EL VIAJE DEL HOMBRE DE ACCIÓN. MADRID. 1968
No he oficiado nunca en los altares del odio,
he creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer
pueden unir a los hombres. Soy un
criollo que quiere ser bueno y querendón,
bueno y poeta, es decir, poeta bueno.
JOSÉ LEZAMA LIMA, Paradiso
Fernando Sierra siempre había deseado tener un reloj Citizen de correa metálica inoxidable, con sistema exclusivo Parashock. El reloj de los expertos en kárate, capaces de partir un ladrillo en dos con la mano. Y con el reloj puesto. Automático, con calendario. Calidad máxima a precio razonable, según el principio japonés. Los relojes Citizen, o al menos eso decía la publicidad, eran los preferidos por los hombres de acción de todo el mundo. Y, por si fuera poco, tenían dos años de garantía de fábrica.
Fue lo primero que hizo cuando llegó a Madrid, procedente de su pueblo: comprarse el reloj de sus sueños. Hasta la fecha, apenas había salido del lugar donde nació.
Su padre era militar, y estaba destinado en Melilla. Apenas había vivido con él y con su madre. Cuando Fernando nació, a veces las cosas se hacían así. Su madre se casó con su padre, un teniente de infantería con un espeso bigote negro y cara de animal arborícola, de maki volador de Borneo. Su madre era bastante parecida a su padre, pero sin bigote (la mayor parte del tiempo). Una vez casada, no quiso abandonar su pueblo -una población perdida en medio de los montes, a treinta y cuatro largos y difíciles kilómetros del sitio habitado más cercano, donde vivía en la casa en que había nacido y en la que también pensaba morir-, y su padre tuvo que hacer frente en solitario a su destino africano (sólo pasaba con la familia unas cuantas semanas al año; el resto del tiempo vivía con la tropa en un acuartelamiento de Melilla). De alguna manera, se las arreglaron para tener un hijo, Fernando, que no se separó de su madre hasta los veintitrés años, después de que ella fue enterrada. Fernando aterrizó en la capital dispuesto a estudiar, a comerse el mundo y a comprarse un reloj con los menguados ahorros que su padre le había entregado, con renuencia, para hacer frente a los primeros gastos.
Aunque sus padres no fueran muy agraciados físicamente, Fernando era un chico bastante atractivo: el pelo rubio, igual que la paja a comienzos del verano, y los ojos del color del brandy Espléndido Garvey; bastante alto para la media de jóvenes de su edad, y con un cuerpo y unas facciones armoniosas, casi delicadas. La mayoría de sus primos tenían aspecto de sacacorchos, pero su madre decía que él había salido a su abuelo, un mozarrón vocinglero y alegre que trajo locas a todas las muchachas casaderas de la región en su época.
Fernando, sin embargo, no era muy mujeriego. En realidad, las mujeres no le gustaban, pero no quería contrariar a su madre, por eso, cuando la mujer le hablaba del parecido con su abuelo, el conquistador local, sonreía disciplinadamente y ponía punto en boca. Hubiese preferido limpiarse la lengua con Netol antes que confesar sus verdaderos sentimientos ante su progenitora.
Al acabar la escuela en su pueblo, su madre se resistió a dejarlo marchar fuera para ir a estudiar, a pesar de que había obtenido unas notas excelentes y que poseía una destacada habilidad con las lenguas: latín y griego, por ejemplo. Hasta que salió del pueblo, dedicó su tiempo a leer (poesía y novelas de la colección Libros Eternos para la Juventud, que compraba por correo: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; Mi amiga Flicka, de Mary O'Hara; Capitán Horacio Hornblower, de C. S. Forester; El despertar, de Marjorie Kinnan Rawlings…), a escribir poemas que no habría sido capaz de enseñar a nadie, so pena de morirse de vergüenza, y a estudiar por correspondencia. Hizo un curso de electrotecnia en Eratele, y otro de radio y televisión en la academia Afha, aunque descubrió que las cosas mecánicas no se le daban demasiado bien porque no acababan de gustarle. Él ansiaba emociones, más que problemas técnicos. Entonces comenzó a interesarse por los idiomas. Aprendió algo de japonés por el método Assimil, aunque no veía la utilidad de saber japonés a no ser que tuviera la suerte, poco probable, de encontrarse con algún ingeniero de la casa Citizen por los montes pelados que rodeaban su pueblo. Fernando era minucioso y atento, y seguía ordenadamente las indicaciones del método (discos microsurcos de 33 r. p. m. con la pronunciación, libros de vocabulario, cintas, cuadernos de ejercicios…). Con el inglés y el francés hizo avances de manera muy rápida; habiendo empezado por el japonés, esas dos lenguas le parecieron sencillas y asequibles, cosa de niños.
También pidió un Manual práctico de cultura física, escrito por John Turbin, de la editorial De Vecchi, respondiendo a un anuncio que prometía: «En pocas semanas haremos de usted otro hombre.» Él había querido toda su vida ser otro hombre: un viajero, un poeta, un amante… Según la publicidad, si se seguían al pie de la letra las instrucciones del libro, y en eso Fernando era especialista, cualquiera podía conseguir un tórax poderoso, unos brazos hercúleos y músculos de acero. Pero él no ansiaba todo aquello, aunque a nadie le viniera mal; estaba razonablemente satisfecho con su cuerpo, que despertaba las miradas inquietantes de las chicas a su paso. «Tener otro cuerpo no es lo mismo que ser otra persona», pensaba Fernando.
No, lo que él codiciaba eran las fotos que prometía el libro. Ciento setenta y cinco ilustraciones, gran parte de ellas a todo color, de hombres que elevaban los brazos por encima de la cabeza y lucían bíceps, y pecho, y muslos, despidiendo masculinidad por cada poro de sus cuerpos, que parecían moldeados por el propio Miguel Ángel en el barro sensitivo de la carne mortal.
El libro le costó doscientas veinte pesetas, más gastos de envío. Él no lo sabía por entonces, pero aquel volumen, con portada en color, lo acompañaría en su biblioteca el resto de su vida. Hasta el fin de sus días.
Le sacaba el dinero para pagar los cursos a su madre, que aunque era de naturaleza tacaña prefería verlo «entretenido con tonterías que no le hacen daño a nadie» antes que vagueando, o buscándose la vida mediante trabajos penosos (plantando pinos de repoblación, por ejemplo), como hacían otros muchachos de su edad.
Pocos días después de que él cumpliera veintitrés años, un cinco de enero de 1968, la madre de Fernando murió.
Una mañana, cuando el joven se levantó -a las siete y media, como de costumbre-, bajó a desayunar y se dio cuenta de que ella no estaba en la cocina. Su madre madrugaba mucho, y ni un solo día de la vida de Fernando había dejado de estar presente en la cocina de su casa cuando él bajaba a desayunar, con el puchero de la leche humeando en la chimenea, apartado en un borde, cerca de las cenizas, para conservarlo caliente hasta que su hijo se sirviera un tazón.
Fernando la llamó con la voz amedrentada por un aciago presentimiento.
– ¿Madre? -apenas le salió la palabra.
Pero ella no respondió ni siquiera cuando el chico reunió fuerzas y logró gritar a voz en cuello, sintiéndose trastornado y débil de repente.
Se dijo que quizás estuviera en el retrete, aunque no era propio de ella. Salió al patio y se acercó al escusado, una caseta al fondo de un corral lleno de piedras y macetas, la mayoría sin flores a esas alturas del invierno. Abrió la puerta de un empujón. Estaba vacío. Corrió de nuevo al interior de la casa. Entró en la cocina; el fuego se consumía poco a poco, como un fin inalcanzable. Salió al pasillo y subió la escalera hasta la planta de arriba. Llamó a la puerta del dormitorio de sus padres, que ocupaba solamente su madre, y entró tratando de no hacer ruido. La contraventana de madera estaba abierta -su madre nunca la cerraba-, y una luz gélida y titubeante se filtraba en la estancia.