– ¿Qué estabas haciendo tú en mayo del 68?
– Poca cosa, tenía un año de edad. Creo que mi capacidad de maniobra era bastante limitada por la época.
Nacho empezó a impacientarse. Miró la hora de su reloj sin ningún disimulo, y al levantar la vista sorprendió en su colega un poso de tristeza que perseguía la comisura de su boca con la tenacidad de un perro rabioso.
Entonces, de manera imprevista, Fernando se confesó.
– ¿Quieres saber qué hacía yo por aquellas fechas? -dijo el hombre. Su voz tenía un tono deshelado y vil. Nacho casi pudo sentir cómo el aire salía raspando su garganta-. Tenía veintitrés años, y llevaba cuatro meses en Madrid. Primero me enamoré de Fabio Arjona. Sí, de nuestro Fabio. Y al poco terminé odiándolo y jurando que lo mataría a la menor ocasión. Nunca olvidé mi promesa.
Nacho no habló. Sintió un escalofrío y pudo ver un nudo de rabia apelmazándose en los iris de Fernando, igual que una bolita de mugre que va creciendo libre y saludable con las excrecencias del tiempo.
– No sé, Fernando. Lo que acabas de decir me parece brutal -se atrevió a sugerir por fin.
– Lo es. Lo es.
– Espero que no le hayas dicho lo mismo que a mí a la policía. Sería una bonita manera de señalarte como sospechoso.
– Querido, pero ¿no te das cuenta de que aquí casi todos somos sospechosos menos tú? Y tampoco pondría la mano en el fuego por ti.
Eso era lo mismo que le había dicho doña Agustina.
– Hombre, no sé. Todos, todos… -Nacho recordó a Rocío y su cara de ángel medio punki.
– Todos tuvimos oportunidad, y lo que es peor: todos tenemos motivos. Fabio Arjona era un miserable. Aparte de los que estamos en este cigarral, tampoco te costaría encontrar por ahí fuera unas cuantas docenas más de candidatos a ser su asesino. Fabio fue sembrando su vida de cadáveres, y no precisamente exquisitos. Supongo que por eso ha tenido este final, ¿verdad?
Nacho volvió a guardar silencio durante unos instantes. Era evidente que, por lo que había visto y oído y lo que podía intuir, pocos apreciaban al difunto, pero se dijo que sin duda debía de haber alguien en alguna parte que lo quisiera o lo estimara. Así se lo dijo a Fernando, que negó con la cabeza.
– Tendrá familia, digo yo. Hijos…
– No tiene hijos. Nunca los quiso. Se conformaba con las hijas de las mujeres con las que se acostaba. -Fernando se relamió y levantó una ceja antes de acariciársela con dos dedos vacilantes-. Mientras hablaba con la policía me di cuenta.
– ¿De qué?
– De lo que acabo de decirte, de que Fabio siempre estuvo liado con mujeres solteras o separadas que tenían hijas. Nunca hijos varones. Hice un repaso de su historia sentimental y todas las mujeres con las que vivió, aunque jamás se casó con ninguna, tenían una hija o dos que no eran de Fabio.
– Ah.
– Sí, es curioso, ¿a que sí?
– ¿A qué crees que se debía esa, hum, tendencia?
– No estoy seguro. Él era un pájaro de cuidado, pero se mantenía fiel a su última adquisición durante todo el primer año de relación. Ese espacio de tiempo era de una exaltación física y lírica asombrosa, que él vivía con apasionamiento, enardecido. Convertía a la elegida en su musa, le escribía poemas que plagiaba de aquí y de allí, a trocitos que luego juntaba… -Suspiró divertido-. Tengo un colega en Nueva York, hispanista como yo, en mi propia universidad, que una vez me dijo que Fabio Arjona era el «poeta de las preposiciones».
– No entiendo…
– Sí, hombre. Decía que como pedía prestados versos de aquí y de allá, lo que Fabio llamaba impúdicamente «homenajes que sólo entienden las personas cultas que saben leer», en realidad lo único que hay de original, de suyo verdadero, en sus poemas son las preposiciones. Ya sabes: a, ante, bajo, cabe…
Nacho arrugó el ceño.
– Sé cuáles son las preposiciones… -Se removió en su asiento con impaciencia, algo mosqueado.
– Fabio agarraba dos versos de Cernuda, una metáfora de Li Po, y luego los pegaba con unas cuantas preposiciones, o conjunciones, y listo. Poema propio, lleno de lecturas para los que de verdad «saben leer». O sea, para los que recuerdan de memoria la poesía universal y son capaces de detectar todas y cada una de sus «citas». Evidentemente a mí, y a otros como yo, no nos la daba fácilmente. Yo también manejo muchas lecturas, y hablo y leo cinco idiomas.
– No lo sabía. Creía que Arjona tenía fama de refinado y de intelectual.
– Oh, sí, desde luego. Será por eso mismo. Por la cantidad de bibliografía que manejaba. Además, él mismo se preocupó de cultivar esa fama que tú dices.
– Lo que no entiendo es por qué venía él a este encuentro y no Eugenio Vitale, que me parece más importante. O por qué no ha venido Vitale, en cualquier caso.
– Ah, bueno… Vitale estaba invitado, el primero de todos, pero se disculpó con los de la organización del ministerio, y con Agustina. No podía venir, según parece.
– ¿Por…?
– Porque está resfriado. Vaya, lo siento.
– Veremos qué pasa con el funeral de Fabio -musitó Fernando, distraído-. Como tienen que hacerle la autopsia y todo eso, no lo enterrarán hasta dentro de cuatro o cinco días. Para entonces ya habremos salido de aquí.
– Será en Madrid, imagino…
– Sí, en Madrid. Yo no pienso asistir, aunque sienta tentaciones: así me aseguraría de que lo entierran de verdad y de que cierran bien la lápida. -El hombre mayor dio un manotazo al aire, ahuyentando algún pensamiento inoportuno-. El caso es que Fabio se enamoraba de una mujer, vivía con ella un año de arrebato lírico y lúbrico, escribía un libro dedicado a su amor y luego se enfriaba de golpe y se entregaba con igual fogosidad al desamor, del que obtenía otro libro, evidentemente, muchos de ellos premiados por todo lo alto. Ya sabes cómo va esto de los premios, al menos, la mayoría de ellos. En los premios de poesía las leyes del mercado ni pinchan ni cortan. Y no es que yo defienda las leyes del mercado, que pueden ser, y habitualmente son, despiadadas como un lobo de la tundra asiático, pero… al menos suponen la presencia de algún tipo de ley. Él ganó todos aquellos premios a los que se presentó. Los que otorgaban esos galardones, los patrocinadores o el jurado, o bien le temían, o bien le debían un favor. Porque, a lo largo de su vida, Fabio igualmente hizo muchos favores, que se cobraba con toda puntualidad… -Fernando pensó mientras se rascaba la mejilla-. Así que quizás no deberíamos llamarlos «favores» exactamente.
– ¿Cuántas relaciones, más o menos estables, habrá tenido? -quiso saber Nacho.
– ¡Ufff…! Muchas, querido. La última de ellas, la pobre Cris-ti-na O-ller, y ya has visto la cara que se le ha quedado. Muchas. Más de las que tú podrías soñar, a pesar de que eres bastante más alto, más fuerte y más atractivo que él. Y mejor poeta, dónde va a parar… Al menos tú eres original, no un puro pastiche. Él, sencillamente, no era poeta. Aunque creo que era bastante culto, y que amaba la poesía casi tanto como a sí mismo. Sí… Supongo que porque con ella alimentaba su vanidad. Su vanidad era un gorrino de cuyo engorde se ocupó metódicamente durante toda su vida.
– Eso es algo que no entiendo, su éxito con las mujeres. Por las fotos que he visto de él, no era un hombre, digamos, agraciado. Quizás las seducía con su labia, o con sus poemas.
– Bueno, de joven tenía cierto encanto. Era bajito, claro, pero en aquella época casi todos éramos bajitos; yo un poco más alto que la media, pero… Eso es algo que se explica fácilmente si tenemos en cuenta que nacimos en los años cuarenta del pasado siglo. Tiempos de escasez. En Europa se libraba una guerra, y en España una posguerra de estraperlo y hambre. En el año 68, como te decía antes, Fabio no estaba mal. Yo me enamoré de él, ya lo has oído, y aunque él nunca fue homosexual, o al menos se ha ido a la tumba convencido de no serlo, me siguió el juego como si lo fuera. Si quieres te lo puedo explicar, te puedo contar cómo fue aquello…