– Gracias, Paola. Hasta las siete.
– Ciao, Guido -y ella colgó, para volver a William Faulkner, dejándole libre para trabajar y libre también de todo remordimiento por las exigencias de su trabajo.
Eran casi las cinco, y los norteamericanos no llamaban. Brunetti se sintió tentado de llamarles, pero resistió el impulso. Si había desaparecido un soldado, tendrían que acudir a él. A fin de cuentas, hablando lisa y llanamente, él tenía al muerto.
Entre los informes de personal que aún le quedaban encima de la mesa buscó los de Luciani y Rossi. En ambos agregó de su puño y letra sendas anotaciones de que habían ido mucho más allá de lo que el deber les exigía al meterse en el canal para sacar el cadáver. En lugar de esperar un bote o utilizar pértigas, habían hecho algo que él no sabía si tendría el valor, o la voluntad, de hacer.
Sonó el teléfono.
– Brunetti.
– Aquí el capitán Duncan. Hemos indagado en todos los departamentos. Hoy ha faltado al trabajo una persona que se ajusta a su descripción. Hemos ido a investigar en su apartamento, pero no hay rastro de él. De modo que me gustaría enviar a alguien a ver a ese hombre.
– ¿Cuándo, capitán?
– Esta misma tarde, si es posible.
– Desde luego. ¿Cómo vendrá?
– ¿Cómo dice?
– Me gustaría saber si vendrá en tren o en coche, para que pueda enviar a alguien a recogerle.
– Ah -exclamó Duncan-. En coche.
– Pues le esperaremos en Piazzale Roma. Entrando, a mano derecha, hay un puesto de carabinieri.
– Bien. El coche estará aquí dentro de un cuarto de hora, de modo que habrán llegado antes de una hora, a eso de las seis y cuarto.
– Habrá una lancha esperando. Tendrá que ir al cementerio a identificar el cadáver. ¿Será alguien que conocía al hombre, capitán? -Brunetti sabía por experiencia lo difícil que era reconocer un cadáver por una fotografía.
– Sí; es su oficial superior en el hospital.
– ¿El hospital?
– El desaparecido es nuestro inspector del departamento de Higiene, el sargento Foster.
– ¿Podría darme el nombre del oficial que vendrá?
– Capitán Peters. Terry Peters. Pero, comisario -agregó Duncan-, es una mujer. -Había en su voz una audible autocomplacencia al puntualizar-: Y la capitán Peters es, además, médico.
Brunetti se preguntó si el otro esperaría que se desmayara porque los norteamericanos admitían a las mujeres en el ejército y, por si fuera poco, además les dejaban ser médicos. Optó por asumir el papel del clásico italiano que no puede resistirse al atractivo de todo lo que lleve faldas, aunque sean de un uniforme militar.
– Está bien, capitán. En tal caso, iré personalmente a recibir a la capitán Peters.
También quería hablar con el superior de Foster.
Duncan tardó unos segundos en contestar, pero no dijo más que:
– Muy amable, comisario. Diré a la capitán que pregunte por usted.
– Sí, conforme -dijo Brunetti, y colgó sin esperar a que el otro se despidiera. Ahora se daba cuenta, sin pesar, de que su tono había sido muy seco. Como solía ocurrirle, se había dejado dominar por el resentimiento que le producía algo que creía percibir de modo subliminal. En el pasado, tanto durante los seminarios de la Interpol a los que asistían norteamericanos como durante los tres meses de un cursillo que había seguido en Washington, frecuentemente se había tropezado con este «sentido nacional» de superioridad moral, esta creencia, tan generalizada entre los norteamericanos, de que habían sido elegidos para servir de faro de moralidad en un mundo sumido en las tinieblas del error. Quizá no era así en este caso, quizá había interpretado mal el tono de Duncan, y lo único que pretendía el capitán era evitarle un momento de desconcierto. En tal caso, su reacción habría servido para alimentar los prejuicios que pudiera tener el capitán acerca de los italianos impulsivos y quisquillosos.
Sacudiendo la cabeza con un gesto de contrariedad, pulsó la línea exterior y a continuación el número de su casa.
– Pronto -respondió Paola a la tercera señal.
– Esta vez te llamo para avisar -dijo él sin preámbulos.
– Es decir, que llegarás tarde.
– Tengo que ir a Piazzale Roma a recibir a un capitán estadounidense que viene de Vicenza a identificar el cadáver. No creo que me retrase demasiado, no serán mucho más de las nueve. Ella llegará a eso de las siete.
– ¿Ella?
– Sí, «ella» -dijo Brunetti-. Ésa fue también mi reacción. Y, además, es médico.
– El mundo está lleno de prodigios -dijo Paola-. Capitán y médico. Pues más le valdrá ser buena en lo uno y lo otro, porque por su culpa te perderás hígado con polenta. -Era uno de sus platos favoritos, y seguramente su mujer lo había hecho porque él se había saltado el almuerzo.
– Lo tomaré cuando llegue.
– Está bien. Daré la cena a los niños y te esperaré.
– Gracias, Paola. No tardaré.
– Te espero -dijo ella, y colgó.
Cuando la línea quedó libre, él llamó al segundo piso y preguntó si había vuelto Bonsuan. El piloto acababa de llegar, y Brunetti pidió que le enviaran a su despacho.
A los pocos minutos, Danilo Bonsuan entraba en el despacho de Brunetti. Era un hombre robusto, de facciones toscas, con aspecto del que vive sobre el agua pero nunca pensaría en beberla. Brunetti señaló la silla que estaba delante de su escritorio. Bonsuan se sentó con la rigidez que imprimía en sus movimientos el reuma acumulado durante las décadas pasadas en los barcos.
Brunetti le conocía lo suficiente como para no esperar que hablase sin ser preguntado, no porque fuera reacio a colaborar sino, simplemente, porque no tenía costumbre de hablar si no lo exigía alguna finalidad práctica.
– Danilo, la mujer vio el cadáver a las cinco y media, es decir, con la marea baja. El doctor Rizzardi dice que había estado en el agua cinco o seis horas, que es el tiempo que llevaba muerto. -Brunetti hizo una pausa, para dar al hombre tiempo de visualizar mentalmente los canales contiguos al hospital-. En el canal en el que ha aparecido el hombre no hemos encontrado arma alguna.
Bonsuan no se molestó en comentar esto. Nadie se desprendería de un buen cuchillo.
Brunetti lo dio por dicho y agregó:
– Quizá lo mataran en otro sitio.
– Probablemente -dijo Bonsuan, poniendo fin a su mutismo.
– ¿Dónde?
– ¿Cinco o seis horas? -preguntó Bonsuan. Brunetti asintió y entonces el piloto echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, y Brunetti casi pudo ver la carta de mareas de la laguna que el otro estaba estudiando. Bonsuan mantuvo la postura durante varios minutos. Una vez sacudió la cabeza, en breve negativa, descartando una posibilidad que Brunetti nunca escucharía. Finalmente, abrió los ojos y dijo:
– Puede haber ocurrido en dos sitios. Detrás de Santa Marina. ¿Conoce la calle sin salida que desemboca en Rio Santa Marina, detrás del hotel nuevo?
Brunetti asintió. Era un lugar tranquilo, una calle sin salida.
– El otro sitio es la calle Coceo. -Como Brunetti lo mirara con extrañeza, explicó-: Es una de las dos calles sin salida que parten de la calle Lunga, que arranca de Campo Santa Maria Formosa y termina en el agua.
Aunque la descripción de Bonsuan le ayudó a situar la calle y hasta recordó su embocadura, ante la que debía de haber pasado cientos de veces, Brunetti no recordaba haber entrado en ella. Ni él ni nadie que no viviera allí, porque, como había dicho Bonsuan, era una calle sin salida que iba a parar al agua.
– Tanto un sitio como otro serían perfectos -apuntó Bonsuan-. Nadie pasa por allí y, menos, a esa hora.