– Pero habría alguna solución, no sé… Podrías haber conseguido otro ejemplar del libro antiguo y reanudar la investigación. ¿No tenías copias de tus traducciones?
– Pues claro que tenía copias, al menos, dos docenas, pero Fabio se las llevó. Estaban todas juntas en mi mesa. Ese día aprendí la lección, y desde entonces tengo varios escondrijos. Por aquella época yo ni siquiera usaba ordenador, era una tecnófoba de cuidado. Nunca he sido capaz de presumir de mi ignorancia y mis prejuicios, de modo que no empezaré a hacerlo ahora, pero vaya… Escribía a máquina y usaba aquellos papeles de calco que me dejaban las manos como un calamar. Parecía la incompetente y bigotuda secretaria de Menéndez Pelayo. Pero, de todas formas, lo de las copias era lo de menos porque yo me sabía los poemas de memoria, y las traducciones también. Y porque mi colega de árabe tenía la fotocopia del texto original, que yo le había dado y que no me había devuelto. No, eso era lo de menos. Lo importante era que me había quedado sin la fuente, sin el libro del párroco donde se citaba el texto, y sin todo el trabajo escrito, de literatura comparada, que había realizado con meticulosidad y un mimo exquisito, descuidando mi tesis.
– ¿Y… eso, el libro del cura? ¿No conseguiste otro ejemplar?
– Lo intenté con verdadera desesperación. Arnés me ayudó. Puso a mi disposición a dos becarios para que buscaran en las bibliotecas y en las librerías de viejo por todo Madrid. Pero fue inútil. Por entonces no existía la posibilidad de rastrear un título en uno de esos portales de Internet que sirven para vender libros viejos y descatalogados, como Iberlibro.com y todos ésos. Ahora sólo tienes que teclear un título o un autor para saber al cabo de un segundo si hay una librería en Lugo, o en Santiago de Chile, que dispone de un ejemplar. Pero en aquel tiempo no cabía esa posibilidad. Y, de cualquier manera, cuando existió lo intenté y no pude localizar otro por ninguna parte. A veces estas cosas ocurren. Probablemente el libro era un raro superviviente de una tirada reducida, o bien sus hermanos están sepultados bajo una encuadernación defectuosa que les atribuye otro título, o… vaya usted a saber.
– Qué faena.
– Y, por si fuera poco, al cabo de un par de meses el trabajo por el que yo me había partido el alma, ¡firmado por Fabio!, con algunos retoques de su cosecha, con la impronta de su particular estilismo, salió publicado en la revista americana donde poco antes él y yo habíamos compartido la autoría de mi artículo sobre Abentofail. Más o menos por esas fechas, Arnés se jubiló y pasó a ser catedrático emérito. Fabio Arjona no tardó en hacerse con la cátedra que tanto deseaba y por la que tanto había luchado, conspirado y hasta robado.
– Digamos que la víctima no hizo muchos méritos en vida para resultarte simpático. -Nacho trató de sonreír, pero a Margarita no le hizo ninguna gracia.
– Lo odiaba con todo mi ser -soltó muy despacio, como si fuese consciente de que sus palabras podrían mancharle la boca.
Se puso en pie de repente y se sacudió la ropa.
Nacho se rebulló desazonado en su crujiente sillón.
– Chicos, se hace tarde. Me voy a dormir -dijo Torres Sagarra, y antes de que los otros dos pudieran darse cuenta se encaminó decidida hacia la puerta del invernadero, sorteando con paso firme varias hileras de macetas.
– ¡Espera, Margarita! Vamos contigo… -casi gritó Jacinta.
Pero la mujer ya no estaba.
Mucho después, cuando Nacho rememoró lo sucedido aquella noche, cuando Jacinta y él se quedaron solos, se dio cuenta de que no recordaba bien cómo había llegado a ocurrir.
Su memoria había atrapado algunas sensaciones confusas en las que el espacio y el tiempo no estaban concordados. Del resto, no tenía ni idea. Por ejemplo, se acordaba de que Jacinta y él habían salido al jardín después de guardar como mejor pudieron los restos de la comida y dejarlos encima de la mesa. La mujer se torció un pie y se rompió el tacón del zapato mientras avanzaban entre la verdura fuliginosa del vergel, yendo de un camino a otro sólo guiados por las luces de la casa, que se distinguían hacia el norte, en dirección al río. Ella se quitó el zapato y, pensándolo mejor, se descalzó los dos pies. El suelo estaba húmedo después de la tormenta y el ajetreo de los ruidos nocturnos quería colarse dentro de él. Cuando Nacho la vio descalza, salpicada de motas de hierba y de barro hasta los tobillos, se acercó a ella y le susurró:
– ¿Qué haces? Qué bonita eres, ¿lo sabías? Estás loca. Estás loca… -Puso la boca sobre la de Jacinta y los labios de la mujer se hincharon como brotes de soja rociados con agua fresca.
La rodeó por la cintura. Su vestido era tan ligero que se le escurría entre los dedos. Le vinieron a la memoria unos versos de Manuel del Palacio (¡qué daño le había hecho la biblioteca de su tía Pau!), y mientras la besaba los recitó para sí: «De la lisonja al arrullo, entre sedas ha crecido, tu cuerpo, qué envidia da. Pero no muestres orgullo, que un gusano te ha vestido, y otro te desnudará.» Intentó alejar aquellos fúnebres versos de su cabeza y se concentró en la piel de Jacinta, helada a esas horas. En su cuello, que latía al ritmo de una secreta coreografía que bombeaba sangre desde su corazón.
No recordaba en absoluto cómo habían terminado en su habitación (la entrada en la casa, la subida por la escalera hasta la segunda planta del cigarral, ¿dónde había quedado todo eso?). Sin embargo, se sentía avergonzado porque Jacinta hubiese visto su ropa interior desperdigada a los pies de la cortina, y el desorden de la cama.
Cuando la vio desnuda, enterró la cara entre sus senos y sólo fue capaz de murmurar: «Cuánto tiempo, mi cielo, cuánto tiempo…»
Abrió los ojos sobresaltado por el timbre de su teléfono móvil. Le costó encontrarlo entre la ropa de Jacinta y la suya, que cohabitaban, igual que sus propietarios, pero en el suelo, a un lado de la cama.
Jacinta dormía cerca de él, respirando apaciblemente. Antes de adormecerse a su lado, le había dicho a Nacho: «Las camas compartidas son la fosa común del matrimonio.»
Por fin pudo abrir la tapa del condenado electrodoméstico y responder, bajando la voz todo lo posible para no despertar a la mujer.
– Diga… joder. -Ni siquiera había comprobado en la pantalla quién llamaba.
– Pues… joder -respondió Rodrigo-. ¿Te vale?
– Qué gracioso, el niño. ¿Sabes qué hora es?
– He mandado varios mensajes, a tu correo y a tu teléfono, pero no me has respondido. Estaba preocupado. Primero me metes una prisa que te cagas, y luego te olvidas de mí -le reprochó el chico-. A ver si te aclaras.
– Lo siento. He estado… Bueno. Muy ocupado.
– Sí, lo creo. Qué remedio.
– Bueno, ¿y qué?
– ¿Has visto mis mensajes? Te mandé mis dudas, como me dijiste, y estoy esperando…
– ¿Me estás diciendo que has perdido el tiempo en hacer una lista de las retorcidas incertidumbres que manifiesta tu atormentada, lacrimosa, pueril e inexistente vida sexual y te has olvidado de lo que nos traemos entre manos?
– Tío, no sé cómo te soporto, te lo digo como lo siento -se defendió Rodrigo.
– Vale, vale, perdona… -susurró Nacho.
– ¿Tienes tu ordenador a mano?
– Sí. -Se acercó arrastrándose hasta el biombo, a cuyos pies reposaba, y sacó el aparato de su funda.
– Pues ponlo en marcha, tío. Y mira mis mensajes, ¿vale?
Nacho comprobó que tenía dos cuyo remitente era Rodrigo.
Con su manía de no rellenar las casillas del «asunto», no sabía cuál abrir primero. Optó por hacerlo por orden de recepción. El primero de ellos era sencillamente patético, y puso al meteorólogo de muy malhumor. Allí estaba él, desnudo y con una mujer hermosa tumbada en su cama, a la que podría estar acariciando, o simplemente observando, o durmiendo agarrado a su talle, y se veía obligado a perder el tiempo cuchicheando por teléfono con un arrapiezo hiperhormonado y desobediente…