– Carlos no estaba. Siento decepcionarte. Me temo que, al contrario de lo que puede ocurrir en una novela de Agatha Mary Clarissa Miller Christie en la que el asesino sea el mayordomo, éste no es el caso. Quizás Carlos mataría si así pudiera obtener la nacionalidad española, pero no creo que esté muy convencido de que el asesinato sea la vía más rápida para conseguir un DNI. Vive en Guadamur, no en Toledo, y termina de trabajar a las cinco de la tarde; para entonces, se sube en su furgoneta Seat Transit de quinta mano y se va a su casa, solo o con su mujer, Alina, si ella también ha estado trabajando en el cigarral, a una velocidad de por lo menos treinta kilómetros por hora, a su pisito alquilado, de cuarenta metros cuadrados, donde le esperan cinco críos gritones de entre cuatro y diecisiete años. -Doña Agustina se pasó los dedos por la comisura de los labios y arrasó buena parte del carmín marchito que se había acumulado en ellas-. Además, anoche, como estaba planeado que hiciésemos todas las noches mientras dura el encuentro, no teníamos previsto cenar aquí, de modo que Carlos se fue pronto. Íbamos a acercarnos a Toledo, a un restaurante, La Hierbabuena, en la calle del Cristo de la Luz, al lado de la mezquita. Teníamos un reservado. Sirven unas excelentes verduras de temporada, y carnes rojas de primera. Carnes rojas… Sólo de pensarlo ahora se me revuelve el estómago. Deberías haber visto a Fabio, don Fabio… Toda la pechera ensangrentada. -Se pasó un pañuelo bordado por la cara y cerró los ojos con fuerza-. Dios mío… Al parecer, había cogido un cuchillo de la cocina y una manzana. Le encantaban las manzanas; decía que eran la fruta prohibida, pero que ya no había peligro por comerlas. Era la única fruta que probaba. Después de hacerse con una salió al jardín para comérsela sentado en el banco. Cristina Fábregas lo vio, según contó a la policía, cuando entró también en la cocina a por un vaso de agua, pero no cruzaron palabra porque tengo entendido que no se llevaban bien. Cristo bendito. Y el cuchillo sirvió para pelarle el corazón a Fabio como si fuese la manzana de Eva. ¡Un cuchillo de mi cocina, por todos los santos…! Cuando se lo llevaron aún lo tenía incrustado en el pecho, en el centro del corazón. Igual que un figurante en una obra de teatro barata.
– De modo que trece personas… -Nacho se puso en pie; iba siendo hora de subir el equipaje a su habitación. La dama estaba desfallecida, era evidente, y él no quería abusar de su hospitalidad-. Con su permiso, me retiraré un momento a deshacer la maleta. La dejo descansar. Le preguntaré a Carlos por mi habitación.
– Sí, trece, mal número. Éramos catorce contando al finado. Quince contigo. Pero tú aún no habías llegado y él ha… fallecido. Trece, sí.
– ¿No pudo ser alguien de fuera que entrase en la casa sin ser visto, asesinara al señor Arjona y luego huyera? -preguntó Nacho-. ¿Le han robado?
– No lo sabemos. Su cartera estaba en el dormitorio. Nadie sabe si llevaba algo de valor encima. La policía no descarta ninguna posibilidad. Cuentan con que pudimos ser cualquiera de nosotros. ¡Fíjate, hasta yo me incluyo! -Sonrió tristemente y, a pesar de todo, su cara se iluminó como si acabaran de enfocarla con una linterna.
– Trece, ¿eh?
– Así es.
– Mal número, como usted dice. Pero imagino que no todos tenían un motivo para desear la muerte de Fabio Arjona -concluyó Nacho, dirigiéndose hacia la puerta.
Doña Agustina no contestó. O, al menos, Nacho no oyó su respuesta.
Le gustó la habitación que le adjudicaron en el Cigarral de la Cava. Acostumbrado a las vistas cerradas del jardín en casa de su tía Pau -no es que le desagradara en absoluto la panorámica del limonero con los pies abarrotados de rosas enanas y pensamientos que había enfrente de su ventana, así como de un trozo de la piscina cubierta con una lona para conservar el agua, pero a veces echaba de menos la visión de un espacio abierto, algo que siempre calmaba su espíritu-, se le antojó una bendición poder contemplar desde su balcón la trenza de agua del río Tajo, que había crecido un poco con las últimas lluvias y se escurría gozosamente embarrado bajo el puente de San Martín. La silueta de Toledo se recortaba detrás, y si miraba su plano con atención y lo comparaba con la línea del horizonte, podía distinguir las sinagogas del Tránsito y de Santa María la Blanca, pintadas con las líneas de luz pura que regalaba la mañana entre los tejados de la judería. «Qué lastima no poder disfrutar de todo esto como a mí me gustaría. Después del asesinato, el congreso se ha echado a perder -pensó-. Aunque queda el crimen, que tampoco está mal para pasar el rato. Mucho mejor que un sudoku, desde luego.» Sonrió malévolamente.
Deshizo el equipaje y lo almacenó cuidadosamente en la parte baja del armario de caoba estilo años treinta, que crujió cuando abrió las puertas como si se estuviera quejando por falta de uso. Presidía el lado oeste del dormitorio, que habían pintado no hacía mucho de un color azul intenso. A su izquierda, un biombo chino de madera lacada no desentonaba con el resto del mobiliario. La cama era demasiado blanda: un cabecero alfonsino de madera de pino colgado de la pared y un canapé con los muelles tan flojos como las caderas de un octogenario.
El baño -«lamento comunicárselo al señor, usted me entiende», le había dicho Carlos con tono afligido- era compartido. La casa, grande y antigua, se había ido reformando con el paso del tiempo, pero sólo disponía de cuatro baños, uno de ellos de uso exclusivo de la señora. Cada planta de la casa (a él le había tocado la segunda) tenía uno, que prestaba servicio a cinco dormitorios. De modo que, en el caso de Nacho, sería preciso compartirlo con cuatro invitados al congreso. Los de la primera planta tenían suerte: como Fabio Arjona había sido asesinado, eran uno menos a la hora de hacer cola por las mañanas. Los tres invitados alojados en la planta baja disponían de otro para ellos solos.
El primer día, según supo Nacho por Carlos, se había colgado de la puerta de cada baño una hoja con los horarios y turnos (en las horas punta) destinados a cada usuario, para evitar situaciones incómodas.
Había mirado el suyo. Podía ducharse y afeitarse de 8 a 8.30 todas las mañanas, o de 8.30 a 9.30 de la noche. (¿Y cuando salieran a cenar y volvieran más tarde?, se preguntó con un ataque de pánico. Tomó nota mentalmente para preguntárselo a Carlos en cuanto tuviera ocasión.) Nacho abrió su ordenador portátil, un MacBook mucho menos potente que el de doña Agustina, y comprobó que había conexión Wi-Fi a Internet. Se tumbó en la cama, descalzándose previamente, y se sintió envuelto de los pies a los labios por la exagerada blandura del colchón. Le costó acomodarse sobre las almohadas, pero al final logró encontrar una postura no demasiado infamante. Su página de inicio era la del club, sobre la que los internautas se habían abalanzado ya con todo tipo de especulaciones sobre la muerte de Fabio Arjona.
Entró en el buscador de Google. Introdujo las palabras «Fabio Arjona» y aparecieron casi trescientas cincuenta mil entradas.
– ¡Fiuuu!… -silbó Nacho; eran muchas para un nombre poco común, demasiadas para un catedrático de universidad, y una cantidad exorbitante para un poeta vivo. Bueno, «vivo» hasta hacía pocas horas.
Por supuesto, las últimas noticias relacionadas con su nombre comunicaban el hallazgo de su cadáver apuñalado la noche anterior. Prometía ser un escándalo en toda regla. Se preguntó cómo iba a transcurrir el congreso después de aquello. Probablemente, los invitados tendrían ganas de largarse cuanto antes a sus casas. Pero doña Agustina, por lo que él podía intuir, no era la clase de mecenas que les facilitaría la retirada. Les había extendido un generoso cheque -Nacho había recibido el suyo el día anterior, por mensajería-, y seguramente estaba dispuesta a obtener a cambio unos servicios muy concretos.