Выбрать главу

– Mira que eres bruto, querido Fernando -lo reprendió Torres Sagarra.

– La sartén le dijo al cazo: «Retírate, que me tiznas»… -El aludido atipló la voz, volviendo la cara hacia el brazo de Nacho, que creyó percibir un ligero aroma a whisky mezclado con su colonia. Seguro que había empinado un poquito el codo antes de salir.

– Bueno, está claro que alguien ha sido -se atrevió a comentar Pedro Charrón.

Pedro era un hombre alto y carniseco, pasada ya la mediana edad, con ojos de aspecto enfermizo, oscuros y marchitos, de esos que dan la sensación de ser incapaces de producir lágrimas ni siquiera para lubricar el globo ocular. Tenía un humor intempestivo, que estallaba igual que un balón relleno de aceite hirviendo cuando nadie lo esperaba, recargándolo todo de risotadas cavernosas y roncas sin motivo aparente. Vestía de manera improvisa (casi siempre llevaba los calcetines desparejados, y algunos aseguraban que lo habían visto acudir a una recepción con el Rey luciendo un zapato de cada color). Vivía en un pueblo de cuarenta habitantes, solo, donde cuidaba de su huerto y sus gallinas. Gastaba menos que un mechero, según Fernando, aunque estaba podrido de dinero. Unos años atrás había publicado su único libro de ensayos, titulado El universo para un poeta, que se había convertido inmediatamente en un bestseller. Nadie pudo explicarse nunca el éxito de aquel libro, tan desviado del aegrum vulgus, un libro que era cualquier cosa menos asequible a las mentes simples, cuando parecía que todos estaban de acuerdo en que lo masivo carece de excelencia, de areté (ésta estaba reservada, claro, para quienes se permitían opinar así), que la exquisitez de las cosas se pierde al convertirse en productos al alcance de una mayoría, a la que se le atribuye siempre una necesidad ramplona de alimentar su ingenuidad y su candidez embrutecida.

– Ya lo creo que ha sido alguien. Alguno de nosotros. Me incluyo a mí mismo, y a don Pascual Coloma; con perdón, reverencia -volvió a hablar Fernando, esta vez sin la boca llena, y haciendo una burlona genuflexión con la intención de que pasara por un sombrerazo de pleitesía al futuro Premio Nobel.

– No, no, no… -refunfuñó Mauricio Blanc-. No digas tonterías, querido amigo. Nosotros somos gente leída, ilustrada. No somos asesinos.

– ¿Acaso no existen los criminales refinados? ¿Es que la cultura es un obstáculo para la violencia, una vacuna contra la maldad?

– Lo que está claro es que la incultura no lo es -apostilló Rocío Conrado, sentada al lado de Richard Vico-. Es más fácil que alguien que no está civilizado se dedique a matar que el hecho de que lo haga una persona que tiene conocimientos y un espíritu distinguido.

– ¡Ya estamos con eso! -Miño Castelo sacudió la cabeza-. Creemos que por haber leído muchos libros, y haber escrito otros pocos, nos hemos elevado por encima de la media, que estamos muy por arriba de los necios, de la gente vulgar. ¡Esto apesta a elitismo! ¿Qué hay del buen salvaje? ¿Es que ya no nos acordamos de la inocencia de los bárbaros? Tú no eres mejor que Carlos, el inmigrante que nos hace las camas todos los días. Y Ulises no era mejor que su porquero.

– Lo que he querido decir… -trató de corregirse Rocío.

Nacho pensó que estaba bellísima, con aquellos ojos que parecían dos trozos de cielo embotellado tras sus iris, y el vestido negro, ligero y suave, que dejaba a la vista un escote blanquísimo y tentador.

– Eres muy reaccionaria, niña, para ser tan jovencita -añadió Miño.

– No soy una niña.

– Comparada conmigo, sí.

– Vete p'al carajo, como dicen en Cuba, Miño. Con todos tus afluentes -respondió airada Rocío, aludiendo mordazmente al nombre de su compañero.

– En la Bodeguita del Medio, ah, en La Habana… -explicó Rilke Sánchez con tono circunspecto y doctoral-, hay un cartelito colgado que dice que cada uno «cargue con su pesao». -Abrió la boca y enseñó unos dientes blanquísimos, como un perro tratando de atrapar una pelota-. Todos tenemos uno. Un pesao, quiero decir. Y no estoy hablando de nadie en concreto, óiganme. Digo, me explico. Por si acaso, ah. Es sólo que me pareció que venía a cuento.

Nacho vio cómo Richard le ponía la mano en el codo a Rocío, tratando de calmarla.

– Sin insultar, guapa -se mosqueó Miño.

– Eres tú quien ha empezado a insultarme a mí. Me has llamado elitista, e infantil. Como sigas hablando así, atraerás a las moscas.

– Tranquilidad, por favor, no discutamos… -Doña Agustina levantó la mano desde una de las cabeceras de la mesa (la otra la ocupaba Pascual Coloma)-. Bastantes problemas tenemos para andar contendiendo entre nosotros.

– Lee a san Agustín, a Schelling, a Kant, a Rousseau y al marqués de Sade antes de hablar -continuó Miño. Sus ojos empezaban a enrojecer, y tenía un rastro de saliva mezclado con vino tinto bordeándole el labio superior.

– ¿Me estás llamando inculta, acaso? -Rocío se revolvió en dirección a Miño.

– Sí, ya que sacas el tema. Que yo sepa, ni siquiera acabaste el bachillerato. No sé a qué viene ahora dártelas de culta y de espíritu distinguido. ¡Por favor…!

– ¡Qué acusica! -Rocío hizo un aspaviento socarrón-. Sal de escena, querido. Ahora me toca a mí soltar mi soliloquio de obviedades…

– Venerada Rocío, joven genio del mercantilismo editorial, ¿has consultado a tu exorcista de cabecera últimamente? -la provocó Miño-. No te vendría mal visitarlo cuanto antes.

– ¡Qué gracioso! Me alegra ver que has llegado a tu edad con todas tus facultades intactas: la mala leche y el astigmatismo.

– Perdona, pero no puedo seguir hablando contigo porque no me he traído mi desfibrilador personal. Veo que lo de tus facultades era sólo una impresión errónea. ¡Eso me pasa por juzgar a la gente por su mal aspecto, sin fijarme en que la belleza está en el interior, como suele decirse! -Rocío torció el gesto-. Por tu bien, espero que sea cierto eso de que la belleza está en el interior porque, lo que es por fuera, no se te ve por ninguna parte.

– Rocío, cómo te va la marcha… -sonrió Torres Sagarra, con los mofletes hinchados de comida.

– ¡Vale, ya está bien! -Richard Vico asomó desde detrás de su flequillo. Se lo veía incómodo y embarazado-. Dejadlo ya.

– Sí, vamos a dejarlo -concedió Rocío con las mejillas ruborosas-. Tratar de hablar con este tío es como intentar curar el sida con aromaterapia. -Se volvió hacia Richard y le sujetó el brazo con ternura-. Perdona, no he querido…

– Da igual -respondió Richard, sacudiendo la cabeza-. Déjalo, ¿quieres?

– Todos estamos muy nerviosos -concedió Mauricio Blanc-. Sería mejor que siguiésemos comiendo, sin hablar.

– Esta mocosa se cree que tiene unas lettres de cachet del mismísimo Dios que la facultan para disponer a su antojo de la voluntad de los demás -cuchicheó Miño en dirección a Nacho, que se hizo el sordo-. Si vende muchos libros de esas tonterías que escribe sobre niñas brujas y vampiros con problemas hormonales, en Alemania o en China, a mí me importa un bledo. Eso no la convierte en alguien tan notable como ella cree.

– El mal… El mal pertenece a la libertad moral del ser humano -dijo Pascual Coloma, sorprendentemente. Eran las primeras palabras que Nacho le oía pronunciar, además de las cuatro frases de cortesía que intercambiaba como saludo, o para dirigirse al servicio, y a punto estuvo de sufrir una conmoción al oírlo.

– Desde luego, desde luego -asintieron Rilke Sánchez y Pedro Charrón. Les faltó añadir «amén», pero se contuvieron.

Fernando había enmudecido de repente, concentrado en su plato de comida, y bien podría haber pasado por un deprimido personaje de Gérard Lauzier.

Nacho hinchó el pecho y se dijo que había llegado la hora de cambiar de tema. Pero no se le ocurría ninguno apropiado.