Fernando y él habían mantenido el contacto, y cada día afianzaban su amistad. En cambio, Nacho no podía decir lo mismo del resto de los participantes en el congreso de poetas auspiciado por doña Agustina Pons. No había vuelto a tener noticias de ninguno de ellos, a pesar de que les había escrito un mail a todos. Sí, era cierto que Cristina y Cecilia le habían respondido unas líneas, pero tan indolentes que él no insistió y ahí acabó todo. Otros cuantos mensajes le llegaron de vuelta, rechazados por los servidores. Mauricio no tenía dirección electrónica, y Nacho siempre pensaba que tendría que escribirle una carta, pero lo iba dejando, y…
Aún no había olvidado su desastrado encuentro romántico con Jacinta, a la que alguna vez había visto en televisión. Si bien se propuso no hacerlo, y enterrar su nombre y su olor en su memoria, la nostalgia y el dolor por el abandono pudieron más que su voluntad, y un par de veces se encontró en el salón de su casa, a las tantas de la madrugada, con el programa que ella presentaba sintonizado en su televisor. Le seguía pareciendo cautivadora. Proterva y maléfica, pero seductora.
Una semana después de su vuelta del cigarral, Nacho se subió a su viejo Opel y tomó la Nacional I con dirección a Burgos, un viernes por la tarde. Cuando quiso darse cuenta, se había plantado en Zaragoza. Podría haber ido en tren, pero conducir le gustaba, le permitía sumirse en sus pensamientos sin que nadie lo molestase, ni revisores, ni pasajeros excitados con un móvil pegado a la oreja y los ojos a punto de saltar al suelo, como pelotitas de golf craqueladas de suciedad, desde sus órbitas.
La madre de Rodrigo le abrió la puerta. La mujer llevaba una media melena teñida de brillantes y juveniles tonos cobrizos, pero sus ojeras de osito panda la delataban. Era farmacéutica y tenía dos hijos adolescentes que la marchitaban cada día un poco más.
– Ah, el poeta -le dijo, dándole un beso. A Nacho le encantaba que lo llamaran poeta. Mucho más que meteorólogo-. Pasa. Está en su cuarto. A ver si consigues sacarlo un rato de ahí. Sólo sale para comer. Siempre está presumiendo de que «tiene una fiesta», pero en el último minuto se arrepiente y no va. Nunca va. Necesita que le dé un poco el aire. Y su cuarto es una cloaca. Ni la mujer de la limpieza quiere entrar ahí.
– Y, además, él tampoco lo permitiría.
La señora asintió de mala gana.
– Me voy a trabajar. Esta noche tengo guardia en la farmacia, la chica tiene que irse dentro de una hora, y mi marido estará ya trinando mientras contempla el reloj. Cuando tardo en llegar mira tantas veces la hora que desgasta las manecillas del aparato. ¿Nos vemos mañana?
– No lo sé. Sólo he venido a traerle una cosa a Rodrigo. Dormiré en un hostal donde he reservado una habitación y creo que volveré tranquilamente mañana por la mañana.
– Como quieras. Dame otro beso, entonces.
Se despidieron y Nacho se encaminó a la habitación de Rodrigo, que efectivamente estaba hecha una tasca de mala nota.
– Jo, tío, ¿a qué debo el honor?
– Toma esto, pequeño hobbit. Y a ver si consigues sacar algo, que nos hemos lucido con este caso -dijo Nacho tendiéndole el ordenador portátil de Fabio Arjona-. Joder, aquí huele que apesta, ¿nunca ventilas?
– Acabo de ventilar ahora mismo. Son prejuicios. Lo tuyo son prejuicios, como los de mi madre. ¡Olor, olor…! Bah. Creéis que oléis, pero no hay nada que oler, nada. Pero como estáis predispuestos…
– Sí, bueno. Vale.
Sin embargo, Rodrigo no logró sacar nada interesante de los archivos de aquel chisme, como lo había llamado el inspector Gámez Osorio. Hizo una concienzuda búsqueda por todas las carpetas, introduciendo palabras clave, que lo guiaron a la carencia más absoluta de pruebas o indicios de los manejos y chantajes de Fabio Arjona, pasados o presentes.
Estuvo un par de semanas trabajando en el asunto, con vanos resultados.
– Tío, tío -se quejó el chico por teléfono a Nacho-, este tipo tenía ordenador desde que inventaron la máquina de vapor en los tiempos de Herón de Alejandría. Era un adelantado, el menda, pero su ordenador está limpio como una patena. Listo para pasar cualquier revisión de la brigada de moral pública.
– ¿Escribió e-mails mientras estuvo en el cigarral de Toledo? -quiso saber el meteorólogo.
– Ninguno, tío. Se bajó unos cuantos. Eran spam y les dio boleto. Conseguí resucitarlos, pero se trata de la misma mierda del Viagra y la lotería que recibimos todos a diario. Su correspondencia electrónica había dado un serio bajón en el último año. Hasta entonces, ese pájaro escribía y recibía docenas de correos al día. Pero, en un momento dado, plaf, se acabó. Como si hubiesen perdido el interés. Él por los demás, y los demás por él.
– Pero utilizaría el ordenador para algo en esos días en Toledo, ¿no?
– Sí, claro, para leer la prensa electrónica y visitar algunas páginas del Instituto Cervantes Virtual. Nada que a mí me excite, personalmente hablando.
– Empiezo a creer que lo único que hemos hecho es chorizar un ordenador, como unos vulgares cacos.
– Sí, eso me temo. Hasta yo mismo tengo más que ocultar que este tío, que tiene un disco duro digno de la madre Teresa de Calcuta. -Rodrigo se quedó callado y luego preguntó-: ¿Puedo quedarme con el cacharro? Es una maravilla, tío. Puedo limpiarlo, y así tendría un bicho al día, que no me viene mal. De todas maneras, no creo que el propietario nos lo reclame. Y la poli ya se habrá olvidado.
– Pero…
– Haré una copia con toda la morralla de este tío y te la guardaré, por si acaso. Anda, dime que sí… Los estudiantes somos el proletariado del mundo. Si me quedo con el Mac, será como una ayuda para mi clase social desfavorecida.
Ahora, casi tres meses después, Nacho se encontraba leyendo el periódico en la cafetería de los estudios de televisión donde trabajaba. Era su hora del bocadillo. Habitualmente comía acompañado por la gente del programa, pero hoy estaba solo porque los demás habían decidido salir al pueblo y a él no le apetecía acompañarlos. Además, quería aprovechar el tiempo para revisar el maldito papeleo atrasado antes de que se echara encima agosto.
Soñaba con su próximo viaje, y con dejar atrás la rutina mientras mordisqueaba un sándwich de mortadela italiana, mayonesa y pepinillos, regado con una cerveza bien fría.
Solía aprovechar la hora del bocadillo para leer la prensa del día, que permanecía desparramada, desde primera hora de la mañana, sobre una mesa de la entrada al local, a disposición de los clientes. Les daba un repaso superficial, porque intentaba leer cinco periódicos en el tiempo que le hubiese ocupado la lectura de uno solo, pero bueno.
Ojeaba las páginas y trataba de engullir su refrigerio al mismo tiempo, con los dedos manchados de tinta. Estuvo a punto de saltarse una noticia cuando dos palabras lo hicieron retroceder como si se le hubiesen atragantado. Muerte y Arjona. Hacía tiempo que no se hablaba del caso del cigarral. Todo había quedado «atado y bien atado», como dijo resignadamente el inspector de policía encargado del caso. Los periódicos se cebaron con el tema durante un par de semanas más, en las que a pesar de que la investigación dejó claro lo ocurrido (las pruebas biológicas eran concluyentes y el laboratorio de Zurich se embolsó una buena cantidad de dinero del erario público por su diligencia), las patrañas y las habladurías no dejaron de sucederse, pero al cabo ocurrieron un par de sucesos graves que relegaron el asunto a un segundo plano, hasta que en el plazo de pocos días murió de inanición, pues está claro que las murmuraciones requieren ser alimentadas pródigamente para desarrollarse y crecer sanas y vigorosas. Y, sin embargo, al cabo de tres meses, allí estaba de nuevo. El asunto. La muerte, y Fabio Arjona.