A él mismo se le hizo un nudo en la garganta al pensar en Richard, en que había desaparecido del mundo para siempre. Reflexionó un momento y comprobó que quizás ni él mismo era consciente todavía de que el hombre había muerto. ¿Cómo era aquello que había dicho Torres Sagarra sobre Jorge Manrique y que tanto le había gustado? Ah, sí: «su infinita ternura.» Richard, en muchos sentidos, era igual que las Coplas de Manrique, poseía esa infinita ternura que, de repente, se había esfumado definitivamente del universo. Cierto: quedaban sus libros de poemas, su música. Pero él ya no estaba, y el planeta había amanecido un poco más innoble, más desdichado y más desamparado que el día anterior.
Requiem eternam.
Cuando bajó, Carlos y Alina ya estaban en la cocina, con caras de haber visto una aparición. La tez cobriza de la mujer presentaba mal aspecto, y su mirada distraída decía a las claras: «Nadie logra respirar perpetuamente.» Su marido, por su parte, apenas saludó a Nacho con un «bu ías», que el meteorólogo tradujo por «Buenos días, ¿quiere usted un café?».
– No, gracias… No tomaré café ni ninguna otra cosa -dijo Nacho con toda seriedad, a pesar de que ninguno de los dos le había ofrecido nada-. Puedo esperar y esperaré al desayuno. Sólo he entrado en la cocina para saludar. Así que… hola. Y adiós, luego nos vemos.
Nadie le respondió.
La biblioteca presentaba un primoroso aire de recogimiento. La larga mesa había sido limpiada, incluso le habían sacado brillo, y los periódicos del día reposaban cuidadosamente ordenados en una mesita auxiliar, junto con unas pequeñas pilas de papeles que Nacho identificó como los dossiers pendientes. Las conferencias estaban apiladas y dispuestas en un estante bajo, que sobresalía de los demás, para que fuesen bien visibles. Quedaban cuatro por recoger, los otros poetas ya habían hecho los deberes y se las habían llevado a sus cubículos. Nacho era uno de los cuatro informales que aún no habían cumplido. Calculó que otros dos serían el difunto Richard y Rocío. Y el cuarto, a lo mejor Fernando. Al meteorólogo le daban espasmos sólo de pensar en leerlas, y lo había ido posponiendo, aunque tendría que hacerlo tarde o temprano.
Hojeó las fotocopias y recortes de prensa que hablaban del crimen de Fabio. Leyó algunas cosas de interés en La Vanguardia, en El Ideal y en La Voz de Galicia, más o menos atinadas y tibiamente ajustadas a la verdad, pero que él ya conocía de primera mano. Y un reportaje titulado «Sangre entre los cipreses», del Lanza. En el panfleto La Fiera Literaria, a pesar de la gravedad de los hechos (se había cometido un crimen, no era conveniente olvidarlo), aullaban de puro pitorreo en cada línea de su «número extra». El Periódico de Catalunya seguía diariamente el asunto con una atención casi forense, y nunca mejor dicho. En El Mundo tiraban a matar (si podía decirse así, teniendo en cuenta su estado) sobre la figura de Arjona, e insistían en sus relaciones «oscuras y enigmáticas» con el poder cultural durante los últimos veinte años, insinuando que el muerto había salido siempre a flote a pesar de la animadversión generalizada que solía despertar. Hacían especial hincapié en las malas relaciones que Fabio mantenía con algunos de los poetas presentes en el cigarral a la hora en que fue cometido el crimen; malas relaciones, aseguraban, conocidas por todos en el «mundo literario».
A Nacho se le antojaba una expresión presuntuosa esa del «mundo literario» (o el mundo del deporte, el mundo de la música…), que da por sentado que un grupito de personas dispares, por el mero hecho de tener algún interés común, ya forman un mundo por sí solos. ¡Qué desprecio metafórico a la excelencia del mundo real, a su belleza, a su complejo esplendor!
En fin. Continuó leyendo.
Un artículo del diario La Razón despertó su interés. Estaba escrito por un crítico literario del periódico. Que Nacho recordara, ese hombre no había publicado ni una sola crítica demoledora de ninguno de los libros que venía reseñando en el suplemento desde hacía años. Nacho apreciaba ese gesto. Prefería a los críticos que estimulaban a la lectura, no a los que alejaban a la gente de los libros recordándoles lo malos que eran. Ya había pocos lectores, la cosa era no contribuir a que hubiese todavía menos (aunque a él le daba en la nariz que llegaría un día en que los analfabetos funcionales superarían abrumadoramente en número a las personas letradas, con o sin la ayuda de los críticos literarios). Sin embargo, en su fuero interno reconocía que él mismo había disfrutado sádicamente leyendo algunas críticas literarias feroces y varilargueras, de esas que ridiculizan un libro sin piedad hincando la cuchilla como si se tratase de un toro en la suerte de varas al que no se deja en paz hasta que brota el chorro torrencial de sangre. Libros de otros autores, por supuesto. Afortunadamente, él en la vida había sido pasto de las iras de un crítico, y esperaba no serlo en un futuro inmediato. Nunca, a ser posible. (No sabía cómo reaccionaría ante algo así. Quizás mucho peor que Cecilia Fábregas.) Se consoló pensando que era improbable que él llegase a ser lo bastante importante en el «mundo de la poesía» como para merecer los rabiosos zarpazos críticos de algún preboste pistolero de suplemento literario, con la sílaba caliente y juguetona y el asta biliosa. Esa idea lo entristeció un poco, pero no lo suficiente como para desear tener alguna vez una mala crítica. «Por otro lado -casi murmuró para sí-, el arte del insulto es una cosa tan española, tan nuestra, tan de aquí… El insulto ha sido literaria, política y hasta científicamente productivo de toda la vida: aunque los resultados sean en algunos casos inciertos, al menos obliga a unos y a otros a esforzarse. Quizás sea mejor cultivarlo, tal como se viene haciendo hasta la fecha, que intentar erradicarlo, inútilmente además.»
El crítico había escrito un largo artículo que hacía una semblanza bastante aguda, sin llegar a malintencionada, de ciertos poetas que en ese instante descansaban en sus cuartos, bajo el mismo techo que Nacho. Se notaban sus esfuerzos por ser delicado, pero aun así, sus capacidades retóricas eran insuficientes para lograr encubrir la realidad, o asearla un poco. Después de leer el texto, Nacho se enteró, por ejemplo, de que parecía probado que Fabio Arjona prestó una cantidad respetable de dinero al laureado poeta latinoamericano Rilke Sánchez, y que sin duda cuando lo hizo le constaba que este último no sería capaz de devolvérsela jamás, pero Rilke era miembro permanente de un prestigioso premio literario en su país de origen, uno de los más importantes en lengua española a ambos lados del océano, al que casualmente Fabio Arjona se había postulado con un librito de poemas «que no era lo mejor de lo suyo». Arjona no logró alzarse con el codiciado galardón, ni el año del préstamo ni los tres siguientes. Cuando se resignó a la idea de que no lo conseguiría por mas que lo intentara todos los años, contó a todo el mundo lo del préstamo que le había hecho a don Rilke, que montó en cólera al enterarse y, a la pregunta de un joven espectador, que entre irónico y avergonzado comparó su situación con la deuda externa de algunos países latinoamericanos, Rilke juró ante un auditorio de más de trescientas personas, mientras participaba en una mesa redonda en el Centro Cultural de España en Lima, que algún día le devolvería a Fabio, «a golpe por céntimo», cada uno de los dólares que había recibido del madrileño. Acto seguido calificó a su acreedor de «guataca» y «mojón rítmico», y el público estalló en nerviosas carcajadas.