Los recién llegados se echaron a reír a coro. El estruendo de la risa por poco le rompió los tímpanos a Fernando. Se quedó sin fuerzas y, cuando logró soltarse del abrazo, corrió escaleras abajo tropezando a cada zancada contra la vetusta barandilla.
Ésa fue la primera de una larga serie de degradaciones, mortificaciones y desprecios con los que Fabio obsequió a Fernando por toda respuesta a su amor, y que únicamente terminaron cuando Fernando hizo las maletas, después de concluir la carrera con mucho esfuerzo, y se marchó a Estados Unidos con idea de no volver.
Una vez en la calle, Fernando se escupió en las manos y las frotó contra su cara, tratando de eliminar el maquillaje que le había borroneado Fabio por todos lados, de arrancarse la piel.
Se dio cuenta de que la barba incipiente le raspaba las yemas de los dedos. No hacía ni cuatro horas que se había afeitado y ya le estaba volviendo a crecer.
LA CENA DE LOS TRECE. TOLEDO. ABRIL DE 2007
Cuando Fernando dio por finalizada su narración, Nacho tenía un ligero, pero persistente, dolor de cabeza, y se excusó con el hombre alegando que en la habitación había poca cobertura y debía hacer unas llamadas con su teléfono móvil.
– Saldré un momento al jardín -dijo, y se puso en pie. Estaba entumecido, y notaba las articulaciones de los brazos tiesas y solidificadas como nudos en la madera de su cuerpo.
Fernando sacó su propio teléfono y lo contempló con mirada inquisitiva.
– Pues yo tengo una, dos, tres rayitas. Puedes llamar desde el mío, si quieres -alegó. Aquel hombre era un charlatán laborioso.
– Si no te importa, prefiero hacerlas desde el mío. -Nacho se mantuvo firme. Normalmente le costaba llevarle la contraria a la gente. No le gustaba discutir, y resultaba más cómodo dejarse llevar por los demás, permitir que el resto del mundo amenizara su agenda. Pero había veces…
– Está bien, nos vemos dentro de un rato -concedió Fernando, poniéndose de pie lentamente y sacando un cigarrillo-. Otra cosa que no le perdonaré jamás al difunto es que me incitara a la bebida y al tabaco. Yo no fumaba hasta que lo conocí. Siempre fui un deportista. El tabaco es un vicio asqueroso, no por lo del cáncer, sino porque amarillea los dientes. -Se colocó el cigarro entre los labios al estilo de un viejo cowboy-. Creo que nos llevarán a todos en un minibús hasta el restaurante. O lo más cerca posible del mismo, porque en Toledo hay callejuelas por las que no cabe ni el viento, y menos un cacharro de la Mercedes atestado de versículos libres, como el nuestro. Viene un chofer del ministerio con cara de anunciar que la fiesta se acabó. No sé qué pasa, pero en este país todo el mundo parece cabreado la mayor parte del tiempo. En Estados Unidos, país de grandes defectos pero también de enormes bondades, en cambio…
Nacho lo interrumpió abriendo la puerta e indicándole con un gesto que saliera al pasillo.
– Vale, luego te veo, meteorólogo.
Bajó hasta la cocina y salió al jardín. Observó los colores del cielo, la floricultura de las nubes, y contuvo la respiración un instante en señal de reconocimiento ante el espectáculo. Soltó el aire lentamente y se dio cuenta de que anochecía, el viejo formulismo del sol, la prueba irremediable de su existencia.
No se divisaba a nadie por el jardín, y se dirigió andando con pasos cortos hacia el escenario del crimen.
Por lo que Fernando le había referido, había mucha gente a la que no le habría importado empuñar el arma homicida para acabar con la vida de Fabio Arjona, incluido el propio Fernando. Se preguntó por qué el hombre era tan sincero confesándolo con claridad, con esa alegre sinceridad, ante un desconocido, pues Nacho no dejaba de ser un extraño recién llegado para todos los habitantes del cigarral, que parecían conocerse desde hacía tiempo, la mayoría; tenían historias en común, secretos compartidos, laceraciones correspondidas entre unos y otros. ¿Sería que, como había confesado, pretendía contribuir al esclarecimiento del delito? ¿O se trataba de que su pecho ardía de rabia y necesitaba vaciarla sobre el mundo para aliviar su carga? Tenía que tomar nota de todo lo que le había contado, en cualquier caso, y enviárselo a la tía Pau y a Rodrigo para que fueran haciéndose una composición aproximada de la figura del difunto Fabio y de quienes lo habían conocido.
Miró la zona acordonada por la policía. Estaba rodeada por unos arbustos variegados, de diferentes colores, que empezaban a perder su bella propiedad cromática y amenazaban con volverse completamente verdes. Nacho especuló para sí que el jardinero no era muy fino, pues no se había ocupado de cortar las ramas malas antes de que echaran a perder el resto de las plantas. En la tierra, bajo una miniatura de banco de hierro, recargado de volutas torneadas, se veían un par de zonas oscuras que hollaban tenazmente el suelo. Manchas de sangre del muerto, imaginó. Había marcas de pisadas alrededor, pero eran tantas que costaba distinguirlas. Supuso que la policía ya habría hecho el trabajo de investigación correspondiente, si es que había logrado sacar algo en claro de aquel revoltijo de señales. Unos rosales que rodeaban el lugar daban muestras más que evidentes de amparar entre sus hojas una pequeña colonia de moscas blancas. Se dijo que aquel panorama horrorizaría a su tía Pau, más que por el crimen, por el descuido del jardinero.
Suspiró y sacó el teléfono del bolsillo de sus vaqueros. Aprovecharía para llamar a la tía Pau. Así, si Fernando lo estaba espiando desde alguna ventana, vería que cumplía su promesa de hacer unas llamadas. Mientras abría el teléfono se reprendió a sí mismo por ser tan complaciente, por hacer invariablemente lo que los demás esperaban de él, por esforzarse tanto en no defraudar a gente que bien podría importarle un pimiento. Supuso que aquella flaqueza de su carácter se debía a la tía Pau, que le había insistido durante su infancia en que tenía que actuar siempre como si alguien lo estuviera mirando. Pensó que su tía había sido una influencia escandalosamente importante en su vida, y supuso que ello se debía a su padecimiento del «síndrome del huérfano», como él mismo lo llamaba. Una vez, en uno de los pocos recitales de poesía a los que había sido invitado, conoció a un escritor, que además se llamaba como él, Ignacio, Ignacio Gómez de Pisón, con el que congenió inmediatamente porque intuyó que también padecía el dichoso síndrome. Pisón era huérfano de padre (Nacho, de padre y madre), y había acudido al acto acompañando a una amiga poeta que también recitaba. Ya no recordaba el nombre de la chica, sólo que era rubia, joven y desaliñada, y que todos sus movimientos tenían un atractivo poder sinuoso, quizás de tipo sexual. Su aspecto era un regalo en un mundo desolado donde generalmente prima la fealdad, y se veía a la legua que con Pisón no tenía planes. Debería haber prestado más atención a la chica, pero se concentró en su empatía con Pisón porque caló enseguida esa orfandad desnuda y valiente en sus ojos, como dos fuentes claras en las que se podrían arrojar monedas.
Marcó el número de la tía Pau y ella respondió al tercer timbrazo.
– ¿Qué hay de nuevo, viejo? -preguntó la mujer.
– El jardín de la casa tiene un rincón que está hecho un desastre. Te horrorizaría -respondió él-. Y eso que tiene muchas posibilidades. Es una belleza desperdiciada. Sólo un par de arbustos de Potentilla fruticosa se salvan de la dejadez generalizada. También algún que otro ciprés, ahora que lo pienso. Volvió la cabeza hacia el contorno de los árboles que se recortaban frente al río que entonces emprendía la tarea de arrastrar las sombras del anochecer mezclándolas con el agua-. Y no encuentro a nadie por aquí que apreciara al difunto Fabio Arjona.
Bordeó la zona acordonada hasta un parterre hecho con traviesas de ferrocarril que alojaba una mustia Aucuba japonica que compartía espacio con varios acebos que salían de la gravilla esparcida por el suelo. Eran como dos personas mal emparejadas, a pesar de que sus físicos contrastaban tanto que, de alguna manera, hacían juego.