Se levantó de la cama con el teléfono inalámbrico pegado a la oreja y abrió a duras penas la ventana. Echó un vistazo al jardín bajo la luz mortecina y húmeda de la mañana. Efectivamente, llovía por fin. El agua descollaba de los aleros con una tibieza lúgubre. Tocó el radiador situado bajo la ventana. Por fortuna, estaba empezando a caldearse. Hacía un mes que habían decidido apagar la calefacción, pero su tía, con muy buen juicio, había resuelto encenderla de nuevo.
Se rascó la barba. Tendría que afeitarse bien. Sería estupendo que la tía Pau dejase de entretenerlo con su parloteo mañanero.
– Es extraño, pero acabo de leer en Internet que un poeta bastante conocido fue asesinado ayer, sobre las cinco de la tarde. Una hora muy taurina para morir. Ocurrió en Toledo. Éste puede ser un buen caso para el Club Baskerville. Por cierto, querido niño, ¿no ibas tú precisamente a Toledo, a un congreso de poetas? Recuerdo que me dijiste…
– ¿Qué? -Nacho dio un respingo-. ¿Dónde?, ¿de qué estás hablando…?
– Me preguntaba si tú lo conocerías, al hombre. Al poeta… Las noticias aún son un poco confusas, pero…
– Subo ahora mismo a la cocina. -Nacho colgó el teléfono, se calzó las zapatillas de felpa y abrió apresuradamente la puerta del dormitorio. El pasillo, enorme y abarrotado de viejos cuadros originales, lucía una atmósfera dramática y silenciosa. El suelo de madera crujió agradablemente bajo sus zancadas.
Cuando entró en la cocina, la tía Pau agarraba el teléfono con una mano, y con la otra se aferraba al asa de una taza de té hirviendo. Tenía un aspecto osado y testarudo, en cierto modo romántico.
– Ah, todavía estás en pijama. Llegarás tarde, querido. A veces tengo una acuciante sensación: que va siendo hora de que encuentres a una buena mujer y fundes tu propio hogar. Con niños y todo eso -dijo la señora. Luego sonrió, tan satisfecha como un gato que acabara de darse un festín de ratoncitos frente a la chimenea.
Antes de salir de casa en dirección a Toledo, al cigarral donde tenía lugar el encuentro poético, Nacho miró con nostalgia su viejo Opel Vectra blanco aparcado en un lateral de la casa. La lluvia se estaba encargando de limpiarlo un poco, le hacía falta. Sacó el teléfono móvil con la intención de hacer una llamada, pero le temblaba el pulso mientras buscaba el número en la agenda. No era muy aficionado a hablar por teléfono y contempló el aparato como si fuese el centro neurálgico de su desazón. Por fortuna, nadie respondió a sus insistentes timbrazos. No le apetecía mucho hablar con la vieja señora Pons, la anfitriona del encuentro, y menos aún, en las actuales circunstancias. Pensó que lo mejor sería ir a Toledo, tal y como estaba previsto, como si no pasara nada. Desde luego, estaba el aliciente del crimen, si es que era adecuado hablar así, pero…
Se subió el cuello de su chaqueta de Gore-Tex, especial para ir en moto, blandió la pequeña maleta con una mano y salió del porche con la cabeza gacha. Dio unos curiosos saltitos tratando de esquivar los charcos, abrió la portezuela del coche, arrojó la maleta en el asiento trasero y se coló en su interior con un suspiro de alivio.
Mientras daba marcha atrás y activaba el portón de la calle con el mando a distancia, pudo ver a su tía detrás de la ventana enrejada del dormitorio de invitados que daba a la fachada delantera. Soplaba sobre su taza de té, que a esas alturas estaría gélido de todas formas, y le dijo adiós con la mano libre. Su cabeza era un acuoso fardo gris detrás del cristal. Nacho se preguntó si su tía habría conocido alguna vez el amor y el placer. Era una solterona, por lo que tenía serias dudas. Y, bien pensado, él también se estaba convirtiendo en un solterón. Le devolvió el saludo, hilvanó con esfuerzo una enorme sonrisa en su rostro y salió a la calzada. Esperó hasta comprobar que la puerta volvía a cerrarse y enfiló la calle en dirección a la carretera. Pensó malhumorado que, a esas horas, seguro que ya se habría formado un buen atasco en la entrada de Madrid.
Fabio Arjona había muerto a los sesenta y cuatro años de edad. Si su asesino hubiese permitido que la naturaleza siguiera su curso, probablemente habría vivido alguna década más, incluso un par de ellas. Era un hombre de costumbres saludables, por lo general. Tenía muchas posibilidades de haber logrado mantenerse razonablemente ileso durante el resto de su vida, como venía estándolo hasta aquella fatídica tarde. Pero dado que todo es vil materia, podredumbre y cieno, a esas horas de la mañana su cuerpo gastado y exánime -nada que ver con un cadáver exquisito- iba camino del Instituto Anatómico Forense de Madrid, en la Ciudad Universitaria de la capital.
Cuando, por fin, Nacho logró llegar al cigarral de doña Agustina Pons -después de perderse durante más de media hora, tras cruzar el puente de la Cava y desviarse hacia la carretera de Navalpino, en vez de tomar la de Piedrabuena-, el juez ya había procedido al levantamiento del cadáver. Los árboles que poblaban el jardín de la propiedad tenían en las ramas un brillo de ansiosa hipocondría, o eso se le antojó a él. Hacía horas que había dejado de llover en Toledo. La borrasca se desplazaba hacia el noreste con cierta apatía, desgarrándose sobre el paisaje igual que algodón sucio entre cuyos jirones asomaba un sol deslumbrante de cuando en cuando. La luz del aire lo teñía todo de un verde azulado, con débiles tiznajos grises de niebla. Nacho siguió las indicaciones de un hombre bajo y corpulento, que semejaba estar bordado contra el fondo del río Tajo, y aparcó el coche junto a otros tantos cuyos morros enfilaban hacia Toledo, dispuestos a contemplar todo el día la silueta del monasterio de San Juan de los Reyes, al otro lado del río. De los seis coches allí estacionados, el suyo era el más viejo de todos, reconoció con un tímido encogimiento de hombros.
El hombre se llamaba Carlos y era un ecuatoriano de mirada fosca y esquiva que se presentó hablando en dirección al suelo, tan rápido que a Nacho le costó entender lo que decía. Le indicó una entrada a la casa con un breve gesto de la mano y no le preguntó su nombre al recién llegado.
– La señora está en la salita -dijo. Su acento era suave y desangelado.
– Muchas gracias -respondió Nacho; luego titubeó-: ¿Necesita que le deje las llaves del coche, o algo…?
– No ahorita, el señor puede quedárselas propiamente, si gusta. No hay problema.
Nacho asintió y se encaminó a la entrada lateral -un portalón de madera antiguo y cargado de repujes, aunque más modesto que el principal- con paso decidido. El jardín que rodeaba la casa estaba sembrado de almendros en flor, un pequeño olivar arrimado a la parte que asomaba al río y cipreses de un fogoso verdor con gruesos troncos cubiertos de musgo. Los emparrados se ceñían al muro que rodeaba la hacienda, y el tomillo y el romero crecían frescos y saludables en recogidos plantíos que bordeaban el camino principal hasta la puerta. Otras plantas no ofrecían tan buen aspecto, conjeturó entornando los ojos hacia un rincón algo mustio de la parcela, toda ella de trazado antiguo, ordenado y límpido en general. El terrero era irregular, recorrido por caminos que creaban rincones llenos de sutileza y misterio, bordeados de bancales con setos de aligustre, parterres de césped cercados por el verdor del boj y rosas, blancas hortensias y geranios por cualquier lugar que alcanzase la mirada.
Cuando entró en el cigarral, el silencio le pareció tan espeso que le cortó el aliento. Al volver a respirar, oyó el maullido de un gato y el rumor de una voz que se dirigía al minino riñéndole con ese tono que sólo se usa con los animales y los bebés, con seres vivos que no sabrían contestar a tanta reconvención y cordial reproche envuelto en interjecciones de astuto cariño.