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Le echó un vistazo a su reloj Citizen mientras caminaba por la Cuesta de Moyano, ojeando los libros de segunda mano de los puestos, y sonrió satisfecho. Era joven, y la luz del día, hermosa. Las nubes parecían una rasgadura en el azul malogrado del cielo. Hacía fresco, pero la primavera atravesaba el aire y le hacía sentir la emoción del mundo en cada respiración. Había quedado con Fabio. Luego irían a reunirse con otros compañeros en casa del maestro -así lo llamaban muchos-, y más tarde a una cafetería de Callao.

Alguien aseguró que, en 1968, todo el mundo quería ser poeta. Fernando volvió a sonreír, dichoso como un niño ante un plato de patatas fritas, porque se dijo que él ya lo era, que poseía un arte al que mucha gente aspiraba, incluido Eugene McCarthy, senador y candidato a la presidencia de Estados Unidos. Le había enseñado algunos de sus poemas a Fabio. ¡Cielo santo!, nadie imaginaría nunca el miedo que pasó esperando su veredicto. La vergüenza le había forrado por dentro el estómago con una capa fría y deslustrada de tizne. Se lo sentía pintarrajeado con rotulador, como la cara de una de esas chicas que desfilaron el primero de mayo en Praga (Fabio le había enseñado una foto sacada de un periódico francés) portando un cartel que decía «Club de soul de los hippies de Checoslovaquia», y que llevaban los mofletes embadurnados con flores de trazado infantil.

Al cabo de dos semanas, Fabio le devolvió el manuscrito. Su boca esbozó una mueca que tal vez pretendía ser natural y afable, pero Fernando tuvo la sensación de que se la habían sacado a golpes.

– ¿Qué te han parecido? -se atrevió a preguntar, haciendo un penoso esfuerzo.

Por un momento, creyó que Fabio iba a escupir. Fernando lo tenía en una enorme consideración. Estimaba tanto su criterio que se habría cortado las manos si él hubiera afirmado que no servían para agarrar. No lo conocía lo bastante como para haberle perdido el respeto, todavía.

– No están mal… -concedió Fabio.

– ¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Me han dicho que también eres editor. Que tienes una pequeña editorial con un socio que… No sé, tal vez… A lo mejor, si te parece, podrías ver si…

– Sí. Hummm… No están del todo mal. -Se acarició la barbilla; se estaba dejando barba, como Fidel Castro, aunque los pelos no le salían con fuerza, y daba la impresión de que le irritaban la piel, porque se rascaba a menudo-. Lo que no entiendo, permíteme que te lo diga, compañero, lo que no comprendo es por qué escribes poemas de amor y hablas de ella todo el tiempo. Ella esto y ella lo otro. Ella una y otra vez…

Fernando lo miró, desconcertado. Fabio continuó hablando.

– Se nota a distancia que eres maricón -dijo. Su voz tenía un eco irritante y bajo. Se acercó al oído de Fernando, resolló un poco y seguidamente le soltó-: Asúmelo, coño, pedazo de nenaza. Muñequita linda.

Luego le rozó la oreja con la lengua, un lametón blando y húmedo que le dejó la piel encerada de saliva caliente y el pulso acelerado de un ternero de rodillas ante su matarife. Fernando se quedó plantado en medio del pasillo de la facultad, con los folios manuscritos con una pulcrísima letra de escolar colgando de su mano igual que un ramo de flores mustio.

Fabio se dio media vuelta y se largó sin mirar atrás. Y a partir de entonces, Fernando no dejó de pensar en aquel contacto físico. Nunca había tenido una intimidad semejante con nadie. Jamás había besado en la boca a otro ser humano. Era virgen, y estaba convencido de que a Dios no le parecería mal que lo fuese, dados sus gustos sexuales. Pero después de aquel beso -pues llegó a considerarlo un beso, el primero de su vida-, no fue capaz de pensar en otra cosa más que en la lengua de Fabio.

Los hindúes -Fernando se informó de ello leyendo un libro de la Biblioteca Nacional- creían que existían distintas clases de besos: beso nominal, palpitante, tierno (propio de jóvenes esposas, de modo que ése no podía ser su caso, o quizás sí, pero bueno…). Para ciertos poetas orientales existían cuatro clases de besos: directo, inclinado, invertido y apretado. El joven pasó noches enteras, de insomnio casi febril, tratando de clasificar el suyo, el que Fabio le había dado a él, su beso, sin darse cuenta de que quizás no se trataba más que de una simple lamedura con afán más despectivo que acariciador.

Consumió horas enteras pensando en Fabio, apelando a la razón y a la lógica, diciéndose, entre pucheros propios de una nenaza: «Él no es de ésos, tú lo sabes, lo presientes en el fondo de tu corazón. No des un mal paso con él, o te arrepentirás…» Pero al final su deseo se impuso a su cordura, como sucede a menudo con la juventud, y no sólo con ella.

Ahora Fernando paseaba arriba y abajo por la Cuesta de Moyano, esperando a Fabio, preguntándose si de verdad lo amaba, y si su amor lo ofendería. El amor era una especie de enfermedad contagiosa -una soriasis, una sífilis del sentimiento- que no evitaba infectar la mirada. Cualquiera que reparara en él se daría cuenta de que estaba enamorado sólo con verle los ojos.

Ese día, Fernando ni siquiera sospechaba que terminaría aborreciendo a Fabio lentamente, tras convertirse en objeto preferente de su sadismo. Lo que sucedió esa noche, junto a él, no fue sino el comienzo de una larga y desagradable serie de incidentes de humillación que lo dejaron exhausto y resentido como un viejo perro al que apalean con regularidad durante años.

Cuando llegó Fabio decidieron ir a su casa, donde había quedado más tarde con otra gente de la facultad. Vivía en un apartamento alquilado en la plaza de Oriente, minúsculo, con humedades, sin ascensor, y por lo habitual sin agua caliente, pero desde donde podían contemplarse los jardines de Sabatini, y las estatuas de los reyes cansadas de ver pasar el tiempo y los errores de la civilización a su lado.

Fernando llegó primero al quinto piso. La escalera estaba oscura y olía a pintura mohosa. Fabio jadeaba cuando se dispuso a abrir la puerta.

– Estás en buena forma, nenita -dijo. Se le escapó una apática sonrisa y sus dientes cobraron vida contra el fondo umbroso de la puerta mientras hacía girar las llaves para abrir.

Fernando les había dicho, a Fabio y a sus compañeros de curso, cómo se ganaba la vida («Trabajar no es ninguna vergüenza, pero la vida resulta más agradable cuando no tienes que tomarte la molestia de cansarte», decía su madre en vida, suspirando). Lo hizo con cierto temor porque la mayoría de quienes acudían a la universidad tenían familias que podían permitirse pagarles los estudios, o becas con las que ir tirando. Pocos, como él, descargaban camiones de fruta a medianoche confiando en poder pagar la matrícula cuando llegara el momento. Normal que tuviera músculos, pensó, «no paro de levantar pesos; si sigo así mucho más, acabaré pareciéndome de verdad a los hombres de mi libro». Por otra parte, vivían una época de comunión ideológica entre obreros y estudiantes, se suponía que juntos harían una revolución. No creyó que su situación económica fuese deshonrosa para los demás, sino todo lo contrario, quizás incluso sirviera para estimular sus sentimientos de camaradería hacia él, el bicho raro de pueblo recién llegado al mundo. El obrero paleto.

– Psé, ya sabes… Llevo cuatro meses con ese trabajo. Son muchas cajas cargadas al hombro, y muchas noches… -Fernando se miró la punta de los zapatos, apocado, quitándole importancia a su estado físico.

Fabio meneó la cabeza y le ordenó que entrara. Su voz no sonó como una invitación, sino como una orden que Fernando se apresuró a obedecer.

– Bueno, pues ya estamos aquí. Siéntate donde puedas. ¿Quieres hacerte un canuto? Ah, no, que tú no fumas… Si yo dejara de fumar, estaría más fuerte que tú. Pero es que no me apetece.

Se dirigió a la pequeña cocina, empotrada en un rincón del salón, y puso agua a calentar. Le preguntó si se tomaría un té, y Fernando asintió mientras revolvía unos cojines en el suelo, buscando acomodo. Finalmente logró sentarse, pero el suelo estaba lleno de bultos.