– ¿Qué es tan raro, tía? -Empezaba a impacientarse y a ponerse nervioso.
Tenía que ducharse y espabilar si quería llegar a tiempo al comienzo de la que sería la cuarta jornada del congreso de poetas. Los demás le llevaban tres días de ventaja, pero él no había podido ausentarse del trabajo hasta entonces. Y, para poder acudir, había tenido que solicitar un permiso sin sueldo, que los productores de su espacio televisivo le habían dado a regañadientes. Se sentía enormemente honrado por la invitación. Teniendo en cuenta que era un meteorólogo de la tele -que, además, ni siquiera salía en pantalla, dado que realizaba el trabajo sucio para una joven presentadora cuyos escotes hacían palidecer de insignificancia al anticiclón de las Azores-, y que, a sus cuarenta años recién cumplidos, contaba únicamente con tres libros de poemas, publicados por él mismo (claro que eso no lo sabía casi nadie), ser elegido para formar parte de un selecto grupo que pretendía reunir lo más exquisito de la poesía viva del momento era un honor que le cortaba el aliento de puro placer.
Aunque, pensándolo bien, Nacho tampoco es que fuera un don nadie, incluso era un poco conocido; famosillo en ciertas esferas, quizás no demasiado líricas. Por supuesto, no tanto como sus colegas vates habituales de los medios de comunicación, pero tenía su parte de notoriedad en unos tiempos en los que todos la deseaban, incluso algunos asesinos a los que no se les ocurría nada mejor que matar para lograr la fama que su falta de talento o de méritos les había negado por otros procedimientos. Nacho había fundado hacía cuatro años, en compañía de su tía Pau -bibliotecaria jubilada, adicta a las novelas de misterio- una publicación en Internet, El Club Baskerville. Revista de Detectives y Sabuesos, cuyo éxito había ido creciendo de forma inesperada y abrumadora. Tanto que los dejaba pasmados, a él y a su tía. El objetivo del sitio era hacer un seguimiento de los crímenes reales que se cometían a diario en el país y, con la ayuda de los internautas, muchos de los cuales se hallaban en las inmediaciones del lugar del crimen, contribuir a resolverlos. Cuando pusieron en marcha el invento lo hicieron para matar el tiempo y divertirse durante unas vacaciones de verano en las que Nacho -un viajero empedernido que todos y cada uno de los meses de agosto de su vida, desde que tenía dieciocho años, había salido pitando con rumbo a algún destino extravagante y exótico del planeta- se encontró con que no disponía ni de un chavo para viajar al extranjero, como era su costumbre, y tuvo que quedarse en casa. Su tía Pau nunca salía del enorme caserón que habitaban (excepto al pueblo, a comprar o hacer gestiones, y eso si no le quedaba más remedio: alegaba que el mundo era cada día más hostil), y no tenía el agradable hábito de proporcionarle a Nacho estipendios regalados que le permitieran equilibrar sus cuentas. No por tacañería, sino porque estaba convencida de que la escasez, la penuria y las privaciones en general suelen suponerle a toda mente abierta un gran impulso para buscarse la vida. En resumen, que era de la opinión de que la necesidad aguza el ingenio, y de que quien no ha pasado necesidad no tiene ingenio, o lo tiene muy menguado. Y ella estaba empeñada en que su sobrino fuese un hombre de ingenio, lúcido y perspicaz, resolutivo. O sea, sin un euro en el bolsillo y desesperado por conseguirlo.
Ese verano se pusieron manos a la obra y organizaron la página -total, era gratis-, más por distraerse que por otra cosa. (Nacho se sentía como una fiera enjaulada, amargado por no estar, por ejemplo, en Asia, dejándose azotar por la lluvia caliente de los monzones y mascando el barro de las calles en Chandigar, India.) Recogieron todas las fechorías que notificaban los periódicos en las que se decía que aún no se había detenido a los culpables, así como cualquier noticia relacionada que se hallara en la red o en papel impreso; mandaron el enlace de la recién nacida revista a todos sus contactos por correo electrónico, y procuraron animar el espacio entre los dos escribiendo comentarios sobre cada caso y elucubrando un poco al tuntún sobre todos ellos.
La sorpresa vino cuando -tímidamente al principio y de forma imparable y casi torrencial al cabo de sólo quince días de estar abierta- la revista se fue animando con la participación de cientos de internautas, mucho más empeñados en hacer justicia que los aburridos tía y sobrino. La historia de la página había sido de lo más extraordinaria, y había estado jalonada de indiscutibles éxitos; también de grandes decepciones, pero ésas ya estaban olvidadas. Comenzaron por aclarar el robo de una estación meteorológica (asunto que a Nacho le agradó especialmente) en Barbastro, Huesca, cerca del río Vero, constituida por una caseta de buena madera, una veleta, un anemómetro, un termómetro de máximas y mínimas y un pluviómetro. Lo lograron gracias a Rodrigo, un chaval internauta residente en Zaragoza con cara de no haber roto un plato en su vida y gafas de montura naranja, a juego con su pelo, que se reveló como un hábil hacker. El chico, que ahora acababa de cumplir los dieciocho, tenía apenas catorce años por entonces, y no se consideraba un ladrón de la red, un cracker, sino un grey hat, un «sombrero gris» de esos que sólo traspasan límites moralmente reprobables de vez en cuando, y siempre que un noble fin justifique los malos medios (Nacho le había advertido que ésa no era una filosofía moral demasiado escrupulosa, pero…). Con las noticias, las indicaciones que dieron algunos lectores de la revista y la habilidad de Rodrigo, que no necesitó moverse de su habitación, resolvieron el misterioso robo: la estación la había birlado un jubilado de Huesca que tenía una casa de veraneo en Castillazuelo, y que escribió un e-mail a su hija, residente en Portland, Estados Unidos, contándole lo bien que había quedado en el jardín su nueva estación casera para controlar el tiempo.
Ese caso sólo fue el primero de una larga serie de enigmas delictivos resueltos. Entre ellos, un caso de asesinato, el de unos aluniceros que asaltaban tiendas en la Milla de Oro de Madrid valiéndose de un coche de alta gama (para lo que fue esencial la colaboración de un taxista, que los sorprendió una madrugada mientras actuaban), y dos atracos a mano armada (el club puso a la policía sobre la pista de los malhechores, a quienes finalmente atraparon).
La revista electrónica se había ganado una justa fama de eficacia y seriedad, y ahora incluso obtenía ganancias por publicidad: contaban con el patrocinio de una agencia internacional de detectives, a la que anunciaban a todo trapo, y de una empresa de cobro de morosos. Hasta la policía los tomaba en serio, y algunos inspectores y agentes habían colaborado con ellos en ocasiones, siempre de manera discreta y extraoficial, apoyándose mutuamente.
Ahora tenían varios casos en marcha, de poca monta, pero entretenidos.
Nacho bostezó, desperezándose. ¿Qué sería eso tan raro que quería contarle su tía? Se irritó un poco. Qué mujer… ¡Cuántas vueltas le daba a todo!
– ¿Qué es tan raro, tía? Habla o te atragantarás -le pidió, incómodo porque le picaba la barba y quería darse una ducha pronto.
Dentro de un par de horas, a lo sumo, se codearía con las mejores plumas del país. Hombres y mujeres que tenían la gloria al alcance de sus versos. Incluso dispondría de la increíble oportunidad de saludar al nuevo ministro de Cultura, que, si su agenda no se lo impedía en el último minuto, tenía previsto pasar por el Cigarral de la Cava para saludarlos a todos y compartir un almuerzo informal. Él, Nacho Arán, meteorólogo de redacción televisiva y humilde aprendiz de poeta, había sido llamado a sentarse en pie de igualdad con todos ellos. No se lo podía creer. Sin duda la poesía le estaba dando muchas más satisfacciones que la meteorología. No cabía duda al respecto. Aunque, evidentemente, no le daba de comer. Nacho pensó que la poesía raramente daba de comer a nadie, y a los poetas menos que a nadie.