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– Vas a decirnos cómo quedaron esos versos.

– Claro. Mi traducción final quedó así: «Con sus cortes tan lucidas, del Yemen los claros reyes, ¿dónde están? En dónde los sasánidas, que dieron tan sabias leyes, al Islam…» El parecido con las coplas manriqueñas era meridiano. Jorge Manrique escribió: «¿Qué se hizo del rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron?…» -Sonrió débilmente, como vencida-. Pensé que había descubierto que uno de los pilares de nuestra literatura estaba basado en algo más que coincidencias con una obra olvidada de un poeta infiel medieval. Jorge Manrique, al fin y al cabo, no había compuesto nada igual de hondo, de reluciente y genial, que las Coplas. Su poesía cancioneril no vale mucho, aunque tal vez a él le sirvió para seducir damiselas. No, su gran obra son las Coplas. Y yo acababa de darme cuenta de que aquella infinita ternura de su ópera magna quizás no era más que…

– Es muy interesante. No tenía mucha idea sobre ese asunto.

– Dejé aparcada mi tesis doctoral y me dispuse a escribir sobre el asunto de Jorge Manrique y Abul-Beka. Trabajé febrilmente. Por entonces no tenía despacho en la facultad, sólo una mesa en las oficinas del departamento, que afortunadamente estaba cerca del radiador, por lo que en invierno no pasaba demasiado frío.

– Dios mío, qué lloricas sois los funcionarios -se quejó Jacinta, bromeando.

– Bueno, el caso es que un día recibí la visita de Fabio en mi mesa, mi despacho, a todos los efectos. Hacía tiempo que no hablaba con él, aunque a veces lo veía por los pasillos, o en la cafetería. Ni él ni yo teníamos muchas ganas de entablar charlas distendidas, ni de hacernos confidencias, ni de invitarnos el uno al otro a una cena íntima. Además, yo no soy precisamente el tipo de mujer que a él le gustaba.

– No te subestimes, Margarita, querida… -sugirió Jacinta.

– Aunque esté muerto, prefiero no subestimar a Fabio, con tu permiso -dijo Torres Sagarra, y luego prosiguió-: Sospecho que Fabio tenía un fabuloso instinto para detectar todo aquello de lo que podía sacar algún provecho. Era un verdadero depredador. Olisqueaba la carne, o la carroña en caso de no haber nada mejor a mano. De algún modo debió enterarse de que yo andaba metida en un asunto interesante. Tal vez mi colega del departamento de árabe comentó cualquier cosa por ahí al respecto. A lo mejor me vio enfrascada con mis papeles en la biblioteca, o en mi mesa abarrotada de volúmenes ajados y folios garabateados. No sé. El caso es que una mañana se plantó delante de mí mientras yo trataba de aislarme del ajetreo que tenía lugar a mi alrededor y concentrarme en mi trabajo. Me distrajo un rato con una charla insustancial sobre uno de mis libros de poemas, del que yo casi me había olvidado porque no lo tengo en mucha consideración. De hecho, me avergüenza un poco porque… Bueno, el caso es que Fabio, con esa cualidad suya para averiguar qué era lo que causaba turbación, temor o arrepentimiento en los demás, estuvo una buena hora dándome la brasa sobre ese libro con una excusa absurda, y por supuesto falaz: me dijo que tenía a una estudiante que quería hacer la tesina sobre él, sobre mi patético libro, pero que no encontraban un ejemplar por ninguna parte. A regañadientes, accedí a conseguirle uno. «Lo necesito hoy mismo, la chica se va dentro de unas horas a Italia, a estudiar un semestre con un colega mío en Florencia», me dijo. De modo que me obligó a ir a buscar el dichoso ejemplar a mi casa. Tampoco quería dejar pasar la oportunidad, por mucho que no me agradaran esos poemas, de que se hiciera un estudio sobre mi obra. Me puse a recoger la mesa, pero él me detuvo con una mano de guardia de tráfico. «Si no te vas pronto, no volverás a tiempo», me aseguró. Le dije que podría mandarle el libro por correo, pero se negó en redondo. La joven no estaba dispuesta a perder ni un solo día de trabajo, porque tenía un tiempo limitado, y si no disponía del material, buscaría otro tema nada más llegar a Italia. Le pregunté que por qué no había ido la estudiante a pedírmelo en persona, y afirmó que había sido una decisión de última hora, que lo había hablado con él por teléfono y que todavía no había llegado a la facultad. Me levanté, remisa y un poco deprimida a pesar de que la noticia no era mala, guardé mis libros y mis apuntes en uno de los cajones sin llave de mi mesa, cogí mi abrigo y el bolso y salí de allí con la intención de estar de vuelta en menos de una hora. Resolví que iría y volvería en taxi, aunque no podía permitírmelo.

Ahora el viento silbaba su partitura de gemidos por encima de los árboles del jardín. Los tres escucharon atentos durante unos segundos antes de que Margarita continuara con su relato.

– Cuando volví a la universidad, Fabio no estaba. Fui a buscarlo a su despacho, pero estaba cerrado con llave. Pregunté a los administrativos que rodeaban mi mesa si lo habían visto por allí, pero se encogieron de hombros y dijeron que ni se habían fijado. Entregada al desánimo, colgué de nuevo mi abrigo en una percha cercana y volví a mi mesa con la intención de seguir trabajando un par de horas más.

– No me puedo creer lo que vas a contar ahora… -avanzó Jacinta, mordiéndose los labios enrojecidos por el vino y el frío del ambiente.

Torres Sagarra asintió con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero contuvo la emoción cerrando los párpados como si fueran las pequeñas compuertas de un dique.

– Cuando abrí los cajones me di cuenta de que faltaba mi libro, bueno, el libro que me había prestado el sacerdote; y mis notas, todas ellas; mis cuadernos, al menos un par, con anillas y la tapa de color negro. Le había dado tiempo a hacer una selección precisa de lo importante. No se llevó nada que no tuviera que ver con mi investigación. Estuve segura de que había sido él desde el primer momento. Pregunté a mis compañeros si habían observado que Fabio se llevaba unos papeles y unos libros de mi mesa, pero me respondieron que se había sentado allí a esperarme y no le habían hecho mucho caso. «Nosotros estamos trabajando, Torres», me dijeron. Y que, además, cuando llegó a verme llevaba unas carpetas en la mano, de modo que no sabrían decir si cuando se fue se había llevado algo más «por equivocación».

– Qué ladrón.

– Sí, con todas las letras de la palabra. A partir de ese día desapareció de la facultad, y no respondía al teléfono en su casa. Nadie sabía cómo ponerme en contacto con él, decían que tenía previsto un tiempo de encierro para preparar la oposición a cátedra, que lo habían eximido de dar clase por tal motivo, y que era normal que no hubiese manera de localizarlo. Ni siquiera el viejo Arnés pudo ayudarme a dar con él. Y eso que movió cielo y tierra intentándolo.

Los tres volvieron a quedarse silenciosos por unos momentos. Torres Sagarra respiró con aire derrotado.

– ¿No le contaste a nadie lo que ocurrió, tu versión de los hechos?

– Sí, se lo dije a Arnés, que estaba a punto de jubilarse y que no tragaba a Fabio desde que lo conoció como estudiante suyo, porque decía que lo consideraba una persona de «moral distraída», y él, Arnés, era de la vieja guardia, ya sabéis… Me creyó a pie juntillas, pero ambos estuvimos de acuerdo en que era difícil probar aquel robo, o intentar hacerlo público sin correr el riesgo de hacerme pasar por una difamadora malintencionada.