– No sabía que el difunto había sido un donjuán. He visto muchas fotos suyas. Quizás de joven tenía su encanto, como lo tiene todo el mundo cuando es joven, pero yo nunca hubiera dicho, viéndolo desde lejos, que fuese un conquistador.
– Pues sí, lo fue, lo fue… En sus tiempos. Y seguía dale que dale, sólo que ahora era otra cosa. La edad te convierte en eso, deja que te lo diga.
– ¿En qué? -quiso saber Nacho.
– «¿Quién es aquel que cruza por aquella esquina? ¡Bello muchacho!» -Nacho tardó unos segundos en darse cuenta de que Fernando estaba recitando-. «Pero no; conforme se acerca cuento las arrugas del rostro. ¡Ah!, es un joven de sesenta años. A las ocho de la mañana sale vestido ya y ceñido, prendido y ajustado… O acaba de dejar algunas señoras o va a buscarlas. Les hablará de la ópera, del figurín… Ésta es la existencia del viejo verde; miradle contraerse y revolcarse en su vanidad al lado de una hermosa: ¿es una serpiente que roza contra un árbol? No; el viejo verde al lado de las bellas es una oruga que se desliza por entre las rosas.»
– Me gusta lo de la oruga y las rosas -Nacho asintió con la boca llena-, ¿de quién es?
– Mariano José de Larra, muchacho. Fígaro. ¡Deberías conocerlo!
Nacho se sintió avergonzado por un instante, pero Fernando sonrió enseguida haciendo una cabriola de disculpa con los labios.
– Lo que Fabio era no es más que eso: un viejo verde -continuó. Un temblor de rabia le descolocó la mandíbula un instante, y dejó escapar un buche de humo que de pronto envolvió su contorno con un esplendor inerte-. La gente, por lo general, piensa que nosotros, los homosexuales…
Nacho se ruborizó y se llenó la boca de comida tratando de disimular su turbación.
– … somos lúbricos e insaciables, como si el hecho de ser gays nos convirtiera en bestias incapaces de moderar nuestros instintos. Sí, hijo, sí. No me mires con esa cara, lo que digo es tan cierto como que doña Agustina ya no se pone diafragma antes de irse a dormir.
– Yo, bueno, no creo que…
– Las buenas gentes, tan tolerantes ellas… ¿Te has dado cuenta de que éste es el país de la tolerancia, del buen rollito? Sí, ¡por aquí!
– Es posible que… Sí, es posible que haya algo de hipocresía, de…
– Sin embargo, nadie reprende a los heteros. Tú eres hetero, ¿verdad? -Continuó sin esperar una respuesta-: Esos viejos verdes que andan por ahí del bracete de chicas treinta años más jóvenes que ellos… Lo suyo está bien visto, es un síntoma de éxito social, incluso. Y lo peor es que las viejas, las viejas verdes, empiezan a imitarlos, a imitar a esa panda de machos alfa decrépitos que… Ah, sí, querida, dime. -Fernando atendió los requerimientos de Cristina Oller, sentada frente a él, al otro lado de la enorme mesa, y Nacho ya no pudo seguir tirándole de la lengua.
Como pudo comprobar, en el Cigarral de la Cava no reinaba en absoluto un ambiente de pesadumbre. Los allí reunidos actuaban de manera que no parecía que hubiese ocurrido ningún hecho extraordinario. El parterre del jardín donde había sido asesinado Fabio Arjona estaba cerrado al paso, precintado por la policía científica, y excepto por las marcas de tiza blanca acompañadas de algunos papelitos con códigos numéricos que indicaban los lugares donde la policía había recogido muestras y las tiras de plástico amarillo que decoraban la superficie acotada y ordenaban «No pasar» de manera tajante -y un poco ingenuamente también, pues bastaba retirarlas para tener franco el acceso-, la vida no mostraba signos de estar demasiado alterada. Aunque, ciertamente, a doña Agustina aquello no le había agradado lo más mínimo.
– Querido jovenzuelo -le dijo a Nacho-, ¿quién desearía tener el contorno de un cadáver dibujado en su jardín? Es escalofriante. Todo lo contrario del feng shui, si quieres saber mi opinión. Siento como si ese pedacito de tierra y grava emanara su maldad hasta aquí. Y aún doy gracias al cielo porque no ha sucedido en el interior de la casa… No quiero ni pensarlo. No olvides que dentro de aproximadamente una hora, en cuanto tomemos el café, nos reuniremos en la biblioteca para escuchar la ponencia de Rocío Conrado. -Dio un manotazo en el aire, igual que haría un mafioso en una película, y se alejó con pasos rápidos mientras su vestido negro de crepé Georgette se ondulaba entre sus piernas con burlesco desenfado.
Nacho se entretuvo una media hora con sus colegas, saludándolos y manteniendo charlas de lo más insustanciales. Sobre el tiempo…, la mayoría de ellos le preguntaban por el tiempo. También sobre sus actividades detectivescas, porque muchos lo conocían más por eso que por la poesía. El meteorólogo pensó que era debido a que su foto, a toda página, había aparecido en un reportaje sobre el Club Baskerville que publicaron en el semanal del periódico El País, que le había proporcionado una efímera popularidad que, sin embargo, logró que el panadero del pueblo lo mirase con recelo durante semanas.
Se dijo que los poetas no eran demasiado originales en sus temas de conversación. Ninguno estaba dispuesto a hablar de elegías, conjugaciones o postmodernismos (algo para lo que él se había preparado a conciencia), sino de chubascos dispersos, pertinaces sequías, y los halos y parhelios que a veces aparecían en sus poemas. Además de crímenes que nada tenían que ver con el que allí se había cometido.
«No me consideran uno de los suyos -pensó entre decepcionado y divertido-. Eso es lo que ocurre, no creen que yo sea como ellos. Se figuran que sólo soy un bicho raro, un científico; un físico que se toma la poesía como una especie de relajante muscular. Por eso no recelan de mí, pero tampoco confían en mí demasiado. Soy un recién llegado para todos ellos.»
Por un momento, mientras apuraban sus cafés, fumaban y murmuraban entre sí -ya se habían retirado de la mesa, y algunos habían ido a sus habitaciones para refrescarse y lavarse los dientes antes de escuchar la ponencia-, Nacho tuvo la sensación de que le hacían el vacío, del mismo modo en que, cuando era niño, notaba la aterradora sensación de no formar parte del mundo sólo porque unos malévolos compañeros de clase conspiraban a sus espaldas y se negaban a hacerle partícipe de sus secretos cuando él se acercaba tímida y ansiosamente al corrillo. Claro que ahora estaba entre adultos. Todos le sonreían aparentemente, carecían de la zafiedad y la rotundidad de la infancia, pero había algo impuesto y furtivo en las comisuras de sus labios, como un helero adormecido en el fondo de los vientos de marzo.
«Bah, serán imaginaciones mías», se dijo al fin, y sacudió la cabeza tratando de alejar así los malos pensamientos, como si éstos fueran una mosca que le revoloteara tras la oreja. Se levantó para servirse un poco más de café. En realidad, a él no le gustaba el café. Mejor dicho, sí le gustaba, pero apenas podía probarlo porque le quitaba el sueño. Pese a ello, llevaba una buena media hora haciendo como si ese brebaje fuese todo lo que estaba dispuesto a tragar en la vida, y ya se había llenado la taza tres veces. La llenaba, la paseaba arriba y abajo, se sentaba, se levantaba, la dejaba en un rincón de la mesa por recoger, abarrotada de vajilla y cuberterías sucias, atrapaba otra taza limpia y volvía a llenarla y a repetir el proceso, hasta que logró sentirse como un auténtico mastuerzo.
– Tomas mucho café, ¿no? -La voz de Rocío lo sorprendió contemplando fijamente la tacita, con cara de estar decidido a leer los posos del fondo en cuanto estuviese vacía.
– Ah, sí. Hola. No daré ni un sorbo más a partir de este momento, si puedo evitarlo.
– No te costará mucho trabajo, creo -la joven sonrió dulcemente-. He leído tus libros. Recuerdo un verso… «Sé que son limpias mis heridas.» Qué hermoso. ¿Cómo era ese poema?