– Pues Raúl Hazar, ¿quién si no?
– ¿Raúl Hazar? ¿Y quién es ese tío?
– Ya sabes. Crítico y antólogo. Autor de varias antologías de enorme peso, en ninguna de las cuales te ha incluido a ti, por cierto. Y también poeta. Se metió a poeta hace tres años, ya talludito. Dijo que llevaba escribiendo versos desde los nueve añitos, pero que le había dado reparo publicar.
Fernando musitó varias veces el nombre entre dientes, más bien tratando de mascarlo.
– ¡Ah, joder, sí! Ya sé de quién estás hablando. ¿Y me arrea, dices…?
– Escribe en una revista en la que te menciona cada dos por tres. Siempre mal.
– Pero si lo he leído y todo. Alguien me mandó un librito suyo a Nueva York.
– Lo último que escribió sobre ti, que yo sepa, venía a decir que eres poco digestivo; o sea, que tu verbo es indigesto. Pero te ha llamado cosas mucho, muchísimo peores, que rayan en la difamación personal. Ah, ¿no lo sabías? -A Miño se le iluminó el semblante al saberse portador de tan malas nuevas-. En fin, el caso es que asegura que tus versos pueden producir cefaleas, y que eso es así porque no te has alimentado con los verbos adecuados. Que estás echado a perder por las malas lecturas, vamos.
Fernando dio un brinco que a punto estuvo de hacerle salir disparado.
– ¡Qué mamón! ¿Indigesto yo? Pero si yo a ése lo he leído. ¡Indigesto, dice! ¡Yo! Yo escribo una poesía… -Fernando escrutó el techo buscando inspiración-, una poesía… emoliente, antiinflamatoria, calmante… Mi poesía es como la malva y el llantén. No jodamos. Mientras que, por lo que recuerdo de ese pájaro, es un poeta abominable, porque leí el puñetero librito, que si llego a saberlo lo tiro por la ventana… Y eso que seguramente lo escribió en posición de firmes, convencido de que estaba haciendo algo tan importante como lo de Moisés dictando el Deuteronomio. En caso de que lo dictase, claro. O como Newton redactando los Principios matemáticos de la filosofía natural. Ese tío…, la poesía que escribe provoca atascos de circulación en la corriente de sentimientos del alma. Y dislexia. -Respiró agitado y se abanicó con su propia mano-. ¡Ya lo creo que estoy contaminado por las malas lecturas. ¡Si hasta lo leí a él! Tengo que tomar nota de su nombre, para que no se me olvide otra vez, no vaya a encontrármelo en algún sitio y lo salude como si tal cosa. Porque estos capullos luego se encuentran contigo por ahí y se te acercan a darte la mano, como si fuesen colegas tuyos de toda la vida. Tengo tendencia a olvidarme de quiénes son esos don nadies, así que he decidido apuntármelo -explicó Fernando, y luego sacó una libreta y un lápiz diminuto-. ¿Cómo dices que se llama?
Doña Agustina entró en el salón con paso decidido, acompañada de su gato, que avanzaba pegado a las paredes y a los muebles igual que un agente federal en una serie de televisión americana, rodeando la casa de un psicópata.
– Me alegra ver que estáis disfrutando -dijo con un toque de ánimo en la voz que contrastaba con la sequedad de sus ojos. Echó un vistazo en derredor, como contándolos a todos-. La comida ya está lista. Pero, hum, a ver… aquí falta Richard Vico. ¿Dónde está el adorable Richard? Fernando, a ti, sin embargo, siempre te veo mire donde mire.
– Se prodiga mucho -opinó Torres Sagarra con la vista fija y osada de un joven pistolero.
– ¿Quién, yooo…? -Fernando levantó las manos por encima de la cabeza, escandalizado-. ¿Que me prodigo yo? ¡Pero si salgo menos que Bin Laden!
– Esta mañana no ha bajado a desayunar -comentó Rocío sin levantar los ojos de su aparatito-. Hablo de Richard, claro.
– Carlos… -doña Agustina llamó al criado-. Sube a su habitación y dile que baje a comer. -Se volvió de nuevo en dirección a los poetas-: Está muy delgado.
Nacho se puso en pie y se acercó a la vieja señora, mientras todos sus compañeros se dirigían al comedor.
– Doña Agustina, espere… -Carraspeó un poco y prosiguió-: Tengo una curiosidad, quizás usted me la pueda satisfacer… -No sabía si estaba eligiendo las palabras correctas, pero normalmente le ocurría que, cuanto más pensaba en cómo decir las cosas, más dificultades tenía para decirlas. Por eso le gustaba escribir poesía: era la única manera que había encontrado de sentirse libre con el lenguaje. Y libre en todos los sentidos-. Me gustaría saber si Fabio Arjona trajo ordenador cuando llegó a esta casa.
La mujer permaneció impasible, escudriñándolo con tanta intensidad que lo hizo sentirse inseguro.
– ¿Ordenador?
– Sí, ya sabe. Un portátil. Un ordenador de mano. Como el que usted misma tiene.
Doña Agustina se dio media vuelta pesadamente y echó a andar detrás del resto de los comensales. Nacho se fijó en que tenía unos brazos tan delgados como los de un niño enfermo.
– No, no lo creo -habló la señora. Nacho tuvo la impresión de que le costaba pronunciar las palabras.
– ¿No lo vio con un maletín cuando llegó? O a lo mejor vio a la policía llevárselo…
– No, los policías me dieron una relación de los efectos personales que se llevaron, por si había entre ellos algo que perteneciera a la casa, y no recuerdo que en esa lista se incluyera ningún ordenador.
Alzó los ojos hacia Nacho, que la sobrepasaba en altura casi medio metro. Desplegó una radiante sonrisa. Como el cartel luminoso de Bienvenidos a Las Vegas. Pero también como si dispusiera dentro de ellos de una cortinilla de plástico con la que en cualquier momento podría taparlo.
– Lo siento. ¿Tienes algún interés especial en…?
– No, es simple curiosidad. Muchas gracias.
La dama suspiró y prendió el brazo del hombre igual que si se dispusiera a entrar en un salón de baile.
– Vamos a comer, que ya es hora.
Pero no, no llegaron a almorzar, o por lo menos no lo hicieron sentados todos juntos a la mesa.
Cuando se estaban acomodando, cada uno en su asiento más o menos asignado ya por la costumbre (el derecho consuetudinario de los encuentros literarios; en el cigarral no había tarjetas con los nombres de cada uno frente a las sillas), Carlos entró en el comedor con aspecto agitado.
Su presencia vino precedida del sonido de un trueno lánguido y lejano. Una de las cosas que más le había gustado aprender a Nacho en la escuela -la asignatura de Ciencias Naturales era su favorita, en la que sacaba mejores notas- fue calcular la distancia a la que se encontraba una tormenta. Bastaba fijarse en la luz del relámpago y luego contar los segundos que tardaba en oírse el trueno. Después se multiplicaban esos segundos por la velocidad del sonido y se obtenía la distancia en metros a la que había caído el relámpago. Así se sabía qué trecho le faltaba por recorrer a la tempestad hasta situarse encima de su cabeza, si el viento no se la llevaba en otra dirección, claro.
A aquel trueno siguió otro, más brioso; pero aún no se distinguía la luz de los relámpagos por ninguna parte. La tronada estaba todavía lejos. Tapada por los montes de Toledo, quizás. A lo mejor no había superado la sierra de las Guadalerzas. Pero debía de ser potente, si su eco se presentía hasta en la ciudad.
El hombre, Carlos, indiferente a los manejos del cielo, se retorcía las manos, las llevaba luego a sus mejillas y se las restregaba nerviosamente. Ofrecía un aspecto sudoroso y lastimero, y figuraba haber empequeñecido aún más de tamaño.
– ¡Señora, señorita! Porfavorsito, señora. No he podido… -dijo Carlos, o más bien gimió-. No puedo, señorita.
Doña Agustina arrugó el ceño y lo interrogó severamente con sus ojos azules de perro.
– ¿Qué pasa, Carlos?
– El señorito, señora. ¡El señorito! Está dormido o, no sé, y no lo puedo despertar. Porfavorsito, señora. Vaya usted. Mírelo usted, si le parece, señorita… Yo no he conseguido nada, señorita. Por favor…