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Se sintió tan decepcionado que estuvo tentado de contestarlo airadamente, pero sabía demasiado bien que las direcciones de esos e-mails no son reales, y por tanto su mensaje vendría devuelto. Notó una importante sensación de ridículo. Estaba acostumbrado a recibir todo tipo de correo basura a diario, de spam, a pesar de los potentes filtros que usaba y, no obstante, en esta ocasión se había dejado llevar por una vana ilusión, sugestionado como estaba por el ambiente de la casa y la seductora presencia de Rocío. Se dijo que era un idiota sin remedio, o que tal vez llevaba demasiado tiempo sin enamorarse. O probablemente fueran las dos cosas a la vez.

Cerró de golpe la tapa del ordenador y se tumbó sobre la cama, mirando al cielo raso con cara de absoluto reproche hasta que estuvo a punto de quedarse dormido mientras recordaba que los ojos de Rocío eran azules como la Viagra.

Alguien llamó a su puerta con unos golpecitos suaves y Nacho, amodorrado, dio un respingo en la cama.

– Adelante. -De un salto, se puso en pie. Tenía esa costumbre, propiciada por su tía Pau desde su niñez, de no dejar que nadie lo viera en actitud indolente. Le daba la sensación de que lo pillaban en falta. Empezó a disimular, como si estuviera rebuscando algo en su maleta.

Fernando Sierra asomó entonces la cabeza con el sigilo de una joven amante, aferrándose a la puerta con dedos que parecían ensangrentados a la luz de la tarde.

– ¿Puedo pasar? -preguntó el hombre cuando ya estaba dentro.

– Sí, claro, adelante…

– ¿Te molesta si te hago compañía un rato?

– No, estaba aquí… -Nacho se rascó la cabeza, aturdido.

– He visto que te ha impresionado la mirada del cabezón.

El meteorólogo lo estudió con divertida curiosidad.

– Pascual Coloma está entretenido esperando la llegada de su propia posteridad, igual que otros esperan el advenimiento del nuevo Mesías. -Fernando observó las cortinas de la habitación, que dejaban pasar una luz dorada cortada en rodajas, tal que si alguien la hubiera separado en lonchas con un rotulador negro-. Nuestro futuro premio Nobel de Literatura, y comprenderás que eso es toda una profesión, emana el poderío de Catalina la Grande de Rusia, aquella señora imponente que convirtió a su marido, el gran duque Pedro, en impotente, lo cual no es de extrañar.

– Bueno, sí que parece un tipo con autoridad… -«Sobre todo si uno lo ve sentado», pensó Nacho.

– La tiene, no dudes de que la tiene. La autoridad, digo. ¿Sabes que él cobra, al menos, cuatro o cinco veces más que el resto de nosotros por estar aquí? Su caché no es cualquier cosa. Casi el de una estrella de rock. Menos mal que lo paga la fundación…

– No sabía que cobrara tanto.

– Su tiempo es oro, muchacho, y sus palabras también. Es un dios, o eso se comenta por su barrio, el Olimpo.

– No lo conocía personalmente. Es increíble que yo comparta mesa y mantel con Pascual Coloma.

Nacho había leído todos sus libros, y sentía una gran admiración intelectual por el autor de Sacrificio y Pérdida, obras que había estudiado, por obligación pero con gusto, en el instituto.

– Sí… -reconoció Fernando-. Es una gran cabeza… -Se rió con pequeños jadeos-. Yo no lo soporto.

– Claro, una cosa es la obra, y otra la vida; e imagino que no siempre la grandeza de una persona alcanza para las dos. -Nacho buscó refugio para sus manos hasta que, no sabiendo qué hacer con ellas, se las metió en los bolsillos.

Fernando se había repantigado en un sillón, cerca del ventanal.

– Me consuela su aspecto físico. Es un pelele, como habrás podido comprobar. Es curioso cómo con la gente que odiamos nos ocurre algo similar que con los extraterrestres.

– ¿Qué?

– Sí, ¿no te has fijado? Todo el mundo tiende a creer que los extraterrestres, si es que existen, son mucho más inteligentes que nosotros, pero también muchísimo más feos. Con la gente que detestamos, al menos en los casos como el de Pascual, nos reconforta lo mismo: que quizás sean más listos que nosotros, pero que desde luego son considerablemente más repelentes. -Hizo un gesto de coquetería con las manos y añadió-: Me tomaría un whisky, pero tú no tendrás, claro…

– No, lo siento.

– Dios mío, no sé por qué hablamos de Pascual Coloma… L’altissimo poeta. Mencionarme a mí ese asunto es como sacar el tema de la crucifixión en la última Cena…

– ¡Pero si lo has sacado tú!

– Ah, sí. Bueno, da igual. Es una inconveniencia, en todo caso. «Enhiesto surtidor de sombra y sueño, que acongojas el cielo con tu lanza.» Coloma es un ciprés de aquellos de Gerardo Diego, empeñado en alcanzar las estrellas. Con el inconveniente de su baja estatura, no lo olvidemos. Un tipo insufrible, y además, un pelmazo.

– ¿Querías hablar de algo, o sólo quejarte de Pascual Coloma? -Nacho se quedó admirando la boca de Fernando como si fuera un surtidor. Pensó que tenía unos bonitos labios a pesar de su edad.

Fernando sopesó sus palabras antes de hablar.

– Tengo entendido que eres un sabueso aficionado que ha resuelto varios casos…

– Bueno, con ayuda de mucha gente. No es mérito mío en exclusiva.

Nacho se dijo que en el siglo XXI el trabajo colectivo era bastante habitual.

– Pues supongo que también estarás interesado en resolver éste.

Nacho asintió con la cabeza, pero no abrió la boca.

– Pues… -repitió incansable-, yo sólo trato de charlar contigo e intercambiar impresiones, por si te sirven de ayuda a la hora de esclarecer este…, hum, asunto.

– Muy bien. Se nota que estamos en un ambiente de gente privilegiada y notable, distinguida.

Fernando sonrió. Se daba un aire a un viejo actor de Hollywood que no acabara de perder su juvenil atractivo, ni mucho menos su bronceado, porque antes se dejaría arrancar la piel que consentirlo.

– ¡Gen-te dis-tin-gui-da! Se nota que eres nuevo en estos saraos. Espera unos años más y verás. Si es que logras aguantar, claro. O si no te echan antes a patadas. Ah, pero no todo está tan mal. Aprenderás mucho sobre sadomaso, por ejemplo.

– Mi interés por la poesía no tiene nada que ver con estos actos. Estoy aquí porque me han llamado. Si no hubiese sido así, ni siquiera se me habría ocurrido soñar que pudiera estar entre vosotros.

– Eres un alma cándida, meteorólogo. Pero ya no tienes edad para seguir siendo inocente por mucho tiempo… ¿Cuántos años tienes?

Nacho se aclaró la garganta. Le sonaba raro decirlo:

– Hum… Cuarenta.

– ¡Ah! -Fernando batió palmas como si acabara de ganar un premio-. ¡Sólo soy veintidós años mayor que tú! Ajá. Engañas un montón: te hacía mucho más joven. -Pues ya ves.