– Tienes que decírmelo -Nacho habló en un tono tan bajo que apenas se oyó a sí mismo-. Te hará sentirte mejor. En mí puedes confiar, Rocío. -Puso sus cartas de farol sobre la mesa y le buscó los ojos, pero nadie podía traspasar aquella oscuridad tras la que ella había parapetado su mirada.
EL SUEÑO DE NIKITA
Ven y veras al alto fin que aspiro antes
que el tiempo muera en nuestros brazos.
EPÍSTOLA MORAL. A FABIO
Mi hermana no se llamaba Nikita, sino Enriqueta, como mi abuela materna. Lo de Nikita fue idea de su padre. Apenas hizo nada más por ella que eso, ponerle un mote. Luego salió corriendo, como mi propio padre. Nikita y yo éramos hijas de padres diferentes. Mi madre nunca tuvo mucha suerte con los hombres. Decía que a los hombres no les gustan las mujeres fuertes porque les dan miedo, como dando a entender que ella lo era, que era una mujer a prueba de bombas, imponente igual que cualquier tío. No tardó en demostrarme lo engañada que estaba consigo misma. No era una mujer invulnerable y segura, sino tan frágil como una flor de invernadero, porque se secó de un día para otro, después de la muerte de mi hermana. Nikita se suicidó a los dieciséis años. Ahora tendría treinta y seis. No he dejado de echarla de menos ni un solo día desde entonces.
Se suicidó porque tuvo algún problema de «amores», típico de una adolescente. Eso dijeron todos en aquel momento. Yo no supe muy bien lo que estaba pasando hasta mucho después. Sí, fui dolorosamente consciente de la muerte de Nikita, de que se había evaporado de mi vida como el agua hirviendo, de que nunca volvería a verla, de que no quedaba ni rastro de ella. Sí, estaban sus cosas en nuestro piso de Madrid, que por entonces compartíamos con Fabio. Muñecas, música, libros, vestidos, maquillaje, patines. Todo ese equipaje que una niña va acumulando y que resume tontamente una vida joven, que no ha tenido tiempo de nada.
Nikita se abrió las venas en una bañera -como Séneca, qué broma tan macabra-, las de los brazos y las de las piernas. Estábamos pasando unos días en la playa, en una casa de alquiler. Cuando lo hizo estaba sola allí. Fabio, mi madre y yo estábamos en la playa, pero ella se había quedado alegando que se sentía mal porque le había venido la regla. Siempre que ponía esa excusa, mi madre la dejaba quedarse en la cama el tiempo que quisiera. Estaba muy concienciada con el problema.
Los dueños de aquella residencia de alquiler, lo supe por mi madre, montaron en cólera cuando se enteraron, y nos pidieron que abandonásemos la vivienda junto con el féretro de Nikita. Ni siquiera le dieron el pésame a mi madre.
Cuando encontró su cuerpo ensangrentado en la única bañera de la casa, mi madre enloqueció. Lo digo literalmente, porque desde entonces no se ha recuperado. Recuerdo los días que siguieron a la muerte de Nikita, antes de que volviésemos a Madrid, como una pesadilla en blanco y negro poblada de voces, de llantos y de gritos. Mamá le echaba la culpa a Fabio porque decía que él le había consentido salir por ahí hasta las tantas y hacer lo que le daba la gana. Inmediatamente después de desahogarse chillándole a él, se lamentaba de que la culpa había sido suya, por no haber sido más severa con su hija, por haberle permitido entrar y salir a su antojo sin vigilarla bien de cerca. Sus amistades, sus novietes, sus compañeros de colegio.
Nikita llevaba algún tiempo, un par de meses creo, deprimida. Nos había dado a entender que era por culpa de algún chico del que estaba enamorada y que la había plantado. Fabio, lo recuerdo bien porque lo rememoré miles de veces hablando con mi madre en años sucesivos, no le dio importancia. Creía que le vendría bien endurecer el corazón un poco, que eso la haría madurar, que era un proceso que todos teníamos que vivir a su edad.
Mamá, como notaba que salía menos y que siempre estaba encerrada en el cuarto, no pensó que fuese grave. Le gustaba tenerla en casa, en vez de pasarse las noches angustiada hasta que la veía entrar por la puerta. Tenía miedo de que se drogase, o de que alguien la dejara embarazada.
Yo era muy pequeña, y aunque la notaba triste y hundida, no sabía cómo ayudarla. La adoraba, pero no resulté de ninguna utilidad para mi hermana.
Ninguno de los adultos que la rodeaban supo calibrar la gravedad de lo que le pasaba. Ni mi madre, ni Fabio, ni sus profesores, pues aún no había terminado el curso escolar cuando empezó a sentirse tan abatida. Y en agosto del año 87, mientras veraneábamos en Las Negras, se abrió las venas y se fue sin despedirse de mí.
Mi madre, después de aquello, no volvió a levantar cabeza. Rompió con Fabio, culpándolo a él, como te he dicho, de la relajación de horarios y la falta de disciplina a la que Nikita se había acostumbrado por su culpa. Porque la premisa educativa de Fabio era: «Libertad y que se equivoque y aprenda por sí misma.» A mi madre, que hasta entonces ese principio no le había parecido mal, de repente se le antojó una inmoralidad que había propiciado la muerte de su niña. Siempre con su complicidad culpable e irresponsable, como no se cansaba de repetir, flagelándose sin descanso.
A pesar de todo, a pesar de oír a mi madre acusar a Fabio de la muerte de Nikita, yo nunca lo odié. No, desde luego, antes de que muriera. Para mí fue el último de una serie de padres sustitutos con la que mi madre nos había obsequiado desde que yo recordaba. Y Nikita lo quería. Decía que era el mejor de toda la lista, que del catálogo de padres sustitutos que habíamos probado, sólo él pasaba el examen.
Yo la creía. Creía a pie juntillas todo lo que mi hermana me decía. Era guapísima, y muy inteligente, y mayor. Mi referencia en el mundo. Si ella decía que Fabio era un buen hombre, y un aceptable padre sustituto, yo no me permitía dudarlo ni un segundo.
Mi madre se hundió irremediablemente poco a poco. Yo creía que se repondría alguna vez, que un día despertaría y la vería sonriendo, con el pelo limpio y las uñas pintadas, preocupándose por si yo me había lavado los dientes. Pero ese día nunca llegó.
Estuvo meses enteros de baja por enfermedad. No sé si entonces aceptaban la depresión como motivo oficial para conceder la baja laboral, pero indudablemente mi madre no estaba en condiciones de trabajar. Nunca volvió a hacerlo tras la muerte de Nikita. Ahora vive en un sanatorio. La noto más tranquila, más feliz, y tengo la esperanza de que pueda volver a casa conmigo en un horizonte no muy lejano.
Pero el caso es que yo me crié, después de que Nikita me dejó, un poco como un perrillo callejero, abandonada a mi suerte. Mis abuelos paternos me recogían algunas temporadas, y así lograba estar escolarizada con regularidad unos meses. Pero luego tenía que volver a casa con mi madre, porque ellos también se cansaban, y…
Fuimos saliendo adelante de la mejor manera que pudimos. Yo abandoné los estudios. Sí, tal y como me reprochó Miño Castelo, y con razón, no estoy oficialmente muy cultivada. No terminé el bachillerato, pero cuando cumplí la edad de mi hermana Nikita, la que tenía cuando murió, me sentía capaz de comerme el mundo. Una tía dura, que podía con lo que fuese. Por entonces era mi madre la que se ausentaba algunos períodos para ingresar en el sanatorio. Ahora era yo quien me hacía cargo de ella. Como podía, claro.
Fue por aquella época cuando empecé a escribir, y a frecuentar ambientes malditos (qué ingenua era entonces), con artistas, gente mucho mayor que yo, interesante y un poco colocada quizás. Por entonces también conocí a Richard. A Richard Vico, mi cielo.
La pensión de mamá nos daba para comer y pagar el alquiler. Sus hospitalizaciones las pagaba la Seguridad Social. De vez en cuando mis abuelos me enviaban un poco de dinero, junto con sus remordimientos. El precio de sus atriciones, supongo. Bueno, da igual, porque yo ya me había acostumbrado a vivir de aquella manera.
Richard y yo tuvimos una relación extraña. Yo lo amaba, y él me amaba a mí, creo. No: estoy segura. Pero raramente hacíamos el amor. Él estaba enfermo desde hacía años. No se fiaba, decía que podía contagiarme. Cuando cumplí dieciocho años, tuve mi primer contacto sexual. Con él. Fue la cosa más sorprendente y maravillosa del mundo, pero no le devolví el placer que él me había dado. Fue Richard quien me animó a escribir, quien me corregía los textos y me daba consejos, y un buen día, con apenas veinte años, gané un concurso de literatura juvenil. Y al poco llegaron otros triunfos. No me lo podía creer. Empecé a ganar dinero. Nunca se me hubiera ocurrido que podría pasarme algo así.