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Richard Vico no miraba a nadie a los ojos. Los suyos eran dos bulbos enrojecidos y húmedos, viejas víctimas de algún tiro errado de la vida. El óvalo de su cara estaba con sumido, como si alguien lo hubiera descarnado minuciosamente antes de colocarle encima una piel reseca. El efecto del sida, probablemente, dedujo Nacho (su enfermedad era algo por todos conocido). El pelo castaño y lacio le tapaba la frente con un flequillo más propio de una muchacha. Tenía casi cincuenta años, pero aún conservaba ese aire adolescente de los chicos malos, esos que tienden la mano hacia el mundo con una vela ardiendo entre los dedos temblorosos. Había sido una estrella del pop en los años ochenta del pasado siglo. Todavía seguía siéndolo, aunque hacía más de cinco años que no sacaba ningún disco al mercado, y Nacho aún recordaba cómo su voz gastada y quebradiza lo hacía estremecerse de emoción cuando aún era un adolescente, casi una década más joven que el cantante. Tuvo un grupo, que se disolvió a finales de los años noventa, y continuó una carrera en solitario con muchos altibajos y pocas ventas en general. Todo el mundo decía que era un verdadero poeta antes de que publicara un solo verso, y sus canciones eran la prueba incuestionable de ello. Un buen día se decidió a publicar sus versos y algunos dijeron que, como Bob Dylan, quizás también Richard Vico merecería ser propuesto para el Premio Nobel de Literatura.

Cuando bajó a comer al salón, él fue la primera persona con quien Nacho se tropezó.

Richard era hijo de un médico valenciano, un ginecólogo de mucho renombre, jubilado hacía años. Tenía cuatro hermanas; había crecido entre mujeres y había amado a las mujeres. Se inició pronto con las drogas. Quería vivir fuerte y rápido. A los diecisiete años tenía su primer grupo de música y se inyectaba heroína a diario. Sobrevivió cuando sus camaradas de jeringuilla caían como moscas con las venas rebosantes de jaco y la inmunodeficiencia carcomiéndoles la sangre, antes de que se descubriera la enfermedad. Y aún seguía en la brecha. Nacho no sabía si había dejado la heroína, pero era evidente que los cócteles de medicamentos antirretrovirales que debía estar tomando ya suponían adicción suficiente. No apreció síntomas visibles de sarcoma de Kaposi, pero es que Richard vestía de negro de los pies a la cabeza, con un fino jersey de cuello alto. No dejaba casi nada a la vista salvo la cara, que el flequillo no conseguía ocultar, y parte de las manos.

Le tendió una a Nacho, sin tembleques de ningún tipo. Su apretón fue firme y seco, como el de un ejecutivo bien entrenado, lo que sorprendió al meteorólogo. Buscó sus ojos, pero no los encontró.

– Tú debes ser el que faltaba. -Su voz era un susurro cadencioso y envolvente; tan seductora y amable que Nacho se sintió un espíritu vulgar y chillón a su lado-. Te has perdido lo mejor de la fiesta, colega. Me llamo Richard.

Nacho estrechó su mano y se sintió azorado. Admiraba a aquel hombre desde que era un jovenzuelo que escuchaba música encerrado en su habitación y llevaba un «calendario del futuro» donde apuntaba los días en que tendría relaciones sexuales con su mujer soñada y la música que sonaría de fondo en cada ocasión. Las baladas de Richard Vico estaban entre sus favoritas, Nacho sentía que lo llevaban lejos. Había algo profundamente hermoso en las canciones de amor de Richard. Despiezaban el sentimiento amoroso con la precisión de un perito del corazón. Tenían la tristeza de las cosas bellas que mueren gastadas en vano, sin que nadie las mire.

– Es un verdadero placer conocerte -dijo con sinceridad-. Yo soy Nacho. Ignacio Arán, pero todo el mundo me llama Nacho. Los nombres trisílabos, ya sabes…, son complicados de pronunciar, la gente tiende a acortarlos.

«Vaya -pensó mirándose los zapatos-, una de las frases que tenía apuntadas para quedar bien delante de mis colegas poetas, y la suelto nada más llegar. A este paso, me quedaré sin reservas antes de cinco minutos y pensarán, con razón, que soy un iletrado.»

El salón se le antojó magnífico, sin llegar a ostentoso, cargado de antigüedades como el resto del cigarral. Tres grandes cornucopias con espejos, de madera dorada cubierta con corladura de plata, reflejaban la luz de otros tantos balcones que se abrían al jardín y al paisaje en la pared opuesta y multiplicaban la luz de la estancia, pintada de un blanco roto con sombras de perla. Había una gran mesa alargada, dispuesta para comer, con servicio para catorce comensales. Los poetas empezaban a congregarse alrededor «como insectos atraídos por un cubo de basura» (eso dijo Richard, y Nacho no se atrevió a contestar nada). Percibió al cantante nervioso y excitado. Un movimiento espasmódico afloraba de cuando en cuando a sus mejillas descoloridas, aunque Nacho no podía asegurar que ése no fuese su estado habitual, dado que no lo conocía.

– Creo que ha habido una buena aquí. -Nacho cogió una copa de vino tinto que le ofreció Alina, la mujer de Carlos, en una bandeja y miró a su alrededor con timidez.

Sólo había visto con anterioridad a tres de las personas allí reunidas, y de manera tan fugaz que no creía que se acordaran ni de su cara ni de su nombre. La sensación de extrañeza e inferioridad empezó a trepar por su garganta de nuevo y se le aferró a la nuez como una garrapata. Trató de sonreír, pero estaba seguro de que sólo había logrado esbozar un torpe aspaviento, seguramente gazmoño.

– Esto…, ¿quién encontró el cadáver? -preguntó cuando adquirió fuerzas para volver a hablar. Aunque ya lo sabía por doña Agustina, no se le ocurrió nada más sobre lo que charlar. La presencia de Richard lo intimidaba un poco. Dio un sorbo al vino y empuñó la copa como si fuera una espada.

– Oh, fue Tina. Agustina, la dueña de este tinglado. No está mal, el chiringuito que tiene montado aquí, ¿eh? -Richard guiñó un ojo y Nacho tuvo un encuentro visual con sus pupilas que le provocó una embarazosa sensación de intimidad no deseada-. Si yo fuese joven y fornido, como tú, le tiraría los tejos. La vieja es un buen partido.

Se rió de su propia gracia, pero hasta su risa sonó abatida para Nacho.

– No creo que yo sea joven.

– Amigo mío, comparado con ella, hasta el Palacio Arzobispal es una novedad… Mira, aquí viene… -Richard enderezó el cuerpo y sonrió mirando al suelo-. Agustina, buenas tardes.

– Veo que ya conoces al joven Ignacio, detective aficionado, además de ser nuestro poeta meteorólogo -dijo como si la meteorología fuese una especialidad de la lírica. Nacho se vio a sí mismo siendo presentado en público por la doña: «Ignacio Arán, poeta experto en épica y meteorología»… Sacudió la cabeza igual que un cachorro teker de pelo duro recién bañado; la dama lo agarró cuidadosamente de la mano y luego apretó tanto sus dedos que casi los hizo crujir-. Ven, te presentaré al resto de tus compañeros. No estarán de muy buen humor, porque no han dormido ni descansado lo suficiente; además, son artistas y, obviamente, se pasan casi todo el tiempo siendo ofendidos por el mundo, sin darse cuenta de que, a la vez, se creen el centro del mundo. Pero son buena gente… -Se acercó al oído de Nacho poniéndose de puntillas y musitó-: La mayoría de ellos, ya sabes…

Una vez se hubieron sentado todos, doña Agustina les dio la noticia:

– Imagino que la policía habrá hablado con todos vosotros y os lo habrá dicho uno por uno. En cualquier caso, me han pedido que os lo repita, para que quede bien claro. -Dio un sorbo a su copa de vino. El silencio absoluto apenas se quebró con el rozar de un cristal contra un plato-. Me han requerido para que permanezcamos todos aquí durante los próximos días. Y cuando digo «aquí» me refiero, por supuesto, a Toledo. No quieren que nadie de los presentes, excepto Nacho Arán, abandone la ciudad hasta nuevo aviso. Probablemente tendrán que tomarnos declaración una vez más. Lamento las molestias que esto os pueda causar. Por supuesto, ya sabéis que ésta es vuestra casa, y que podéis permanecer en ella todo el tiempo que gustéis. Sé que nuestro encuentro, que acababa de empezar, se ha teñido de luto y de fatalidad después de la…, del asesinato de Fabio Arjona, que Dios tenga en su gloria…