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La mujer estaba acurrucada bajo las mantas. Absorta en sus sueños, pensó Fernando durante un instante.

Se acercó hasta el bulto que formaba su cuerpo y la tocó suavemente. Su forma le pareció un callejón sin salida, una excrecencia inmóvil en el nublado lienzo del día. La zarandeó levemente, pero la mujer no respondió a sus avances.

Entonces Fernando empezó a hablar, con prisas, en japonés. Tontamente.

– Kokop da!!! -¡Estoy aquí!-. Doko ni ikunda?! -¡¿Adónde vas?!

Pero sus palabras se encaramaron a las paredes de la habitación como lagartos que treparan impasibles hacia el techo, y nadie le respondió. Su monólogo inconexo fue un estruendo inútil ante la impasibilidad de la muerte.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. No recordaba la última vez que había llorado porque, por fortuna, generalmente carecía de motivos para hacerlo. De repente, las lágrimas resbalaron por su cara caudalosamente. Hubieran servido para llenar un pantano. Era como si salieran de algún tanque escondido de detrás de su rostro que hubiera estado olvidado durante años, repleto de esas pequeñas gotitas de agua salada, con sabor a óxido, que le empaparon los labios.

Poco después, en febrero de 1968, Fernando se plantó en Madrid con un dinerillo que le sacó a duras penas a su padre. Estaba dispuesto a abrirse camino en el mundo, a ser otra persona, el orgulloso poseedor de un reloj propio de un hombre de acción.

Para su sorpresa, su padre se afeitó el bigote y volvió a casarse dos meses después del entierro de su madre, con la viuda de un sargento de artilleros, residente también en Melilla. La herencia de su madre fue a parar al bolsillo de su progenitor y de la alegre viuda, a la que Fernando ni siquiera llegó a conocer, y que se había convertido en una madrastra de la que nunca quiso saber muchos detalles. De alguna manera, ahora era libre, se consoló. Podía hacer cualquier cosa que deseara. Y tenía muchos deseos guardados bajo llave, como bestias bien alimentadas que pugnan por salir al aire libre, a campo abierto, que saben que lo conseguirán un día u otro.

Nada mas llegar a Madrid se alojó en una pensión barata cerca de Atocha. Se propuso entrar en la universidad, presentarse al examen de reválida y comenzar una carrera aunque fuese muy mayor para ello. Estaría con estudiantes unos años más jóvenes que él, pero no le importaba. Tenía una cara fresca y moderna, poco habitual para un español de la época; podía pasar incluso por extranjero (eso le decían las mujeres en su pueblo cuando era chico). Daría el pego. Buscaría algún trabajo nocturno para poder mantenerse hasta que concluyera los estudios y encontrara algo mejor. Unos primos suyos que vivían en Aluche le habían dicho que podía descargar mercancías en Santa María de la Cabeza, en el mercado. Pagaban razonablemente bien. Lo haría. Era fuerte, y no temía al trabajo duro, a pesar de que su madre se había pasado la vida intentando alejarlo de ese tipo de actividades. Sin embargo, durante dos años había hecho religiosamente los ejercicios de gimnasia, aquellos que recomendaba su libro favorito, y aunque no consiguió el mismo aspecto que los hombres, tan amados por él, de las fotografías, sí que logró ponerse en forma casi sin darse cuenta.

Fernando era joven, aún no se había maleado, y estaba convencido de que la vida podía ser sencilla y agradable si uno se limitaba a seguir las instrucciones adecuadas. Todavía no era consciente de que uno no siempre sigue los procedimientos apropiados, y que precisamente ahí reside una de las muchas dificultades de la existencia.

Comenzó a ir a la universidad como oyente -quería matricularse en Letras en cuanto aprobara el examen pendiente-, y así fue como conoció a Fabio.

Fernando no estaba muy al corriente de lo que sucedía en el mundo. En su pueblo no tenía la costumbre de escuchar la radio o leer los periódicos (el periódico llegaba con un día de retraso, y siempre pensó que, así las cosas, no merecía la pena el esfuerzo). Se informaba a través de la televisión, pero tampoco hacía mucho caso. Tenía bastante con sus propios problemas, que sentía colgando de su espalda como un pequeño y enojoso zurrón. Por tanto, no sabía que en la Universidad de Madrid el año había comenzado con la policía cerrando la Facultad de Ciencias Técnicas tras una protesta de los estudiantes contra el régimen de Franco. A mediados de enero, el gobierno cerró la Facultad de Filosofía y Letras (donde él aspiraba a licenciarse) y la de Económicas y Ciencias Políticas, por el mismo motivo. Tampoco sabía quién era Bob Dylan, ni que había reaparecido tras ausentarse de la escena pública durante más de un año por culpa de un accidente de moto que casi le partió el cuello. La música que él escuchaba, en su tocadiscos Stereo 1008 de cuatro velocidades (16, 33, 45 y 78 r. p. m.), o en su casete Superportable 909, era más bien clásica, o del tipo «selecciones musicales hispanoamericanas» (lo mejor de México, bossa nova), historia del vals, o música de grandes películas (Casablanca, Charada, Zorba el griego, Lawrence de Arabia, Horizontes de grandeza, Lilí…). Por eso se ruborizó ante su propia ignorancia y las mejillas se le pusieron del color de uno de esos huevos de yema roja que compraba su difunta madre cuando Fabio, que daba clases como ayudante de Literatura Española Contemporánea, le preguntó en clase, a bocajarro, como si fuera una pregunta de examen a pesar de que Fernando ni siquiera estaba matriculado aún, si le había gustado el disco de Bob Dylan. No sabía qué contestarle. «Aún no he podido escucharlo», murmuró haciendo un verdadero esfuerzo por reconocer su ignorancia; le costó tanto extraer las palabras de su garganta que cada sílaba se le antojó una muela arrancada sin anestesia.

Más tarde, Fabio habló en la cafetería de la facultad delante de un grupo de alumnos, entre los que se contaba Fernando, sobre las nuevas canciones de Dylan. «Sencillas y suaves, seres errantes y vagabundos con implicaciones morales o con dejes religiosos», aseguró ante unos boquiabiertos chavales ansiosos de un líder al que admirar que los condujera a la libertad, la revolución y el supremo conocimiento. (Hasta mucho tiempo después, Fernando no supo que Fabio estaba citando casi textualmente la crítica que había hecho Time del último disco del cantante.)

Ese mes de mayo estaba siendo agitado en muchos lugares del mundo. Fernando se enteró a través de Fabio, que lo introdujo en la política asamblearia de la facultad, y lo arrastró a la vida nocturna de Madrid cuando su trabajo de estibador se lo permitía, lo que no sucedía muy a menudo. Fue Fabio quien le prestó el libro Revolution in the revolution, la versión inglesa del ensayo de Régis Debray, un jovenzuelo intelectual francés fascinado por la revolución cubana. Por primera vez, Fernando se alegró de saber idiomas, y eso lo hizo sentirse un poco mejor. Desde que había llegado a Madrid se notaba acobardado por un tremendo complejo de inferioridad cada vez que ponía los pies en la universidad, y tenía la sensación de que incluso su ropa estaba pasada de moda (algo que, por otra parte, era cierto). También fue Fabio quien lo inició en la lectura de Hermann Hesse, un pacifista alemán que lo sedujo con su novela El lobo estepario, y quien lo convenció de que debía ser «hijo de una nueva era», como quien gana un feligrés para una insólita religión. Fernando, envuelto en la borrachera del mundo que empezaba a descubrir, se dejó llevar por Fabio y por el embriagador ambiente estudiantil dando tumbos, movido por un impulso de emulación, de afirmación y de ruptura con su pasado. Sus raíces. Su pobre madre muerta. El hombre de acción que siempre había deseado ser estaba naciendo ante sus ojos.