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– ¿Tienes frío? -le preguntó Torres Sagarra-. Esos vestidos tan monos que te pones no son lo mas adecuado para este tiempo.

– No, no tengo frío. Ha sido un repullo, nada más. A veces los siento, sin venir a cuento.

– No creo que haya más muertes -dijo Nacho.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Torres Sagarra.

– ¿Acaso eres tú el asesino y por eso estás tan seguro? -Jacinta habló dulcemente, siseando como una víbora.

– Te recuerdo que yo no estaba aquí cuando asesinaron a Fabio Arjona. Tengo una coartada magnífica: a esas horas estaba trabajando, en San Sebastián de los Reyes, a más de setenta kilómetros del lugar del crimen. En unos estudios de televisión. Me vieron al menos cuarenta personas. Sin embargo, sin embargo… creo que ninguna de vosotras dos puede decir lo mismo. Je, je.

– Ah, vale, si te vas a poner así…

– Hablando en serio, creo que lo que está ocurriendo aquí gira únicamente alrededor de la figura de Fabio Arjona. Lo de Richard… Ya veremos si tiene o no algo que ver con su asesinato.

– ¿Tú qué crees? Aún no lo sé con certeza, aunque tengo mis sospechas, de momento todas sin confirmar.

– Lo que me ha sorprendido es la aversión que todo el mundo en esta casa parece sentir por el muerto. Me refiero a Arjona. -La voz de Nacho casi quedó solapada por el ruido de la lluvia golpeando el techo y las paredes del invernadero.

– Sí, claro, porque a Richard todo el mundo lo quería -asintió Torres Sagarra.

– Sí, ya lo creo. Tan frágil, tan dulce, tan grande por dentro. -Jacinta hizo un movimiento con la mano que delineó una cabriola en el aire, y luego cruzó los brazos, con aspecto de sentirse aterida de frío-. Me ha conmovido mucho su muerte. Muchísimo, podéis creerme.

– A propósito… -quiso saber Nacho-, ¿alguna de vosotras dos estaba en el baño que compartimos en la segunda planta a primera hora de esta mañana, sobre las siete?

Las dos mujeres se miraron y negaron con la cabeza a la vez, mientras cerraban y abrían los párpados con la diligencia de unos pequeños parabrisas.

– No sé, es que me pareció oír… -Nacho recordó los gemidos femeninos, en los que no había vuelto a pensar hasta ahora, y recapituló que si ninguna de las dos mujeres que tenía enfrente había sido la autora, en caso de que le dijeran la verdad, las otras aspirantes a dama desconsolada al amanecer eran Rocío y Cristina Oller. Siempre que nadie más, procedente de otra planta (como Cecilia Fábregas, que ocupaba un dormitorio en la primera) se hubiese introducido en el aseo, quizás huyendo de sus compañeros de piso. Doña Agustina tenía su propio baño, y Nacho no creía probable que se dedicara a ir visitando lavabos ajenos a horas intempestivas para descargar unas lagrimitas, pudiendo hacerlo con tranquilidad en el de su alcoba-. Bueno, no tiene importancia. ¿Vosotras dos también lo aborrecíais?, a Fabio Arjona, claro.

Torres Sagarra y Jacinta Picón se miraron de nuevo durante un instante y se contrajeron a la vez en sus incómodos asientos de mimbre casi podrido, que crujieron acompasándose al ritmo de la lluvia.

– ¿Quién no tenía una cuenta pendiente con él? -admitió la mujer mayor.

– Era una buena pieza. Pero de ahí a asesinarlo… No sé. La brutalidad del arma blanca, un puñal clavado en el corazón… ¿Quién es capaz de algo así? Hacen falta motivos muy poderosos para eso -asintió Jacinta.

– Yo me las tuve tiesas con él hace años. Todavía no lo he olvidado, ni creo que lo haga nunca -confesó Margarita Torres Sagarra.

– Ah…

– Sí. Trabajamos juntos durante unos años en el mismo departamento de la universidad. Él se convirtió, en cierta medida gracias a mí, en uno de los catedráticos. Siempre le encantó ser el amo del corral, y aunque había otros que le hacían sombra, no dejaba de estirar el cuello en su intento desesperado de dejarlos por debajo de él. Ya sabéis lo que decía Unamuno del carácter español, que hay en el fondo de nuestra alma una propensión a no creernos ricos sino en proporción a la pobreza de los demás. En eso, Fabio era profundamente español. No le bastaba con estar arriba, que lo estaba. Muy alto. Necesitaba vernos a los demás arrastrándonos por abajo, donde él pudiese confundirnos con cualquier insecto, con cualquier gusano.

– Yo creo que, en el fondo, tenía un monumental complejo de inferioridad -dijo Jacinta acariciándose un brazo lentamente, mimándoselo con las yemas de sus dedos entumecidos.

– A mí me robó una… -Torres Sagarra observó a Nacho con ojillos juguetones-. No, no, ya sé lo que estás pensando, y te equivocas.

– ¿Qué, qué estoy pensando? -Nacho volvió la cabeza oteando a su alrededor, como si sus pensamientos se hubieran encarnado y miraran por encima de su hombro, igual que observadores indiscretos alrededor de una mesa de jugadores de ruleta rusa, y él pudiera espantarlos de un manotazo.

– Crees que soy lesbiana y que me quitó alguna novia. -La mujer rió de buena gana-. No soy lesbiana. Mira, no suelo hablar de estas cosas, pero el vino me habrá soltado la lengua y… bueno, allá va. Soy asexual, chico, no pongas esa cara, ¿vale?, pero no voy por ahí repitiéndolo porque eso sí que es algo que nadie entiende. Nadie entiende que alguien pueda carecer de interés por el sexo. En este mundo absurdo dominado por los apetitos, la codicia, los excesos y la avidez, se ofrece comprensión, clínica y hasta social, a los mayores pervertidos sexuales, hijos de perra, que imaginarse pueda. Siempre hay algún experto dispuesto a explicar (lo que es una manera de justificar) sus aberraciones echando mano de polvorientos manuales y la habitualmente desgraciada historia personal del depravado en cuestión. Pero si dices que no te interesa el sexo… Amigo, no esperes que nadie te tome en consideración y te ofrezca su hombro, o una página web a propósito de lo tuyo. Te conviertes inmediatamente en un proscrito. Una sociedad en estado de perenne excitación, sexual y de todo tipo, no tiene espacio ni tiempo para ocuparse de una memez semejante, de modo que opta por ignorarla.

– Yo no he dicho en ningún momento que pensara que tú eres, esto…, homosexual -musitó Nacho muy serio, conteniendo el hipo y empezando a sentir el efecto del vino en su estómago y en sus venas, al tiempo que se decía que la mujer llevaba mucha razón, porque exactamente eso era lo que pensaba hasta hacía un instante: que Torres Sagarra era lesbiana. Pardiez.

«Qué tía más rara.»

– Vale, es igual. El caso es que Fabio me robó. Una vez, y luego otra. Por dos veces. Abusiva y despóticamente.

– Caray.

– Sí. Por entonces yo era una doctoranda y él aspiraba a una cátedra. Pero publicaba poco, y aunque contaba con los apoyos necesarios, le faltaban investigaciones de empaque en las que respaldar su ascenso. El viejo Arnés, que lo atrancó como a una puerta durante sus muchos años de ayudante en la universidad, todavía seguía dando guerra, y Fabio necesitaba presentar investigaciones que lo avalaran, y de las que escaseaba, para impedir que Arnés, que continuaba teniendo mucha influencia, volviera a bloquearlo.

– Ya te veo -dijo Jacinta, y sorbió el vino mientras miraba en derredor con cara aprensiva, desconcertada por la luz de los rayos que estallaban a su alrededor con un fulgor irritado y que tan decorativos le habían parecido hacía un rato.

– Yo había escrito un estudio deslumbrante, porque así lo calificó mi director de tesis, sobre El filósofo autodidacto, de Abentofail. No quiero aburriros con los detalles académicos de por qué mi estudio era tan bueno, pero lo era, creedme. Y sigue siéndolo, lo podéis leer cuando queráis, está publicado. Conseguí que se publicara hace pocos años una versión de la tesis. Bueno, a lo que iba… Fabio se enteró de que la tesis existía antes de que yo la leyera, incluso de que la acabara, porque le llevé un capítulo para someterlo a su consideración con vistas a publicarlo como artículo en una revista que él controlaba, dado que era director del consejo de redacción. Yo necesitaba publicarlo; pensaba sacar al menos cinco buenos artículos de aquella tesis que aún no había terminado de escribir.