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Nacho contempló aturdido los ojos de la chica. Le resultaba increíble pensar que alguien conociera de memoria un verso, un solo verso suyo. No dijo nada, sino que se limitó a titubear como un pazguato.

– Hum, esto…

– Ah, ya recuerdo: «He dejado todo camino atrás, ¿es que hay algún camino?, yo sé que son limpias mis heridas…» Un poema sobre el sol, creo, ¿no es cierto?

– Aaah, sí, el sol es… Esto…

– Me gusta tu manera de usar los eneasílabos, es una encantadora flaqueza tan medieval, o tan neoclásica… Las sílabas que sirvieron para contar la vida de santa María Egipcíaca a ti te sirven para cantar al sol; no me digas que no es precioso.

– Bueno, ya sabes cómo es esto…

Rocío lo escudriñó de arriba abajo.

– Vaya, eres muy tímido. -Dio un sorbo a su chupito de licor de hierbas y se engarzó un rizo entre los dedos, que lió como si estuviera recogiendo un ovillo de seda interminable.

Nacho respiró con apuro. Se la imaginaba delante de una rueca, como una princesa gótica. Pero Rocío no tenía pinta de ser analfabeta. Aquella mujer lo turbaba. En general, las mujeres producían en él ese efecto, unas más que otras, por supuesto.

Rocío Conrado era la invitada más joven del cigarral. Tenía veintiocho años y se había convertido en una autora de éxito con una serie de novelas de fantasía para adolescentes que se habían traducido por medio mundo (iba a la zaga de Harry Potter en popularidad). Llevaba publicando libros desde los veinte años, cuando ganó de manera sorprendente un importante premio de literatura infantil y juvenil convocado por una prestigiosa editorial. Entonces, ya apuntaba maneras, y las expectativas que generó no se vieron defraudadas: un millón de ejemplares vendidos en el país de cada uno de sus títulos (había publicado tres), y cifras de ventas escandalosas en Alemania y Japón (era una celebridad en varios países). Su belleza no le había supuesto ningún obstáculo para triunfar, desde luego. A los veinte años, como auguraba Montaigne, su alma ya había dado muestras de poder y energía, con lo que no se esperaba que dejara de darlas el resto de su vida.

«Las poetas son cada día más guapas», pensó Nacho, y la contempló con tanto interés que temió por un momento que sus ojos la atropellaran.

Nacho se retiró un momento a su habitación y llamó a su tía al darse cuenta de que tenía dos llamadas perdidas suyas. Había olvidado el teléfono móvil encima de la cama cuando había bajado a almorzar. La mujer contestó al tercer timbrazo.

– ¿Cómo va todo, mi querido poeta naturalista? ¿Has atrapado al asesino? Creo que es un hombre; siempre suelen ser hombres, no sé si te has fijado. -La voz de la tía Pau sonaba aflautada.

Su sobrino la imaginó tumbada sobre la chaise-longue de terciopelo bermejo del salón, debajo de una ventana que tenía vistas a Madrid, en cuyo relieve destacaban brumosas, en los días de lluvia, las torres de la Ciudad Deportiva del Real Madrid. De hecho, era el único rincón de la casa donde había cobertura. Estaría envuelta en gasas y tules, como la decadente manola de un sastre isabelino vestida con grisetas de París, pero aferrándose al móvil igual que un adolescente japonés. Intercambiaron unos cuantos comentarios sobre la situación en el cigarral -no se le ocurría nada original o perspicaz que añadir, además de la información que ya le había enviado por correo electrónico-, y quedaron en llamarse al día siguiente.

Cuando colgó el teléfono, Nacho llamó a Rodrigo. El chico respondió al décimo timbrazo.

– No, no estaba durmiendo, si es lo que estás pensando -dijo nada más descolgar-. Me has pillado en el baño.

Lo imaginó en el cuarto de baño, dedicado a sus adolescentes actividades productivas, como la tos de un mal resfriado, pero enseguida borró la imagen de su cabeza, avergonzado.

– ¿Has tenido tiempo de echar un vistazo a la información que te he enviado? -quiso saber Nacho.

– Tío, tío… Estoy en ello. No soy una máquina, ¿sabes?

– Yo creía que sí.

– Sólo de cinco a siete. Y los fines de semana libro.

– Entérate de todo lo que puedas sobre Fabio Arjona, busca en los archivos históricos de la edición digital de los periódicos, mira en la Wiki las universidades en las que ha dado clase y rastrea por ahí…

– ¿Tienes las IP del ordenador del muerto? Supongo que estaría informatizado, siendo catedrático, aunque fuera de letras.

– ¿Y cómo crees que voy a tener algo así? -respondió Nacho, exasperado.

– Si conseguimos su dirección IP estática, podremos localizarlo en la red, siempre que esté conectado, claro.

– Rodrigo, no sé si te has enterado de que el hombre está muerto. Frito como un pajarito. Kaputt. ¿De qué nos serviría localizar su ordenador?

– Podría leer su disco duro. -El chico se quedó en silencio unos segundos-. No sé si debería haber dicho esto por teléfono. No es seguro hablar por los móviles, todo el mundo los escucha.

– No te pongas paranoico, nadie está escuchando tu teléfono, ni el mío. No somos tan importantes.

Rodrigo se quedó callado. Evidentemente abrigaba ciertas dudas, por lo menos en lo que a sí mismo se refería. A saber dónde habría metido las narices, se dijo Nacho, y qué temería.

– Bueno, de todos modos no tengo sus IP -Nacho pensó un poco-. Aunque… Espera. ¿Te valdría con un correo electrónico del difunto para averiguarla?

Acababa de recordar que tenía al menos un par de ellos, unos de esos correos colectivos que se envían como respuesta a un mensaje que, en origen, tenía varios destinatarios. Doña Agustina les había mandado diversos e-mails, dirigidos a todos los participantes en el congreso mientras lo estaba preparando, con datos de interés sobre el evento, fechas, señas y una larga serie de recomendaciones bibliográficas para elaborar las ponencias sobre su egregio marido, que ella esperaba ansiosamente. Nacho creyó recordar que varios poetas habían respondido a alguno de esos correos, enviando su contestación no sólo a doña Agustina, sino al resto de los colegas. Estaba seguro de que algunos de ellos correspondían a Fabio Arjona.

En cambio Nacho, por timidez, no había respondido a ninguno.

– Sí, vale si provenía de su ordenador, y no de un ciber-café, por ejemplo.

– Bueno, eso no me consta, pero puedes probar.

– Está bien -se resignó Rodrigo-. Mándamelos cuando puedas. Reenvíalos a mi cuenta de Gmail.

– Muy bien, chaval, así lo haré. Tú mueve el culo y entérate de todo lo que puedas mientras tanto. No creo que los habituales del Club Baskerville nos puedan echar una mano en esta ocasión. Éste sí es un círculo cerrado, chico -comentó Nacho-. Un club para gente exclusiva. Nada de pringaos que van por ahí reventando escaparates, o el cráneo de sus pobres mujeres. Estamos hablando de poetas, y del cadáver de un poeta que podría haber sido asesinado por otro poeta, si se descarta que el verdugo sea un sicario, o un bala perdida venido de fuera. ¿Te das cuenta? ¡Muerte entre poetas!

A Nacho se le antojó que eso seguramente no sucedía desde que declararon ilegales los duelos, y entonces los poetas se mataban a tiro limpio y a la vista de todo el mundo, sin esconderse. Evocó la figura del poeta romántico ruso Alexander Pushkin, que fue herido mortalmente en un duelo contra un oficial francés, Georges d'Anthes, del que se rumoreaba que se acostaba con su mujer. A Pushkin lo volvieron loco una serie de cartas anónimas que daban curso a la malediciente especie de que su bellísima mujer, Natalia Pushkina, que le daba un hijo por año, no sólo compartía lecho con su esposo, sino también con el francés, ahijado de un embajador. Manipularon las armas del duelo, y Alexander no pudo defenderse en justicia. Cayó muerto a los treinta y siete años, estúpidamente y sin saber si, en realidad, era o no un cornudo.