Cerró la puerta de la entrada con tanta discreción como pudo, y salió al rellano dando un suspiro de alivio. El ascensor subió renqueando. Era viejo. Como Alejandro, pensó con una risita. En fin, seguramente más, porque los edificios del centro de Madrid eran todos del año catapún. Bajó hasta la portería y se dijo que era una suerte que los sábados no estuviese en su garita la portera. Era una cotilla, y ella no tenía ningunas ganas de dar explicaciones sobre el lugar al que se dirigía.
En la calle Concepción Jerónima todo era silencio. Una quietud casi amorosa teñía el aire de la mañana. De repente, un taxi rompió el encanto bajando la cuesta a toda velocidad y Nikita arrugó el ceño con disgusto. Le pareció ver que la cabeza del taxista se volvía en su dirección cuando pasó por su lado. «Otro viejo verde…» El pensamiento le hizo gracia. Tenía dieciséis años, y se sentía tan joven como era en realidad. La mayoría de las personas y las cosas se le antojaban ya decrépitas.
Bajó hacia Puerta Cerrada arrastrando a duras penas sus sandalias nuevas. Había más coches circulando por allí. Se acercó a la cruz y esperó. Puerta Cerrada había sido una de las antiguas puertas de la villa; una entrada que, como su nombre indicaba, casi siempre permanecía cerrada para evitar los asaltos de los malhechores. Lo sabía porque Fabio se lo había contado. O quizás lo había visto en la tele, en algún documental.
Pensó que su hermana Rocío y ella tenían suerte con Fabio. Su madre siempre había sido un tanto desgraciada en amores. Tener dos hijas y ningún padre a la vista no era ciertamente un atractivo a la hora de encontrar novio. Los hombres huían en cuanto se enteraban, o en cuanto podían, y Sara terminaba sola después de un par de meses de entusiasmo y sesiones compulsivas de masajes y peluquería. Por supuesto. ¿Qué hombre querría cargar con dos arrapiezos, hijas de otro, o de otros, como era su caso? Fabio, sin embargo, no había visto el inconveniente. Llevaba un año viviendo con su madre, en el piso alquilado donde ellas ya vivían cuando él llegó, y no parecía importarle. Nikita creía que era un tanto teatral y afectado en sus muestras de interés por ellas, o sea, un poco falso, pero al menos se esforzaba por no hacerles sentir que eran un estorbo.
Por otro lado, desde que su madre vivía con él, había recuperado la luz en la mirada. Volvía a sentirse joven y atractiva. Tenía treinta y seis años y aún aspiraba a ser amada. Bueno, eso era cosa suya, pensó Nikita; estaba en su derecho, por muy madura que fuera.
Sintió un poco de frío.
Álex se estaba retrasando. Esperaba que no fuese porque había tenido algún problema con su mujer… Lo de su mujer -meditó mirando al suelo, concentrándose en un billete de metro usado y pisoteado que había a su lado- era un problema. Eso sí que era un problema.
Pero si algo había aprendido Nikita en sus clases de matemáticas del instituto -era muy buena en ciencias, aunque en realidad no le interesaban nada- era que casi todos los problemas tienen solución. La mayor parte de las veces lo único que hay que hacer es despejar la incógnita.
Alejandro Martínez Ursola («Álex, llámame Álex, cielo») había cumplido cincuenta y tres años. A sus espaldas -porque tenía la sensación de llevarlos literalmente a la espalda- quedaban veintisiete años de matrimonio resignado; en algunas épocas, incluso melancólico. (Bueno, más bien, para él fueron etapas melanalcohólicas.) La suya, decían sus colegas del ministerio, era una relación sólida. «Y tanto -pensaba él-. Sólida como el hormigón. Como las lápidas que cierran las tumbas con su peso.»
Había alcanzado casi todas sus expectativas profesionales. Sólo el ministro estaba por encima de Alejandro Martínez en Cultura. Aunque eso de «por encima» habría que verlo: en realidad, Alejandro mandaba sobre el ministro, porque, entre otras cosas, siempre le había gustado ejercer el poder en la sombra, y él lo tenía, se lo habían dado, y así lo había querido. Nunca quiso dar la cara. «Cuando uno da la cara -solía decir sin vergüenza-, normalmente se la parten.» No le agradaba tener visibilidad, ser famoso políticamente, ni siquiera aunque la contrapartida fuera el poder. Hacía mucho que había descubierto que el mando no necesita de la publicidad, pues ésta tiene más inconvenientes que ventajas en nuestros tiempos.
Alex no tenía problemas con la culpa, esa lacra cristiana con un peso de más de dos mil años sobre las costillas de la sociedad (aún más difícil de llevar que su matrimonio; porque ésa sí que era una relación duradera, la de la culpa y la sociedad, y no sus desgraciados esponsales con la triste y ajada Rosaura, su mujer). Desde que podía recordar, a Álex le gustaban las niñas. Él, un hombre de cultura, de influencia libresca, se había visto ratificado en sus gustos por sus lecturas, por su conocimiento de la historia, y por su propia experiencia de la vida.
Nunca había tenido la sensación de estar haciendo algo malo. Tampoco le gustaban demasiado jóvenes: un mínimo de diez años -se consideraba un hombre decente, no un monstruo-, catorce, quince, dieciséis… El límite eran los dieciséis. A partir de ahí, las niñas se transformaban: en mujeres, con suerte; en arpías, por lo común -a veces, en las dos cosas al mismo tiempo-, y a él no le interesaban ni las mujeres ni las arpías. Nikita estaba en la frontera, pero era tan hermosa, tan perfecta que, en ocasiones, cuando la observaba durante un rato, temía ser incapaz de soportarlo.
Cuando la recogió en su coche, la chica entró y se sentó de un brinco a su lado; se le hizo un nudo en la garganta y apenas pudo saludarla. Nunca en la vida había visto nada tan bonito, y tan cerca de sus manos.
Fabio Arjona le había presentado a su nueva familia hacía poco más de un mes. Gracias a eso conoció a Nikita, con sus grandes ojos lucientes, igual que dos pequeñas estrellas azules, y su tez blanca moteada de pecas rubias.
Álex tenía calado a Fabio: un don nadie que procuraba abrirse camino a empujones en la universidad y en la literatura; un poeta pésimo («lo mejor de sus poemas son los versos de otros, que él rapiña sin escrúpulo alguno», le había oído comentar con malicia nada disimulada a un colega en cierta ocasión). Fabio era un mediocre, y un trepa. Su ambición era inversamente proporcional a su talento y, por supuesto, el resultado que había obtenido partiendo de tan magra base era una vida de constante frustración.
Álex lo había conocido en la universidad, donde Fabio trabajaba como ayudante. Ayudante, a su edad… Un hombre con un trabajo que podría hacer un niño. Alejandro formaba parte por entonces de un tribunal de oposición. Parecía mentira que, a pesar de ser un alto cargo político, aún tuviera que hacer el paripé de acudir a esas farsas institucionalizadas que eran los tribunales de oposición en la universidad. Normalmente, la plaza se convocaba para un candidato del departamento, y aunque todo el mundo sabía que sólo el aspirante oficial podría ganar el puesto, aun así, siempre había tres o cuatro infelices doctores, ajenos incluso a la facultad, dispuestos a presentarse y a pasar por el mal trago de ser rechazados y, de paso, humillados en un proceso de selección que solía premiar al postulante de casa aunque fuera el más inepto. Así, se colocaba de por vida a auténticos mendrugos en puestos que habitualmente les venían grandes. Álex no era tonto y sabía que ese proceso de elección era bueno políticamente. Él mismo lo favorecía con entusiasmo, porque la educación es, sobre todo, política, y quien instala a los suyos en la universidad está sembrando una determinada mentalidad política en las futuras clases dirigentes de un país. Sabía que eso tenía un rendimiento muy claro a la hora de contar los votos.