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Doña Agustina, con la inestimable ayuda de su secretario ausente por enfermedad (Nacho sospechaba que, simplemente, el hombre se había quitado de en medio porque no le apetecía lidiar con tan egregia compañía), había preparado un dossier de prensa sobre el asesinato de Fabio Arjona, que estaba a disposición de los invitados en la biblioteca, junto a las ponencias y las publicaciones semanales, pero Nacho aún no había tenido tiempo de enfrascarse en su lectura con tranquilidad. Se prometió que no tardaría en hacerlo.

– La verdad es que… sí. Yo nunca había tenido tanta notoriedad -gruñó Pedro Charrón con una sonrisa socarrona-. Ni siquiera cuando lo de mi libro, que se vendió hasta en las panaderías. ¡Incluso los periódicos que me tienen vetado hablan de mí! Perdona, Cecilia, pero yo, sin embargo, estoy encantado… Como decía Cela, ¡que hablen de mí aunque sea bien! ¡Cuando pienso en lo que estaré dando que decir en mi pueblo…!

– No seas tan frívolo, Pedro -lo reconvino Fernando.

Pedro soltó un taco y, casi atragantado de la risa, le respondió:

– ¡No me des lecciones de solemnidad, querido amigo! ¿Cómo te atreves? Tú, que usas esas camisas…

– ¿Y me lo dices tú, apreciado consocio, que cuando te levantas no eres capaz de calzarte dos zapatos del mismo color?

– Oh, vamos, dejadlo ya, por favor… -los reconvino alguien.

Jacinta Picón casi tropezó con Nacho cuando salían de la biblioteca. Torres Sagarra le marcaba el paso, siguiéndola con asombrosa desenvoltura, a pesar de su tamaño.

– ¡Ay, perdona, hombre! Te he pisado, lo siento.

– No es nada, no te preocupes.

Jacinta le dedicó una sonrisa sugerente. Estaba tentadora con aquel vestido de cóctel con reflejos dorados de Jovani, y Nacho pensó que tenía mejor escote que la chica del tiempo de su trabajo. Y eso ya era decir mucho.

– He descubierto un lugar encantador, al otro lado de la parcela -le susurró Jacinta a media voz-. No se ve desde la casa, de modo que no es un lugar muy transitado. ¿Quieres venir a tomar un té? Alina nos ha llevado allí unos bocadillos. Yo estoy muerta de hambre. No sé por qué todo lo que tiene que ver con la muerte siempre me abre el apetito. Una vez leí un libro de la marquesa de Maillé, Les cryptes de Jouarre, y mientras lo devoraba, aunque no sé si ésa es la palabra correcta, engordé dos kilos.

– Cómo lo siento -dijo Nacho, e inmediatamente se sintió estúpido.

La tormenta se estaba cerrando encima de ellos, y ahora sí podían distinguirse los relámpagos, que invadían las estancias del cigarral con la desfachatez de gigantescos faros de policía.

– Está empezando a llover, Jacinta -dijo Torres Sagarra-. Si no nos damos prisa nos vamos a empapar.

– Hay paraguas en el hall de la entrada -explicó doña Agustina, que pasó al lado de los tres sin mirarlos, como un convicto recién salido del confesionario que se dirige, resignado, a cumplir con su destino.

– Vamos.

La luz que envolvía los jardines era metálica y acalambrada, dotaba al espacio de una apariencia de limbo azulado en el que abundaban los fenómenos. Tomaron uno de los muchos senderos de la parcela andando uno detrás de otro, como una hilera de hormigas jubilosas y decididas. Jacinta abría el paso.

Se trataba de un bonito invernadero, oculto tras un grupo espeso de cipreses, pinos piñoneros y albaricoqueros en flor.

– ¡Qué belleza! -alabó Nacho cuando Jacinta se plantó delante de la puerta indicándola como una guía turística que se atribuyera el mérito de la catedral que señala con su vibrante paraguas rojo.

El meteorólogo se refería con su exclamación tanto al rincón del jardín, que verdaderamente era hermoso rotulado por la incipiente lluvia, como a la mujer, que sonreía igual que una niña excitada por su descubrimiento.

– Lo encontré el primer día, cuando llegamos -explicó con la cara encendida de satisfacción. Un relámpago le apagó y le inflamó el rostro en un instante-. Tú aún no habías venido, claro.

– ¿Podemos pasar ya? -protestó Torres Sagarra-, ¿o nos quedamos aquí fuera a hacer el picnic? Pronto anochecerá, y…

– Oh, vale, entremos -cedió Jacinta-. ¿Qué hay de tu espíritu aventurero, de tu afán poético, Margarita?

– Te lo diré cuando me ponga a resguardo ahí dentro. Quizás lo he dejado en mi habitación, pero rebuscaré en mis bolsillos.

– ¡Aaah! ¡Qué mujer!

– Y no me llames Margarita.

En el invernadero había una escuálida bombilla que pendía en la mitad del techo y ofrecía una luz enfermiza, propia de un desván o de un granero.

– Este sitio no está pensado para disfrutarlo de noche.

– Sí, pero no me digas que no tiene su encanto. Desde luego, no es igual que el de los Kew Gardens, pero no está nada mal. Ojalá yo pudiera tener algo parecido en mi casa. Y el ambiente es superior. Los truenos y los relámpagos, la luz misteriosa que se cuela aquí procedente del exterior entenebrecido y palpitante, el olor de las flores, esta bombilla que podría iluminar un velatorio de principios del siglo pasado… -Jacinta se paseó entre las macetas con soltura-. Ah, aquí están las viandas…

Alina había dispuesto unos vasos y unos bocadillos tapados con papel de cocina encima de una bandeja, en una mesita de hierro pintada de blanco, de aspecto no muy sólido, que normalmente servía para apoyar las regaderas. En el suelo había una nevera portátil con bebidas. Una botella de vino, refrescos y un par de cervezas de lata.

– Menudo banquete -se relamió Jacinta-. Hoy no es el caso pero, a veces, cuando tengo mucha hambre me da por pensar que la vida ha sido en vano. En cuanto como un poco se me pasa la depresión -explicó, animada-. Sentaos, buena gente, tomad acomodo. Vamos a disfrutar por una vez del efecto invernadero…

Nacho rió de buena gana.

Mientras se repartían las provisiones y luego daban buena cuenta de ellas, contaron historias de miedo, de mansiones encantadas y de muertos que pasean su putrefacción entre las tinieblas de los cementerios, reclamando a los vivos un ajuste de cuentas mientras el viento sopla entre las tumbas y los fuegos fatuos alumbran los camposantos con su luz fosca y amenazadora.

– Los fuegos fatuos son un gran invento para solucionar el problema de la energía. ¡Con lo caro que sale el recibo de la luz! -se rió Jacinta.

El meteorólogo la contempló con placer. La comida frugal y sencilla, de bocadillos de queso manchego en aceite regados con vino de la tierra, le estaba sentando de maravilla después de tantos atracones aparentemente exquisitos servidos sobre manteles entorchados de orlas y ribetes de seda bordada.

– Eh, escuchadme -dijo Jacinta.

Torres Sagarra la miró con los ojos entornados. A la luz amarillenta del invernadero, daba la sensación de que alguien había vaciado sobre su pelo un cazo lleno de ceniza.

– Yo creo… -continuó Jacinta-, creo que deberían cambiarle el nombre a este cigarral. En vez de llamarse Cigarral de la Cava deberían ponerle La Cripta de los Poetas. ¿No os parece? ¿Y bien?, ¿quién creéis que será el próximo de nosotros en caer? -Soltó una risita inane, y Nacho creyó percibir una nube de miedo cruzando por sus vivarachos ojos.

El hombre se encogió de hombros. La lluvia comenzó a golpear con furia el techo de cristal del invernadero. Oyeron caer, cerca de ellos, una gotera en un cubo de metal estratégicamente situado. Furiosa, torrencial, el agua bajaba del cielo espesa como sangre, y Jacinta sintió un escalofrío que hizo que temblara todo su cuerpo.