– Buenos días, yo… -Nacho pensó que le hubiese gustado tener un sombrero para poder quitárselo ante la dama y mostrar así su respeto en el primer saludo. Aquella estancia era de otra época, y probablemente requería que cualquiera que accediese a ella se descubriera ante la señora.
Doña Agustina Pons estaba sentada en una mecedora alfonsina de finales del siglo XIX, torneada, de madera tan brillante como los ojos de su dueña. Un secreter Biedermeier de líneas sencillas y elegantes estaba abierto a su lado, pegado a la pared junto a una chimenea diminuta de azulejos pintados a mano, enseñando su tesoro de papeles, cartas y periódicos en alegre revoltijo. En el ambiente oscuro y anticuado de la habitación sólo desentonaba un ordenador portátil Macintosh, un MacBook Pro de última generación que lucía morosamente encima de una mesa camilla cubierta con un tapete de croché marfileño, con su salvapantallas de cascadas de agua y fotos del planeta Tierra visto desde algún indiscreto satélite. No le extrañó que la vieja señora estuviera informatizada. Su propia tía Pau era una forofa de las nuevas tecnologías, y le resultaba de una gran utilidad en la gestión de la revista electrónica. Actuaba como una eficiente secretaria, con las virtudes de una mujer del siglo XIX sumadas a las de otra del siglo XXI. Nacho sospechaba que tía Pau mantenía varias relaciones a través de Internet no del todo apropiadas para su edad y condición. Si alguien le hubiese preguntado, habría dicho que su tía no estaba para muchos trotes sentimentales, pero también era perfectamente consciente de las ventajas de mantener líos amorosos en la distancia del ciberespacio. No existían comprometidos intercambios de fluidos corporales -suponiendo que, a la edad de su tía, se pudiera disponer de ellos-, sólo de bits, de gigas, de megas en todo caso. Y tener un buen antivirus era mucho más fácil y barato que arreglar el engorroso asunto de las precauciones higiénicas sexuales.
Nacho contempló pasmado las oscilaciones de la pantalla y luego la cara de doña Agustina.
– Buenos días -dijo ella-. Aunque, en fin, eso de «buenos»… Vamos a dejarlo.
Se rebulló en el asiento y acarició al gato, un abisinio delgado, musculoso y tranquilo, de ojos avellana y una coqueta nariz con orla negra. Tenía el pelaje anaranjado y su cola enlutada parecía un látigo de peluche. Entornó sus bellos ojos y envió un maullido displicente rumbo a Nacho, que lo miró tan sorprendido como si acabara de hablar.
– Siéntate, hijo -doña Agustina señaló otra mecedora, gemela de la que ella ocupaba, al otro lado de la mesa-. Disculpa que no me levante, pero estoy algo mareada. Tú debes de ser Ignacio Arán, ¿verdad? El joven poeta meteorólogo. El único que faltaba en esta desgraciada reunión… -Empujó dulcemente al gato, que saltó desde sus piernas hasta el suelo de baldosines hidráulicos, de colores pastel deslucidos por el paso del tiempo.
– Llámeme Nacho. Así es como me conoce todo el mundo.
– Si me sintiera de mejor humor, te diría que yo no soy todo el mundo, y que te llamaré como me dé la gana. Pero, ya ves… Hoy ni siquiera tengo sentido del humor. Lo he perdido, juntamente con el resto de mis sentidos, después de este desdichado…, hum, accidente.
– ¿Accidente? He leído en Internet que al señor Arjona lo han apuñalado.
– Quiero decir que, lo más probable, a pesar de mis bromas al respecto, es que haya sido alguien de fuera, un intruso, un ladrón o alguien así, quien lo ha asesinado. Lo del «accidente» es una manera de hablar, joven.
– Ah, vale.
Nacho le tendió la mano a doña Agustina y se asombró de sí mismo al descubrirse haciendo una leve inclinación de cabeza.
La mujer vestía completamente de negro. Si se la miraba desde un par de metros de distancia, toda su figura poseía un ligero barniz de alquitrán. Su cabeza era, en realidad, un accesorio de su vestuario, del que podría haber prescindido si no hubiese sido porque Nacho no dejaba de percibir síntomas de que la señora se preocuparía de mantenerla a pleno rendimiento incluso mientras sesteaba. Tenía unos pequeños ojos azules que bizqueaban de vez en cuando, como si se pelearan entre sí, y que gobernaban el mundo a su alrededor a través de la inquisitiva mirada, cargada de burla y apremio. Nacho se dijo que quizás la señora se había excedido con el maquillaje a esa hora tan temprana. El pintalabios de color perla se reunía en minúsculos grumos alrededor de las comisuras de su boca, y el colorete era una salva de polvos caídos a toda prisa sobre las mejillas hundidas. Su sonrisa, contra todo pronóstico, era jovial y todavía hermosa, miraba directamente a la cámara de la vida y le decía sin complejos: «Aún estoy aquí, ¿tienes algo legal y divertido que puedas ofrecerme?» Emanaba tenacidad y ardor, a pesar de sus años. Le calculó algunos más que a su tía Pau. Debía rondar los setenta y cinco, por lo menos. Sin embargo, su genio y su energía no habían empezado a declinar.
Agustina Pons era la viuda de un poeta laureado, Alberto Pons, que cada año se consumía un poco más en el olvido de los lectores y de la oficialidad. Alberto había nacido en Toledo a comienzos del siglo XX, y murió en los años noventa de la pasada centuria, en la misma casa en que nació, el Cigarral de la Cava, la finca de recreo favorita de su madre. Hijo único de padre catalán millonario, un empresario dedicado a la fabricación de maquinaria agrícola, y madre italiana, fue un señorito sin muchas cosas que hacer, de modo que se dedicó a la poesía influenciado por Rubén Darío y -durante un período muy breve de tiempo- al fascismo, impresionado por Mussolini y el ambiente que rodeaba a su familia materna, con la que pasó muchos de sus años juveniles. Se adhirió al ultraísmo, más tarde al postsimbolismo, y finalmente al neopopulismo, aunque no consiguió destacar mucho en ninguna de las corrientes poéticas que practicó con denuedo y sin desmayo. Escribió poemas de extraña tipografía e imágenes barrocas que nadie comprendía, ni siquiera él. Y fue tal su empecinamiento por convertirse en poeta que, al final, sus padres no consiguieron hacer de él otra cosa. Recibió el Premio Nacional de Literatura José Antonio Primo de Rivera en 1941, al que siguió una larga serie de reconocimientos literarios con los que el régimen de Franco lo recompensó cada poco tiempo. Sus malvados críticos dijeron de él que era lógico que obtuviera tantos galardones, al fin y al cabo sus poemas no decían nada en absoluto, lo que, durante el franquismo, no dejaba de ser un gran mérito para un intelectual.
Alberto Pons se casó con Agustina, treinta años más joven que él, a mediados de la década de los sesenta, después de llevar una vida de solterón disipado y sexualmente exigente (eso era lo que se rumoreaba por ahí). No tuvieron hijos, y doña Agustina no los echaba de menos, según había confesado en más de una ocasión. Cuando lo conoció, ella se hacía llamar Tina Huertas, y era la secretaria de Daniel Araujo (y, según se comentaba en voz baja, también su modelo y amante), un pintor con el que Alberto trabajó en algunas de las muchas revistas que fundó y cerró a lo largo se su vida literaria (Adelante, Grecia, Arbor, Tiempo, Poemas del Ángel…). Colaboró activamente con Ernesto Giménez Caballero en La Gaceta Literaria, hasta que surgieron algunas desavenencias entre ellos y, sobre todo, Alberto descubrió que Giménez Caballero no necesitaba coadjutores ni socios, porque se bastaba a sí mismo para escribir de cabo a rabo la revista que fuera.
Una vez casado con Agustina, la vida de Alberto Pons dio un giro sutil pero decisivo. Ya era mayor, y había corrido mucho. También había escrito lo suyo. Al lado de Agustina se dedicó a ordenar su obra, a alejarse de todo lo que oliera a franquismo y a frecuentar la amistad de intelectuales disidentes, casi todos ellos procedentes del marxismo que empezaba a gestarse en las principales universidades de letras. Agustina, con su fino olfato para entender el signo de los tiempos, comprendió enseguida que aquellos jóvenes formarían un día la élite dirigente, y podrían redimir el pasado de su marido; su frívolo pasado fascista, y posteriormente franquista. En realidad, Alberto nunca había tenido ninguna idea política seria. Toda su vida se había dejado llevar por las corrientes del momento, sin preocuparse más que de la estética ni aventurarse más allá de un conocimiento superfluo de la historia, que para él se reducía a una serie de vistosos carteles con alguna soflama poética adornándolos. De modo que, manos a la obra, Agustina consiguió a lo largo de tres décadas, y a lomos de los cambiantes vientos políticos del país, transformar poco a poco la imagen literaria de su marido. Eran ricos, y ella no tenía más oficio que la reputación de Alberto. El dinero es un enojoso asunto que logra consensos y filiaciones, no por pasajeras menos convenientes.