cadáver de un hombre joven flotando en un canal. Tenía en el bolsillo un billete de tren de ida y vuelta expedido en Vicenza, y tanto sus ropas como sus empastes dentales denotan que era norteamericano, por lo que hemos supuesto que venía de la base.

– ¿Se ha ahogado?

Brunetti tardaba tanto en contestar que el otro repitió la pregunta.

– ¿Se ha ahogado?

– No, capitán. Mostraba señales de violencia.

– ¿Qué quiere decir?

– Que lo apuñalaron.

– ¿Para robarle?

– Eso parece.

– Da la impresión de que lo duda.

– Parece robo. No llevaba cartera, ni documentación. -Brunetti volvió a su pregunta primera-: ¿Puede decirme si han recibido informes sobre la desaparición de algún soldado, alguien que no se haya presentado a trabajar?

Después de una larga pausa, el capitán respondió:

– ¿Puedo volver a llamarle dentro de una hora?

– Por supuesto.

– Tendremos que preguntar en todos los departamentos si falta alguien. ¿Haría el favor de repetir la descripción?

– El hombre que encontramos aparenta unos veinticinco años, tiene ojos azules, cabello rubio y una estatura de unos cinco pies y nueve pulgadas.

– Gracias, comisario. Pondré a mis hombres a trabajar en esto inmediatamente, y en cuanto sepamos algo le llamaremos.

– Gracias, capitán -se despidió Brunetti, y colgó el teléfono.

Si el joven resultaba ser un soldado norteamericano, Patta se pondría histérico por encontrar al asesino. Patta era incapaz de contemplar el caso como la pérdida de una vida humana. Para él no podía ser ni más ni menos que un atentado contra el turismo, y en la protección de este bien de la ciudad Patta ponía verdadera ferocidad.