Nacho se cansó de leer y lo dejó ahí. Demasiada bilis para un estómago delicado como el suyo, y más teniendo en cuenta que aún no había almorzado. Así y todo, copió el texto y lo adjuntó a la «ficha» de Fabio Arjona, que volvió a enviar a Rodrigo, modificada y ampliada, con copia para su tía Pau. Nunca estaba de más saber qué cosas se decían por ahí. Y alguien que hablaba, aunque fuera anónimamente, de que la muerte rondaba a quien hacía pocas horas se había transformado en cadáver de una manera tan violenta… En fin.
Suspiró y miró con placer la luz que atravesaba en esos momentos su ventana. A Nacho siempre le había fascinado el color del aire. Cuando alcanzó a comprender (dentro de lo que cabe) el concepto de «atmósfera», se dio cuenta de que había encontrado un amor para toda la vida. El agente que lo determinaba todo en cualquier lugar del mundo, a la hora que fuera. Lo suyo eran los trucos de la luz. Y había mucha poesía en algo así. En las nubes negras, en el viento y en la lluvia. En la Luna y su influencia sobre las mareas. En esa enorme bola de gas, de mediana edad, que es el Sol. En el transcurrir de las estaciones. Apreciaba, con la sensibilidad de una criatura salvaje, los equinoccios y los solsticios, las variaciones del calor. Había publicado, con sus ahorros siempre menguantes, tres libros de poesía: Teoría de la Tierra, Almanaques e Historia natural, de versos sencillos y luminosos. Se aficionó a la poesía desde niño, en la biblioteca de su tía Pau, y empezó a componer versos cuando se dio cuenta de que el misterio de la poesía era hermano del de la ciencia. Nunca imaginó que sus libros fuesen a despertar el interés de nadie. Los publicó dejándose llevar por un arrebato de vanidad y exhibicionismo que le procuraba un cierto vértigo, delicioso. Cuando empezaron a aparecer reseñas elogiosas en la prensa, casi sufrió un ataque a causa de la impresión. Sentía el pecho invadido por arenas movedizas que no sabían nada de derechos civiles. Se consideró un bicho medio ciego obligado a salir de su madriguera después de toda una vida hibernando en el subsuelo. Pero la sensación no fue del todo ingrata.
Se rebulló con dificultad en el irritante boato de su cama y miró el reloj. Aún faltaban más de dos horas para el almuerzo, según le había comunicado Carlos. Entonces, todos sus colegas estarían ya sentados a la mesa y podría verlos cara a cara. Nacho había oído algunos ruidos por la casa -puertas que se abrían y se cerraban, toses, pasos apagados o impacientes- que le indicaban que, o mucho se equivocaba, o así sería. Continuó un rato leyendo la relación de méritos que la Wikipedia le atribuía a Fabio Arjona: premios (tenía varios premios nacionales y de la crítica, y había sido propuesto en tres ocasiones para el Reina Sofía, que nunca logró); cursos en universidades españolas, europeas y americanas; conferencias; tomos y más tomos con sus críticas literarias reunidas en formato de libro (había hecho reseñas durante años en el diario ABC); antologías de su obra poética; traducciones a otras lenguas… (era especialmente bien aceptado en los países de Europa del Este, y el búlgaro, el ruso, el rumano e incluso el albanés eran los idiomas a los que se habían traducido sus libros de poemas de forma recurrente; Nacho supuso que eso se debía a sus buenos contactos con el mundo cultural de esos países). La Wiki decía que se lo solía encuadrar en la generación poética de los novísimos, o venecianos, aunque no fue incluido en la famosa antología de José María Castellet Nueve novísimos poetas españoles (Barcelona, 1970), algo que -según había leído Nacho alguna vez, no recordaba dónde- Fabio Arjona no le perdonó jamás al viejo antólogo. Su poesía, según la información facilitada por la página, se caracterizaba por su hermetismo, culturalismo, intertextualismo y referencias metapoéticas. Nacho se preguntó si habría muchas diferencias entre Alberto Pons y Fabio Arjona, después de todo. Claro que él no era un experto; ni siquiera era filólogo. Días antes de ir a Toledo se había tenido que empollar un viejo libro de su tía, Vocabulario literario, de Ramón Esquerra (1938), por si acaso no estaba a la altura de las conversaciones que tuvieran lugar en el Cigarral de la Cava durante su estancia en el congreso. Había llevado consigo el volumen. No estaba de más prevenir.
Como aún le quedaba tiempo antes de la comida, decidió abrir un dossier, como había hecho con Fabio Arjona, para cada uno de los invitados de doña Agustina. Incluida la anfitriona, por supuesto.
Eran trece personas, sin incluir a la víctima. Escribió en su libreta de notas una lista con sus nombres:
Agustina Pons (mujer)
Cristina Oller (mujer)
Richard Vico (hombre)
Pascual Coloma (hombre)
Jacinta Picón (mujer)
Mauricio Blanc (hombre)
Cecilia Fábregas (mujer)
Torres Sagarra (mujer)
Miño Castelo (hombre)
Pedro Charrón (hombre)
Rocío Conrado (mujer)
Fernando Sierra (hombre)
Rilke Sánchez (hombre)
Seis mujeres y siete hombres. Lo anotó. «Trece en total», repitió en voz baja, mordiéndose el labio inferior. Abrió trece documentos de Word en el escritorio de su Mac y luego se puso manos a la obra a navegar por Internet. Se bajó fotos de cada uno, que adjuntó a su correspondiente carpeta, y volvió a mandarlas a las direcciones de correo electrónico de Rodrigo y la tía Pau.
Le satisfacía plenamente la luz del cuarto, y por primera vez en semanas se notaba relajado. Se había sentido muy nervioso antes de llegar allí, pensando que seguramente no estaría a la altura. Ahora, por el contrario, observaba cómo crecía en su interior la confianza en sí mismo. Al menos, él no era un asesino, de eso estaba seguro.